Historia mínima de México
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Historia mínima de México

Daniel Cosío Villegas

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Historia mínima de México

Daniel Cosío Villegas

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Este clásico de El Colegio de México se vuelve a publicar a 44 años de su primera edición. En estas páginas están registrados los acontecimientos que han dejado huella en la historia de México, desde los pasos inciertos de sus primeros pobladores, en los tiempos prehispánicos, hasta los también inciertos de quienes atravesaron la crisis de los años ochenta del siglo XX. Entre éstos y aquéllos, el lector puede seguir el curso de la era virreinal, el periodo formativo del México independiente, el tramo moderno de la República restaurada y del Porfiriato, la Revolución y los años de la "estabilidad política y el avance económico".

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Information

Year
2019
ISBN
9786075642772
4


LA REFORMA
Hacia 1850, la clase intelectual de México, alarmada por la pérdida de medio territorio patrio, la pobreza del pueblo y del gobierno, la incesante guerra civil y el desbarajuste en la administración pública, decidió poner un hasta aquí al mal tomando en sus manos las riendas de la nación padeciente.
Los hombres cultivados eran pocos, pues no podían ser muchos en una sociedad donde sólo uno de cada diez sabía leer y escribir. Aparte de pocos, eran teóricos que no técnicos. Los más practicaban el sacerdocio, la abogacía y la milicia como profesión básica, y la hechura de versos, la oratoria y el periodismo como segundo oficio.
La clase ilustrada, dispuesta a dirimir los graves problemas nacionales, estaba profundamente dividida cuando decidió intentarlo. Aunque pocos, los intelectuales formaban dos partidos: el liberal y el conservador. Los del partido liberal eran personas de modestos recursos, profesión abogadil, juventud y larga cabellera. La mayoría de los conservadores eran más o menos ricos, de profesión eclesiástica o militar, poco o nada juveniles y clientes asiduos de las peluquerías.
Unos y otros creían básicamente lo mismo acerca de México. Conservadores y liberales coincidían en la creencia de la grandeza natural de su patria y de la pequeñez humana de sus paisanos. Ambos concordaban en la idea de que la sociedad mexicana no tenía el suficiente vigor para salvarse por sí misma. Los dos eran pesimistas, pero la índole de su pesimismo y sus programas de acción eran opuestos.
El partido conservador se dio como jefe a un hombre muy inteligente, pero ya viejo. Don Lucas Alamán poseía las virtudes necesarias para ser el líder de los intelectuales conservadores o aristócratas. Había hecho estudios en Europa y se distinguía por su buen gusto literario. Era catrín, solemne y muy religioso. Según Arturo Arnaiz y Freg, por su habilidad “para penetrar el alma de las gentes […] lo vieron con respeto sus mismos adversarios […] Sabía adaptarse con delicada flexibilidad a las circunstancias” y al mismo tiempo vivía “con angustiada inquietud la noción de la debilidad interna de México”. Contaba con la parte intelectual más numerosa, que no la más entusiasta. Lucas Alamán fue el líder de las sotanas y las charreteras.
Los conservadores, quizá porque tenían mucho que perder, no querían aventurar al país por caminos nuevos y sin guía; suspiraban por la vuelta al orden español y por vivir a la sombra de las monarquías del viejo mundo. Por tradicionalistas, retrógrados y europeizantes, sus enemigos les pusieron los apodos de cangrejos y traidores. Su ideario lo sintetizó Alamán en siete puntos: 1° Queremos “conservar la religión católica […] sostener el culto con esplendor […] impedir por la autoridad pública la circulación de obras impías e inmorales”. 2° “Deseamos que el gobierno tenga la fuerza necesaria […], aunque sujeto a principios y responsabilidades que eviten los abusos.” 3° “Estamos decididos contra el régimen federal, contra el sistema representativo por el orden de elecciones […] y contra todo lo que se llama elección popular…” 4° “Creemos necesario una nueva división territorial que confunda la actual forma de estados y facilite la buena administración.” 5° “Pensamos que debe de haber una fuerza armada en número suficiente para las necesidades del país.” 6° “No queremos más congresos […] sólo algunos consejeros planificadores.” 7° “Perdidos somos sin remedio si la Europa no viene pronto en nuestro auxilio.”
Los liberales no tenían a mediados del siglo un jefe, pero ya asomaban entre ellos algunas eminencias cuarentonas como la de don Benito Juárez, hombre de acción fuerte, tenaz y decidida de origen rural, nacido el 21 de marzo de 1806, educado en el seminario eclesiástico y en el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca, diputado al congreso oaxaqueño de 1832 a 1834 y al federal diez años después, y gobernador desde 1847 hasta 1852; o menores de cuarenta años, como el eminente filósofo y naturalista don Melchor Ocampo, nacido en 1814, estudiante en el seminario eclesiástico de Morelia, rico en bienes materiales, lúcido, intransigente, satírico, ingenioso y gobernador de Michoacán entre 1846 y 1853. El dinámico Miguel Lerdo de Tejada, nacido en el puerto de Veracruz en 1812, poseedor de un “raciocinio de acero”, inclinado al estudio de la historia y la economía, autor de varias obras, presidente de la Compañía Lancasteriana y ministro de Fomento. Y el general don Ignacio Comonfort, de la misma edad que Lerdo, pero, al contrario de éste, dado a la moderación y a las componendas, sin asomos de jacobinismo y fanático de la honradez.
Al contrario de los conservadores, los liberales negaban la tradición hispánica, indígena y católica; creían en la existencia de un indomable antagonismo entre los antecedentes históricos de México y su engrandecimiento futuro y en la necesidad de conducir a la patria por las vías del todo nuevas de las libertades de trabajo, comercio, educación y letras, tolerancia de cultos, supeditación de la Iglesia al Estado, democracia representativa, independencia de los poderes, federalismo, debilitamiento de las fuerzas armadas, colonización con extranjeros de las tierras vírgenes, pequeña propiedad, cultivo de la ciencia, difusión de la escuela y padrinazgo de Estados Unidos del Norte. Según uno de sus ideólogos, el vecino norteño, “no sólo en sus instituciones, sino en sus prácticas civiles”, debería ser el guía de los destinos de México. Todos los liberales coincidían en las metas, que no en los métodos. Unos querían “ir de prisa”, querían implantar las aspiraciones del liberalismo a toda costa y en el menor tiempo posible; otros querían “ir despacio”, querían imponer los mismos ideales al menor costo y sin prisas. Aquéllos fueron llamados “puros” o “rojos” y éstos “moderados”, y mientras puros y moderados disputaban entre sí, los conservadores se hicieron del poder.
José María Blancarte, un robusto tapatío fabricante de sombreros, se divertía en la casa de la Tuerta Ruperta cuando cometió el delito de asesinar a un policía y se hizo sucesivamente prófugo de la justicia, responsable de la caída de un gobernador jalisciense y lanzador de tres planes revolucionarios. El último, el Plan del Hospicio, pedía tres cosas: “destitución del presidente Arista, Constitución Federal y llamamiento de Santa Anna”, y con tales peticiones se gana la adhesión de numerosos rebeldes locales, las altas jerarquías eclesiásticas, los propietarios y el jefe del partido conservador, Alamán, en esos días muy comentado a causa de haber salido a la luz pública el último tomo de su Historia de México, donde sostenía la tesis de que Antonio López de Santa Anna, indefendible como soldado, tenía “energía y valor para gobernar” y podía fundar un régimen duradero y duro. “La gente de orden, conciencia y seriedad” llama del destierro a Santa Anna, quien el primero de abril de 1853 llega al puerto de Veracruz y el 20 es recibido en la capital con balcones adornados, repique campanero, poemas y numerosas manifestaciones de júbilo. Al otro día forma un gabinete presidido por don Lucas Alamán. El 22, Alamán suprime con la mano derecha las legislaturas provinciales y funda con la mano izquierda una flamante Secretaría de Fomento, Colonización, Industria y Comercio. El 25, la “ley Lares” prohíbe la impresión de “escritos subversivos, sediciosos, inmorales, injuriosos y calumniosos” y los liberales empiezan a ser víctimas de destituciones, destierros y cárcel. El 2 de junio muere Alamán, cuando se ponía de moda aquella canción de la Tierra Caliente:
Ay, capire de mi vida
¿cuándo reverdecerás?
Ya se fue quien te regaba
agora te secarás.
Muerto Alamán, Santa Anna se resecó. Tras una conferencia con el esclavista Gadsden, enviado por su gobierno para adquirir territorios en la zona norte, vendió La Mesilla. Pero esa no fue la peor de sus locuras: se autonombró Alteza Serenísima; impuso contribuciones a coches, caballos, perros y ventanas; propició banquetes con príncipes importados, bailes de gran gala, comitivas y ceremonias de felicitación y vastas orgías. En medio de tanto escándalo es natural que se popularizara aquella adivinanza que dice:
Es Santa, sin ser mujer.
Es rey, sin cetro real;
Es hombre, mas no cabal,
y sultán al parecer.
Enloquecido, el presidente cojo no tenía por qué darse cuenta de las borrascas interiores y exteriores que se levantaban en su contra. Un aventurero francés, el conde Raousset de Boulbon, invadió Sonora con el propósito de convertirla en el paraíso perdido. Parece que el pirata Walker no esperaba menos cuando se metió en Baja California. Las depredaciones de apaches y comanches se recrudecieron. Una nueva epidemia de peste bubónica se esparció por todo el país. Muchos jefes locales, descontentos con ciertas medidas centralizadoras, se dieron a fraguar conspiraciones. El caudillo se ensordecía cada vez más, rodeado por un ejército que llegó a tener noventa mil hombres, adulado por una nube de achichincles, metido en peleas de gallos y solemnidades.
El gobierno personal de Santa Anna desprestigia ante la opinión pública los principios y los hombres del partido conservador y le da fuerza al programa y al equipo del partido liberal, que esperaba en Nueva Orleáns y en Brownsville el momento propicio de volver a la patria asantanada y a punto de asatanarse. La ocasión se presenta a principios de 1854.
Se encontraba el presidente cojo en un gran baile cuando recibió la noticia de que el coronel Florencio Villarreal había lanzado en el villorrio de Ayutla, el primero de marzo de 1854, un plan que exigía el derrocamiento del dictador y la convocatoria a un congreso constituyente. Al frente de la realización del plan se puso don Juan Álvarez, cacique viejo y prestigiado “de los breñales del sur”. El coronel Ignacio Comonfort secundó y reformó el plan en Acapulco. Al texto primitivo le agregó un párrafo que demostraba la presencia en el movimiento rebelde no sólo del grupo lento, sino también de los puros. El presidente salió a combatir a los rebeldes con un ejército de cinco mil hombres, Derrotado, Santa Anna dejó furtivamente el país en agosto de 1855. Una junta de insurrectos nombró presidente interino al general Álvarez, quien gobernó algunos meses con un gabinete formado por cinco “puros”: el filósofo y científico Melchor Ocampo, el reformado...

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