En un reciente coloquio, durante la Feria de Torino, que tuvimos Roberto Calasso y yo, acordamos de inmediato que no dedicaríamos ni un solo segundo a hablar de las amenazas del futuro sino a los años gloriosos de la edición literaria, que podríamos situar, en especial, sin ningún afán científico, entre 1980 y 2008.
Las asechanzas que sufre la edición literaria son variadas y bien conocidas. La crisis económica global de 2008, la hiperconcentración editorial, la pérdida de lectores adolescentes a raíz de la revolución tecnológica con los videojuegos y derivados, las tentadoras ofertas de Netflix, Amazon y la venta online, la consiguiente destrucción de librerías que también habían sido erosionadas por las grandes cadenas: como es sabido, muy recientemente Barnes & Noble ha sido vendida en Estados Unidos a un fondo inversor, cuando hace años dicha cadena había provocado el cierre de tantas librerías independientes. Estos son algunos de los percances más notorios, aunque también son ciertos, como ha analizado brillantemente Alessandro Baricco en The Game, los rasgos positivos de la revolución tecnológica y su inevitabilidad.
Punto y aparte y regreso a la edición literaria. Atendamos a ilustres expertos:
Giulio Einaudi con “la edición sí” frente a “la edición no”: “La edición sí es aquella preocupada fundamentalmente por la buena literatura, por el ensayo profundo y lúcido y que busca que cada libro sea un libro valioso y original en sí mismo», en el polo opuesto de «la edición no, que es la edición repetitiva y que va simplemente en busca del posible bestseller siguiendo la secuela de otras experiencias”.
Samuel Fischer: “Obligar al público a aceptar nuevos valores, que no desea, es la misión más importante y hermosa del editor”.
Siegfried Unseld: “Para nosotros, lo importante no es el libro aislado, se trata del autor con su fisionomía total”.
Roberto Calasso: “Siempre he creído en una cosa esencial: publicar libros que a uno le guste leer. Publicar un libro que uno no admira es como incluir un capítulo mal escrito en una novela”.
Yves Pagès: “Siempre al acecho de una singularidad”.
Christian Bourgois: “Mi biografía es mi catálogo. Es decir, toda mi vida está dedicada a los libros que escogí”.
***
Tengo un recuerdo imborrable de la Feria de Frankfurt de los años 80, 90 y hasta 2008. La vitalidad, la euforia, las amistades, nuestra “mafia” en el óptimo sentido de la palabra, como la utilizaba a menudo Inge Feltrinelli, es decir, los compinches adictos a la mejor literatura, los editores literarios, algo así como un club informal al servicio de la mejor literatura. La lucha para abrir las compuertas que permitan la irradiación de la misma.
Mi primera Feria de Frankfurt fue en 1969 y, desde entonces, exceptuando un año en los primeros 70 por problemas de pasaporte, he acudido a cada convocatoria, incluidos los dos últimos años, en los que tuve incidentes de salud que me dejaron casi out of print.
Para mí Frankfurt era una fiesta: la cantidad de estímulos, las sorpresas, los descubrimientos de títulos “irresistibles” en las primeras décadas. Entonces todavía se descubrían libros en el stand de los colegas, ahora casi todo lo importante está decidido semanas o meses antes. Durante años se produjo el fenómeno del “libro de la Feria”, aquel que todos los editores querían comprar, era un reto pero también un juego: en realidad no era tan importante, diría que era casi un invento colectivo para animar la Feria, para darle más colorido. Recuerdo que en Anagrama tuvimos una vez dicho “libro de la Feria”, El héroe de las mansardas de Mansard, de Álvaro Pombo, con impensables traducciones.
Frankfurt me resultaba tan excitante que afirmaba, bromeando apenas, que cuando muriese quería que mis cenizas fueran arrojadas al río Meno. Un entusiasmo ahora mitigado.
***
Cuando empecé a preparar la editorial, a imaginarla, rápidamente fui reconociendo y admirando a posibles editores cómplices. Así, Jérôme Lindon y sus Éditions de Minuit, François Maspero, Éditions du Seuil y Gallimard en Francia, Einaudi y Feltrinelli en Italia, Grove Press y City Light Books en Estados Unidos o Jonathan Cape en Gran Bretaña. Anagrama empezó básicamente como una editorial muy politizada, en el ámbito de la izquierda heterodoxa con autores como Trotski, Rosa Luxemburg, Fidel, el Che, Mao, Bakunin o los situacionistas franceses. Pero luego del llamado desencanto, a finales de los 70, y con el fin de las ilusiones y utopías, los libros políticos quedaron súbitamente obsoletos y la literatura (que había estado siempre presente en Anagrama pero bastante en sordina) cobró un decidido protagonismo desde los primeros 80 con las colecciones Panorama de narrativas y Narrativas hispánicas, que significaron la consolidación de la editorial, estimulando en la Feria una duradera actividad, digamos, “import-export”.
Recuerdo que en los primerísimos tiempos iba a la Feria sin stand propio aparcando en los stands de los amigos. Luego compartimos espacio con Lumen durante varios años e incluso, una vez, con Lumen y con Tusquets, lo que provocaba problemas de tráfico de agentes y editores. Al año siguiente, Anagrama tuvo su diminuto stand y hemos continuado con él, aunque más amplio y confortable.
Como dato significativo, en la antaño poblada “calle literaria” de los stands españoles ahora solo resisten los de Anagrama, Acantilado y Tusquets y también, en otro stand, varios editores agrupados en Contexto. Y el resto ya son los megagrupos y los stands institucionales.
Entre los editores españoles de los primeros años estaban los seniors Carlos Barral y Jaime Salinas y los juniors Esther Tusquets de Lumen, Beatriz de Moura, de Tusquets, y yo, de Anagrama. También, durante los primeros años, acudía José Martínez de la editorial Ruedo Ibérico, que publicaba en París aquellos libros en castellano imposibles de publicar en España, que luego pasaban clandestina y azarosamente la frontera. Fuimos vecinos de stand varios años y allí reunimos a “conspiradores” de diversas edades y países.
***
En aquellos tiempos, solo había dos pabellones: uno para los alemanes y otra para los editores internacionales. Entrando a mano izquierda estaban los norteamericanos con la imponente presencia de Roger Strauss al frente. Y a la derecha estábamos, unos junto a otros, los editores españoles, los italianos y, cerca, también los franceses. Enfrente de los dos pabellones había una amplia explanada y un restaurante nada exquisito en el que los almuerzos solían ser veloces.
(Años después, la Feria se expandió y expandió. Los salones de Frankfurter Hof se atiborraron y, cosa inédita, se dedicó un gran espacio a los agentes literarios. Luego, con la crisis, empezó la contracción.)
Como primer punto de encuentro destacaría la cena de Fischer, el pistoletazo de salida de la Feria, el día antes de la inauguración. También, muy en especial, aquellas añoradas cenas de la editorial Hanser, con Michael Krüger al frente, en las que se reunía el Gotha de la edición internacional. O la muy elitista cena de Farrar, Straus and Giroux, los cocktails de Deborah Rogers y Éditions du Seuil, ambos en el Frankfuter Hof, y el imprescindible de Siegfried Unseld en chez Suhrkamp el penúltimo día de la Feria, intercambio final de informaciones y chismes. En los primeros 70, los concurridos lugares de encuentro eran el único bar entonces del Frankfurter Hof y el Jimmy’s Bar del Hessischer Hof. (Ahora, el punto de encuentro inicial más concurrido quizá sea el de Libella en el Hessischer Hof.)
Todos los cocktails y encuentros tenían una característica muy estricta: los editores alemanes no invitaban a ningún colega de su país, ni tampoco los italianos, franceses, etc. La excepción eran los españoles: quizá por influjo de los años del antifranquismo, en los que tantos editores éramos amigos y cómplices, nuestras invitaciones estaban abiertas a los compatriotas. Más aún, como ejemplo extremo, Tusquets y Anagrama dieron conjuntamente un gran party para celebrar sus 25 años.
En la tribu de los editores literarios y sus colaboradores tenía una especial sintonía con mis cómplices más próximos, Inge Feltrinelli, Christian Bourgois y Klaus Wagenbach, así como con Roberto Calasso, Ivan Nabokov, Rob van Gennep, Koukla McLehose, nuestra scout en Londres, Marie Hélène d’Ovidio, Piero Gelli, Teresa Cremisi, Anna Leube, Clara Morena, Pete Ayrton, Manuel Valente, Carlos da Veiga y, claro, Beatriz de Moura, ella y yo éramos la “excepción española”. La lista es mucho más larga. En algún momento, quizás a mediados de los 80, irrumpió con cierto estrépito un grupo de editores norteamericanos (a quienes llamaba bromeando los “editores cowboys”): Bill Buford, Gary Fisketjon, Morgan Entrekin y Erroll McDonald, a los que se unió, años después, el joven cowboy inglés Jamie Byng y también empezó a asomar un joven italiano, Carlo Feltrinelli.
Y, naturalmente, estaban las visitas obligadas a los stands de los patriarcas Giulio Einaudi y Roger Strauss, sin olvidar la joven e intrépida Carmen Callil al frente de Virago. Etc., etc., etc.
Como editor en lengua española quiero mencionar a algunos estupendos editores especialmente sensibles a nuestras literaturas, pese a que, a menudo, las expectativas de ventas no fueran demasiado altas. Desde luego, en mi lista figurarían en lugares muy destacados Christian Bourgois en su editorial y Christopher McLehose en Harvill Press, que fue, sin discusión, la editorial inglesa que publicó más excelentes autores en lengua española, a veces en tándem con la exquisita New Directions en Nueva York, pese al notorio desapego de los lectores británicos y norteamericanos respecto a las traducciones. También destacaría la excelente labor de la editorial Suhrkamp con Siegfried Unseld al frente, en eficaz colaboración con Michi Strausfeld, que durante muchos años prestó gran atención a los escritores en lengua española, sobre todo en el ámbito latinoamericano.
Sin olvidar la atinada visión literaria de Elvira Sellerio, la primera editorial italiana de Pitol, Monterroso, Vila-Matas y el gran Bolaño (rechazado minuciosamente por todos los grandes editores italianos). Asimismo, de Francia, además de Bourgois, quiero destacar a Éditions du Seuil, que publicó la primera traducción de Cien años de soledad, entre otros muchos títulos, y desde luego a Gallimard y sus sucesivos responsables de literatura española como Héctor Bianciotti, Severo Sarduy y, desde hace años, Gustavo Guerrero.
***
En la década de los 80 ya existían los agentes literarios, pero aún tenían una función diría que secundaria, minor characters, si exceptuamos a Carmen Balcells, tan temible gracias a los autores del boom y muy en especial a García Márquez. Obtener los libros de Gabo o, por el contrario, que no se renovaran los contratos podía representar, claro, alteraciones significativas en las cifras de negocio. Recuerdo que, en algunas ocasiones, editores importantes que tenían una cita con la Mamá Grande descansaban unos minutos en el stand de Anagrama, muy próximo al de la agente, para recuperar fuerzas. Me acuerdo del aspecto lívido de Claude Cherki, Gran Jefe de Éditions du Seuil, ante la inminencia del encuentro. También en aquellos tiempos empezaron a escucharse los primerísimos aullidos del Chacal, todavía en cierta sordina, hasta que consiguieron el gran protagonismo y los decibelios que sabemos. Y no puedo dejar de mencionar a otra agente: sería impensable no acudir al cocktail, en el Frankfurter Hof, de la excelente agencia que había creado Deborah Rogers, todo un ejemplo de profesionalidad y de efectividad (sin necesidad de alharacas) y con quien tuve tantas complicidades.
***
Con cierta frecuencia, solía coincidir la noticia de la concesión del Premio Nobel con la Feria de Frankfurt, lo que multiplicaba la excitación. Recuerdo un año que estábamos Lali y yo en el stand de la editorial holandesa De Bezige Bij con el editor y con Hugo Claus, sempiterno candidato al premio y supuesto ganador de aquel año. Pocos minutos antes de las 13 horas, había un amplio pasillo abarrotado de periodistas y de cámaras de televisión. Dos minutos después nos habíamos quedado solos. Los chicos de la prensa galopaban a la busca de Nadine Gordimer, la imprevista ganadora. Al poco rato nos encontramos con Christian Bourgois, que nos invitó a brindar con champagne por Nadine, su autora.
Otro recuerdo: un año se consideraba ganador a Naipaul (cuántos cálculos equivocados ante el imprevisible jurado del Nobel), que circulaba, huraño y solitario, por los cocktails de la Feria. Se concedió el premio a otro escritor y Naipaul desapareció de nuestra vista. Aunque años después, como es sabido, se le otorgó. O el chistoso caso de Saramago: este ya iba camino del aeropuerto para regresar a Portugal cuando pudieron localizarlo para que regresara y celebrara el imprevisto Nobel.
***
Termino estas líneas descaradamente autobiográficas y desordenadas que quizá puedan evocar nostalgias inútiles. Pero al recordar aquellos tiempos siento que triunfa la alegría de haber podido vivir tantos momentos intensos, estimulantes y felices.