1. Constitucionalismo y democracia
Un problema institucional, de carácter estructural
Escribo este trabajo en un momento político difícil (y en buena medida, a raíz de ello). Vivimos en la época de la Primavera Árabe; del “Que se vayan todos” argentino; del “Occupy Wall Street” en los Estados Unidos”; del surgimiento de Syriza en Grecia y de Podemos en España; de las movilizaciones y protestas masivas contra las autoridades de turno, en Cataluña o en Ecuador; de millones de personas en la calle pidiendo la renuncia del presidente Piñera en Chile. Muchas de nuestras democracias constitucionales aparecen recorridas por un temible fantasma: el fantasma del hastío o de la fatiga de la ciudadanía, que parece harta de sus instituciones, exhausta de sus representantes. Las ciencias sociales de este momento (en 2019, cuando escribo esta página) aparecen dominadas por la idea del cansancio de cara a la democracia, que se vincula con el modo en que este sistema político resulta erosionado desde dentro, hasta quedar vacío de contenido sustantivo. Se habla, entonces, de democracias que ya no mueren como antes de un solo golpe (un golpe de Estado, típicamente), sino de muerte lenta, y a partir de un paulatino desmantelamiento por obra de quienes han llegado a apropiarse del poder, y en sucesivos pasos, todos ellos legales en apariencia.
El resultado de esta paulatina degradación del sistema de gobierno es conocido (y es lo que genera el cansancio). Hemos tendido a pasar del gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, al gobierno de unos pocos, manejado por una minoría y al servicio de los privilegiados. Nuestro sistema institucional (digo “nuestro”, pensando en el modelo constitucional que se extendió en una mayoría de países de Occidente, desde finales del siglo XVIII) parece un sistema “capturado”. Por ello, se repiten situaciones de perplejidad completa: autoridades que, con ropajes constitucionales, oropeles democráticos y retórica de los derechos humanos, actúan simple y cómodamente, a su antojo, como si las reglas que las limitan no estuvieran activas, como si los controles no existieran. Y todo hecho por medio de procedimientos burocráticos limpios, con atuendos formales y citas eruditas sobre el derecho.
Escribo este libro frente a tal panorama desalentador, y procurando ayudar a una necesaria reflexión crítica para clarificar nuestras ideas, remover ciertas verdades asentadas, pensar una vez más lo que siempre repetimos. En este sentido, me interesará en especial objetar lo que parte de las ciencias sociales afirma en estos tiempos, cuando vincula la crisis democrática en la que vivimos con las manías o desventuras de algún líder de esta coyuntura (digamos, Donald Trump, Jair Bolsonaro, Nicolás Maduro, Daniel Ortega, Viktor Orbán, Recep Erdoğan) o con el circunstancial fracaso de un sistema institucional que hoy en día luce corrompido (el de la Argentina, Colombia, México o Perú, con decenas de parlamentarios y líderes políticos procesados). En razón de tal tipo de enfoques –que aquí consideraré equivocados–, muchos autores prominentes parecen apostar al cambio de gobernantes (¡impeachment a Trump!); o a la concreción de ajustes sobre el viejo modelo (restaurar el tradicional esquema de checks and balances, recuperar controles, restablecer válvulas de escape institucionales); o bien orientan sus esfuerzos a renovar las energías cívicas de la ciudadanía como modo de solucionar de forma más o menos definitiva el tipo de “dramas” políticos de nuestra era.
En este trabajo diré que tales esperanzas resultan vanas, por varias razones que a lo largo del texto examinaremos. Ante todo, es un error asumir, como suele hacerse, que la apatía política de la población (en la medida en que exista) se deba a una falta de voluntad participativa de la ciudadanía. Más bien, ella debe entenderse como un producto endógeno del sistema institucional que tenemos. La “apatía ciudadana” de la que tradicionalmente se habló en los Estados Unidos no se advierte en las protestas que se reconocen a diario (desde Washington hasta Seattle); ni parecía describir bien a una ciudadanía que, en forma masiva, militaba casa por casa a favor de la elección de Obama. En todo caso, lo que uno advierte –más que desinterés por la política– es un sistema institucional que desalienta incluso el voto periódico, que se mantiene –todavía hoy– como único canal institucional efectivo, favorable a la participación democrática. De forma similar, en América Latina, la apatía popular (de la que se habló, durante décadas, para describir el contexto político en países como Brasil o Chile) aparece una y otra vez desmentida en la práctica de nuestros días por manifestaciones cotidianas y masivas con las cuales la población reclama activamente por sus derechos. Dichas manifestaciones ocurren, en todo caso, en contra de las limitaciones impuestas por sistemas institucionales todavía restrictivos (ninguno superior, en toda la región, al legado constitucional dejado por el dictador Pinochet, intacto hasta comienzos de nuestro siglo). Otra vez: si hay un problema al respecto, tiene que ver menos con las actitudes ciudadanas que con las acciones que las instituciones desalientan o impiden.
Por lo dicho, me interesará subrayar que no debemos superponer los problemas de la democracia con los problemas del constitucionalismo –algo que, a mi parecer, estamos haciendo–. El tipo de crisis que confrontamos tiene más que ver con un déficit democrático (el modo en que nuestras instituciones resisten y bloquean el poder de decisión y control ciudadanos) que con problemas propios del sistema interno de controles (los checks and balances de cada rama de gobierno sobre las otras). Lo dicho no niega lo que también existe –un socavamiento en ese sistema de frenos y equilibrios–; pero llama la atención sobre el hecho de que tales problemas tienen sus bases en dificultades de más larga data y más profundo arraigo.
En efecto, los problemas con los que nos enfrentamos trascienden propósitos personales y coyunturas políticas: necesitamos mirar más allá de las circunstancias actuales y de las personas que nos rodean. Me interesará mostrar, entonces, que no basta con recambiar personas o realizar algunos arreglos técnicos (“ajustar las tuercas del sistema”), para recuperar aquello que se ha perdido y que hoy genera angustia o fatiga. En vez de eso, me interesa concentrar la atención en aspectos más estructurales, vinculados con el tipo de instituciones que tenemos. En lo que sigue, de entre todas ellas, me centraré especialmente en las instituciones propias de nuestras democracias constitucionales, no por asumir que ellas (nuestras bases constitucionales) representan necesariamente las instituciones más importantes con las que contamos, sino por considerar que ellas –en general poco tomadas en cuenta– merecen una atención especial.
Al respecto, a lo largo de este trabajo volveré una y otra vez a la idea de que el sistema institucional original ha quedado por completo desbordado (menciono nuevamente las extraordinarias manifestaciones que, en el momento en que redacto estas líneas, se advierten en Chile, en Ecuador, en Bolivia, en España). En nuestros días, dicho esquema de instituciones parece capaz de asegurarnos solo muy poco de lo que nos ofrecía en ese momento fundacional (y que le permitía, así, legitimarse). Para que se entienda lo que digo: ni siquiera con un desempeño impecable, y con funcionarios altruistas y solidarios, el sistema institucional actual podría cumplir con sus ambiciosas promesas tempranas. Me refiero a sus promesas de inclusión, de representación plena, de respeto de los derechos de las minorías más postergadas, de reconocimiento a nuestra voz soberana. Como veremos, de entonces a hoy los cambios –en los hechos y en las ideas– han sido tantos y tan profundos que no debería sorprendernos el modo en que se expresa el drama de nuestro tiempo: unas instituciones que han quedado desbordadas –incapaces de estar a la altura de sus aspiraciones y promesas iniciales– y una sociedad que se reconoce crecientemente ajena, distante, desvinculada de ellas.
La objeción democrática sigue allí
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Augusto Monterroso
Los problemas institucionales concretos, mencionados aquí como propios de nuestro tiempo, nos conducen en verdad a cuestiones que trascienden esta época y al elenco de sus actores protagónicos. Por ello, permítanme dar unos pasos atrás para comenzar a examinarlo con más distancia y detenimiento.
En los hechos, el constitucionalismo tal como lo conocemos desde su nacimiento –más de dos siglos atrás– muestra ciertos rasgos preocupantes, que amenazan con hacer realidad nuestros peores temores. El riesgo es que, en lugar de fortalecer nuestras libertades –personales y colectivas–, el constitucionalismo sirva para ampliar las libertades de algunos a expensas de las libertades del resto. De este tipo de problemas hablamos cuando hablamos de la tensión que existe entre el constitucionalismo y la democracia.
Pues bien, un primer problema que define a nuestro derecho es que, también desde sus orígenes, se mostró muy poco sensible o abierto al protagonismo cívico de la población y buscó limitar –más que fomentar– aquello que Thomas Jefferson llamó las capacidades ciudadanas de “decisión” y “control sobre las autoridades”. Su marca identitaria fue, en tal sentido, la desconfianza hacia las virtudes políticas de la ciudadanía –lo que Roberto Mangabeira Unger llamó la “disconformidad con la democracia”–.
La citada desconfianza se advierte en el supuesto de que solo unos pocos se encuentran efectivamente capacitados para reconocer el interés común que el derecho debe procurar (los representantes, mejor que el pueblo mismo; los jueces técnicos, en lugar de cualquier ciudadano). Este tipo de supuestos elitistas, tan evidentes en los discursos del momento fundacional del constitucionalismo, no se disolvieron con el paso del tiempo ni permanecieron como una cuestión propia del discurso de una época ya superada (y que por tanto podríamos olvidar). Aquella desconfianza terminó traducida en un sistema completo de nuevas instituciones que permanecerían intactas, desde entonces y a lo largo de los años, en formas más o menos severas (Jaime Guzmán, el jurista del pinochetismo en Chile, sostuvo una de las versiones más crudas de este modelo al afirmar explícitamente, en 1979, que la Constitución debía servir para cerrarles el campo de juego a los adversarios políticos: el constitucionalismo como cárcel de la democracia). Vivimos bajo mecanismos de gobierno diseñados a partir de tales supuestos, que autorizan a los demócratas, de ayer u hoy, a objetar el esquema impuesto: con la estabilización del constitucionalismo, la objeción democrática que nació con él se mantuvo, en lugar de disiparse.
De modo todavía más preocupante, el tiempo terminaría por agravar –en vez de moderar– el problema, al menos de dos formas, reforzando la posible impugnación del demócrata. Por un lado, la situación resulta peor, en términos institucionales, porque el tipo de sociedades en las que vivimos tienen muy poco que ver con las sociedades que, en su momento, tuvieron en mente los padres del constitucionalismo: tales sociedades (la de hoy y la del momento originario) no se parecen en su composición social, en las dificultades que enfrentan, en los conflictos que atraviesan ni en las divisiones que las afectan. Por otro lado (y lo que es más importante para los propósitos de este trabajo), vivimos hoy en tiempos de alta intensidad democrática, con una ciudadanía empoderada que se asume, con razón, capacitada para intervenir y participar de manera decisiva en todos los asuntos públicos que le conciernen. Quiero decir: en la actualidad aquellas instituciones diseñadas a partir de la desconfianza se enfrentan con una ciudadanía que lo exige todo de ellas, y que no está dispuesta a callarse o a resignarse, sentada en su casa. El desajuste entre las instituciones que tenemos, lo que ellas nos prometieron y lo que hoy les exigimos resulta mayúsculo.
Y algo más, en lo que nos interesa por sobre todo (y que, en cierto modo, justifica este libro): desafortunadamente, aun lo mejor de la doctrina que piensa el problema –la doctrina que reconoce que vivimos bajo una situación de fatiga o erosión democrática– superpone los problemas de la democracia con los del constitucionalismo. Infiere, entonces, que atacando estos últimos (haciendo algunos ajustes dentro del sistema de controles), soluciona los problemas propios de la primera. El resultado es que, incluso en el mejor de los casos, el déficit democrático que hoy nos genera angustia permanece intacto.
En definitiva, después de más de doscientos años, la objeción democrática sobre el constitucionalismo se mantiene en el lugar en que estaba. Como en el cuento más breve del mundo, del guatemalteco Monterroso (citado en el epígrafe de este apartado), la objeción democrática no se ha ido. Luego de décadas y décadas de discusiones y refutaciones sofisticadas, esa preocupación sencilla, obvia, sigue inamovible. Tenemos el derecho de seguir preguntándonos, entonces, por qué son otros los que toman las decisiones sobre los temas que más nos importan, en nuestro nombre, y a pesar de nuestro desacuerdo. Discutimos, nos peleamos, nos vamos a descansar y, cuando nos despertamos, la objeción democrática “todavía está allí”.
Historia e ideas
Lo que acabamos de señalar habla del desajuste entre instituciones y expectativas/demandas ciudadanas. Para decirlo de modo sucinto: hoy contamos con instituciones que ya no encajan bien con nuestras necesidades y expectativas. Ese desajuste puede obedecer a muchas razones, pero destacaría dos: unas son razones vinculadas con el pasado, con la historia; y otras se relacionan con ideas, objetivos e ideales regulativos. Déjenme adelantar algunas consideraciones iniciales al respecto.
Historia
Una de las tantas explicaciones que existen acerca de por qué se escogió el elenco de instituciones constitucionales con el que hoy contamos (y que ayudan a entender, por tanto, el desajuste que advertimos) se relaciona con la historia del constitucionalismo. Buena parte de nuestras instituciones nacieron como respuesta a problemas propios de una era o un momento histórico en particular. Tal vez resultaron buenas respuestas para ese momento, pero es dable esperar que ya no sean funcionales para un momento más avanzado y frente a nuevos problemas.
En mi opinión, el jurista argentino Juan Bautista Alberdi produjo pensamientos brillantes sobre estas cuestiones. Él reconocía que las constituciones debían diseñarse en relación con los dramas o tragedias de la época. En este sentido, partía de una concepción diferente de la que ofrecieron muchos otros juristas de su era, para quienes el del constitucionalismo era un proyecto de muy largo plazo: la Constitución llegaba para quedarse adonde llegaba, y por eso tenía sentido convertirla en un documento rígido al dificultar su reforma o cambio. Así, Alberdi proponía entender el constitucionalismo en relación con los problemas de la época: distintas épocas, distintos dramas y, por tanto, distintas respuestas constitucionales (por razones diferentes y más interesantes –relacionadas con el autogobierno colectivo–, Thomas Jefferson también adoptaría una visión atada a su propia era: llegó a proponer la modificación de la Constitución cada diecinueve años, porque era el tiempo que –según calculaba– demoraba la renovación generacional. Cada generación debía tener su propia Constitución). La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, adoptada en Francia en 1793, sostenía, en su art. 28: “El pueblo tiene siempre el derecho de revisar, reformar y cambiar la Constitución. Una generación no puede comprometer con sus leyes a generaciones futuras”.
A partir de una forma de pensar semejante, Alberdi elogió a los constitucionalistas que lo habían precedido en América cuando muchos de sus contemporáneos los criticaban. Ensalzó a sus antecesores por haber acertado con la forma de pensar el problema: habían reconocido que la Constitución debía servir a un momento, intentando dar respuesta a los dramas de su tiempo; y habían respondido bien a ello. Se preguntaba:
¿Cuáles son, en qué consisten los obstáculos contenidos en el primer derecho constitucional? Todas las constituciones dadas en Sudamérica durante la guerra de la independencia, fueron expresión completa de la necesidad dominante de ese tiempo. Esa necesidad consistía en acabar con el poder político que la Europa había ejercido en este continente, empezando por la conquista y siguiendo por el coloniaje: y como medio de garantir su completa extinción, se iba hasta arrebatarle cualquier clase de ascendiente en estos países. La independencia y la libertad exterior eran los vitales intereses que preocupaban a los legisladores de ese tiempo. Tenían razón: comprendían su época y sabían servirla (Alberdi, 1981 [1852]: 26; el destacado me pertenece).
Con ello, Alberdi elogiaba a los primeros constitucionalistas de América, porque habían entendido que, en su tiempo, el derecho constitucional debía consagrarse enteramente, con cuerpo y alma, a la consolidación de la lucha por la independencia. La pregunta que él dejaba planteada para los juristas de su generación resultaba obvia: ¿cuáles eran las nuevas necesidades del tiempo que les tocaba protagonizar a ellos? Por supuesto, Alberdi tenía una respuesta:
En aquella época se trataba de afianzar la independencia por las armas; hoy debemos tratar de asegurarla por el engrandecimiento material y moral de nuestros pueblos. Los fines políticos eran los grandes fines de aquel tiempo: hoy deben preocuparnos especialmente los fines económicos (1981 [1852]: 123).
De lo que se trataba, por tanto –y según su particular opinión–, era de poblar al país, de enfrentar el drama del desierto, asegurando la llegada de inmigrantes y la entrada de mano de obra, abriéndose al comercio con otras naciones, estableciendo seguridades para los contratos y, en definitiva, propiciando el crecimiento económico. Todo ello requería un ordenamiento constitucional p...