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La narrativa argentina de HIJOS

Teresa Basile

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La narrativa argentina de HIJOS

Teresa Basile

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Infancias propone una exploración por la producción literaria de los hijos e hijas de las víctimas de la última dictadura argentina. Dos peculiaridades vuelven excepcional su aporte: la notable cantidad de obras en diversos formatos –fotografía, cine, narrativa, poesía, teatro, blogs–, y las inéditas experiencias consignadas, en especial las que remiten a la infancia bajo el terrorismo estatal. ¿En qué otras oportunidades la literatura argentina ha sido vehículo para explorar los avatares de los niños durante la dictadura, sus desafíos para vivir en la clandestinidad, los nacimientos en maternidades de centros de detención, los secuestros y apropiaciones por parte de miembros de los servicios, las búsquedas de sus padres o los procesos de recuperación de sus identidades sustraídas?

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III. Infancia clandestina: un mundo escindido

1. Preliminares

¿Cómo se representa la “infancia clandestina” en la literatura de la segunda generación? ¿Cómo se articula la experiencia en aquellos niños que vivieron la década de los setenta bajo un doble régimen: el del mundo “secreto” del militante sometido al terror estatal, y el mundo “normal” y cotidiano de un niño que va al colegio, se reúne con sus compañeros, festeja sus cumpleaños? ¿En qué sentido estos desacuerdos crispaban sus vidas? ¿De qué modo los niños debieron lidiar con la disyunción de los roles paternos entre el militante, absorbido por las demandas de la política y sus severos valores bajo un clima de peligro, persecución y temor, y el padre/madre de quien se espera que debe proteger al niño y rodearlo del universo íntimo de los afectos y sentimientos?
El desafío de vivir en un mundo escindido está en el embrión de la idea de “clandestinidad”: mientras se milita a escondidas y en secreto (“clandestino” viene del latín clandestinus, y éste de clam que significa secreto), se vive en una cotidianidad en apariencia normal, aunque plagada de simulaciones y falsas identidades.
Es posible explorar los avatares de la vida infantil en la clandestinidad en una serie de textos literarios y films tales como: el libro Kamchatka (2003) de Marcelo Figueras y el film del mismo nombre dirigido por Marcelo Piñeyro (2002), La casa de los conejos (2008) de Laura Alcoba, el film Infancia clandestina (2012) dirigido por Benjamín Ávila, Una muchacha muy bella (2013) de Julián López y Pequeños combatientes (2013) de Raquel Robles. En todas estas producciones encontramos el protagonismo de un niño, su mirada y su voz, la ficcionalización de un narrador niño o niña, quien cuenta desde su punto de vista.
Dos espacios se enfrentan y friccionan entre sí. Por un lado, el de la militancia, donde rige el rigor de la lucha de la guerrilla urbana con las tácticas, las modalidades, los cuidados y los valores de entrega a la causa, austeridad y sacrificio. Allí los guerrilleros se enfrentan en inferioridad de condiciones a un enemigo más poderoso y mejor armado. Lejos de cualquier épica, estos textos advierten la ineluctable derrota que se abatirá sobre ellos a medida que sus compañeros caen y que las persecuciones van sustituyendo a los enfrentamientos. Es el territorio de los adultos y de la guerra en el que los padres devienen militantes sin dejar de ser padres. Es el lugar de la verdad y del adentro, que debe permanecer en secreto e invisible a los demás. Su revelación acarrea la catástrofe de la desaparición y de la muerte. Aquí se distorsiona la intimidad de la vida familiar del niño, que corre peligro de verse fagocitada por las urgencias de la lucha.
Por otro lado, está el espacio de la vida cotidiana, del mundo externo, donde se desarrollan los juegos, la educación escolar, los vínculos afectivos con amigos y parientes, los cumpleaños y los primeros escarceos amorosos. Allí se desenvuelve la gran escena de aprendizaje –Bildungsroman– de estos niños que se encuentran descubriendo el mundo que los rodea o dejando la infancia para entrar en la preadolescencia. Este mundo se despliega en el afuera, en la vida pública, en la sociedad, pero a través de la simulación, de la mentira, del disfraz, del camuflaje con falsos nombres y documentos, falsos trabajos y falsos cumpleaños. En este ambiente se distorsiona la vida social del niño en sus múltiples dimensiones, desde la asistencia a la escuela hasta sus vínculos con amigos y familiares.
Los conflictos en el interior de ambos espacios se vuelven un principio constructivo importante en los textos y en los films, y suelen organizar las tramas, en especial los desacomodos en el interior de la casa familiar cuando ésta se ve invadida por la militancia clandestina. El arco de posibilidades va desde aquellas propuestas que muestran la incompatibilidad y los desacuerdos hasta las que procuran vislumbrar una posible armonía; desde las que enfrentan el rol de padres al de militantes (“grandes militantes” y “terribles padres” o al revés, para decirlo en términos de Fernando Reati, 2015) hasta las soluciones integradoras de “buenos padres” y “buenos militantes”. Por su parte, Ana Amado vislumbra los desajustes entre el “perfil épico” de los padres, protagonistas de una gesta histórica colectiva, y su impronta de “desertores” en la economía de los afectos privados (2009: 157). Sin duda, la pulsión entre la militancia y la familia es el marco en cuyo interior se juega parte importante de la vida del niño.1
Estas representaciones de la infancia sirven también para explorar el posicionamiento del escritor en la actualidad. En la literatura de HIJOS es usual encontrar una doble dirección temporal que se dirige hacia el pasado para narrar las diversas experiencias de la infancia bajo la dictadura, pero que además se vuelve un foco que vectoriza el presente y el futuro. Y es en este presente donde ellos recortan su postura política (dentro o fuera, simpatizantes o críticos de H.I.J.O.S. o de las políticas de los organismos de Derechos humanos, por ejemplo), su vínculo afectivo (traumático, melancólico o crítico) con ese pasado, y su apuesta literaria al interior de la literatura de HIJOS.
Esta doble dirección temporal suele convertirse en un factor estructurante que divide el relato en dos espacios: una “doble enunciación” cruza (con diversas soluciones según cada texto) la voz de un niño (la experiencia del pasado) con la del adulto (identificada con el presente del escritor). Estos dos enunciadores a veces organizan las partes del texto situando en un prólogo o epílogo la perspectiva del adulto, y en el centro del texto, la experiencia de la infancia focalizada en la mirada del niño (en ocasiones, la voz del niño adquiere inflexiones y saberes del adulto). La distancia entre el pasado y el presente escenifica el proceso del recuerdo y los trabajos (Jelin, 2001) de la memoria, lo que puede conducir a tramitar el duelo cerrando en parte esa deuda para elegir un camino propio o a reactivar políticamente la melancolía para diseñar una tradición de militancia en la cual inscribirse. La arquitectura narrativa adquiere, entonces, la forma de la memoria y de sus trabajos.
Asimismo, la estructura argumental y la sucesión de secuencias en los textos sobre la “infancia clandestina” suelen responder a un patrón muy similar que se inicia con el paso a la clandestinidad por parte de la familia para finalizar con la desaparición de alguno o de ambos padres. Lo que (conceptual y esquemáticamente) supone el cruce o la sucesión de dos tipos de entramado (o plot) del relato: por un lado, la “aventura” de la militancia de los padres, y por el otro, la “desventura” de la dictadura y las desapariciones o muertes. Ello coloca a los padres en dos posiciones bien disímiles: como militantes y como víctimas. Se trata, como vimos, de las nuevas y complejas lecturas que H.I.J.O.S. propuso al, por un lado, recuperar la militancia de los setenta de los padres (desde la celebración o la crítica), y por el otro, retener su carácter de víctimas para pedir verdad y justicia. La desventura final acaecida con la desaparición de los padres suele proyectar una continuación fuera del texto, un “continuará”, un futuro que puede ser reparador de las víctimas o recuperador de los ideales de los padres.

2. Kamchatka y la arquitectura de una ficción traumática

Marcelo Figueras publica la novela Kamchatka en 2003, un año después de haberse presentado el film del mismo nombre, cuyo guion él había escrito junto con el director Marcelo Piñeyro. Aun cuando no se trate de un texto escrito por un hijo de padres desaparecidos, tuvo el mérito de poner en escena la “infancia clandestina” como un tema central. El protagonista y narrador, un niño o preadolescente de diez años que adopta el nombre encubierto de Harry, estará sujeto a los vaivenes del clima político de la Argentina de abril del 76, cuando sus padres militantes deciden pasar a la clandestinidad ante la intensa persecución desatada por el Estado dictatorial. Asumirá entonces el desafío de transformar el contexto de temor en una aventura de conocimiento, y el espacio de la clandestinidad en una isla para resistir y sobrevivir.
La adopción de un nuevo apellido (Vicente), la mudanza desde su casa de Flores hasta una quinta prestada,2 la pérdida de los amigos del barrio y el cambio de colegio quiebran la regularidad en la que vivía el niño, interrumpen sus hábitos y parten su existencia entre la violencia que acecha a la familia desatando una buena dosis de peligro, terror y paranoia, y un día a día de aparente normalidad.3 En este sentido, el relato articula dos niveles de significación: uno de ellos, el superficial y visible, despliega el mundo de la niñez con sus juegos de mesa, sus preguntas e inquietudes, los programas de televisión, el interés por las revistas y los Superhéroes o la lectura de libros. El otro, más profundo, es subrepticio y está entretejido al primero a través de un (semi) secreto que rodea al niño con las “preguntas incorrectas” que no debe formular, con los silencios a medias de los padres, con aquello que el mismo niño quiere y no quiere ver (lo indecible) y prefiere enterrar en el inconsciente para vivir como cualquiera de sus compañeros.4 El pequeño protagonista tendrá que lidiar con ambos frentes desde las armas que le provee su propio universo infantil y preadolescente, que despliega para tramitar el terror circundante e incluso para salvarse y salvar a los suyos –sin por ello perder la pulsión de descubrimiento y aventura propia de su edad–.
Este diseño se reitera en varios relatos sobre la infancia en dictadura con modulaciones particulares. Lo que está en juego es la experiencia del trauma. La violencia extrema sufrida por un sujeto da origen a una herida que el yo procura desplazar, reprimir o negar sepultando el suceso traumático en el olvido. Sin embargo, el acontecimiento que se procura olvidar retorna compulsivamente, reaparece a través del acting out a lo largo de la vida de la víctima (“el retorno de lo reprimido”) y habla a través del lenguaje de los síntomas. De allí la necesidad de elaborar el trauma –el working through– por medio del recuerdo, del reconocimiento del golpe padecido y de la configuración de un relato que lo vuelva inteligible. Este proceso constituye una vía para superar la compulsión repetitiva y poder establecer una distancia crítica y una acción responsable (LaCapra, 2008: 183-237). La escena traumática supone, entonces, una escisión en el sujeto y en su vida entre una superficie en la que se desplaza o se reprime la violencia sufrida para procurar vivir habitualmente, y una profundidad en la que se oculta y preserva ese recuerdo que pugna intermitentemente por salir a la superficie. En los textos sobre la infancia clandestina se suele privilegiar, no tanto la represión, sino el desplazamiento de la violencia hacia el territorio de la infancia (donde el niño puede manejarla), ya que es preciso enfrentar la amenaza y elaborar estrategias de sobrevivencia.
Ciertas perspectivas teóricas, aunque se centran en el cuento, perciben esta estructura doble. En su imagen del iceberg, Ernest Hemingway dio con una de las marcas del cuento como género literario, destacando la eficacia de ocultar, concentrar, encriptar y sugerir en un género caracterizado por la brevedad: “Siempre trato de escribir teniendo en cuenta el principio del iceberg. Los siete octavos de su superficie están debajo del agua por cada pedazo que muestra. Todo lo que uno sabe que puede eliminar solamente refuerza el iceberg. Es la parte que no muestra nada” (en Plimpton, 1981). Ricardo Piglia (1990) parte de estas ideas de Hemingway y las complejiza notablemente: el cuento como forma suele explotar la elisión, convertirla en un dispositivo productivo. En su primera tesis, Piglia sostiene que un cuento siempre cuenta dos historias: una en la superficie y otra oculta. La historia visible –siempre más completa y orgánica– esconde y cifra un relato secreto que suele ser fragmentario y elíptico. Cada una de las historias se cuenta de un modo distinto y se adscribe a dos formas diferentes de causalidad. El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia dos, la secreta, en los intersticios de la historia uno, la visible. Este carácter doble de la forma del cuento suele tener muy diversas realizaciones que se fraguan en el modo de articular, cifrar, elidir la segunda historia.
No sólo en Kamchatka, sino en varias narrativas que enuncian desde una voz infantil, se recupera este diseño de doble nivel –aunque con diversa intensidad de ciframiento– porque, tal como describimos, posibilita dar cuenta de la situación traumática sentida por el niño, tensada entre el terror latente que invade sus vidas (experimentado, pero no siempre vuelto consciente ni traducido en relato) y la superficie cotidiana, anclada en el universo infantil con sus hábitos y entretenimientos. El peso del peligro (desmedido para su corta edad) se oculta y tramita al mismo tiempo (se desplaza) a través de los juegos. La (doble) estructura del relato se ofrece, entonces, como una forma adecuada para dar cuenta del modo en que la violencia radical y el secreto (lo inenarrable) afectan y reorganizan el espacio de la infancia clandestina. En Kamchatka no hay una entera escritura del trauma que fracture y trastorne la sintaxis del discurso, que hable desde la lengua intraducible del síntoma, que no alcance a enhebrar el hilo de la trama, sino una lengua que cifra la herida para poder decirla. Veamos algunos ejemplos que exhiben los andamios de esta ficción traumática.5
En Kamchatka (y en los textos de este corpus) suele haber un notable predominio de los “juegos de guerra” –un modo de incluirse en la guerra de los adultos por parte de los niños– que permiten ensayar tácticas, modos de combate, salidas, escapes, vías de defensa y salvación, como el teg (Tácticas y Estrategias de Guerra) que además introduce el espacio de Kamchatka como emblema de la resistencia atrincherada en un lugar lejano (clandestino) para sobrevivir. Esta novela explora extensamente diversas facetas y posibilidades de los juegos, remontándose incluso a Heródoto, aunque predomina la recolocación del juego al servicio de lo “real”. El juego deviene una vía de aprendizaje y de ensayo vinculado a (la guerra de) los padres, más que momento de entretenimiento y distracción o expansión del libre juego de la fantasía o fruto del ocio filosófico. Así, según la historia de los lidios recordada en la novela (102), el origen del juego está en la guerra y en el sufrimiento. La salvación por medio del juego infantil parece cifrarse en el Ahorcado que conduce desde el peligro de muerte hasta la salida que abre la palabra “abracadabra”. El libro sobre Houdini lo insta a Harry a prepar...

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