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Masculinidades (im)posibles
Violencia y género, entre el poder y la vulnerabilidad
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Masculinidades (im)posibles
Violencia y género, entre el poder y la vulnerabilidad
About this book
Este libro nos propone colocar la mirada sobre los hombres que han ejercido violencia contra mujeres en sus relaciones de pareja, yendo más allá de las descripciones de trazo grueso que se hacen de estos varones, para analizar cómo se entreteje la violencia con el poder y la vulnerabilidad en la construcción de la masculinidad. Estamos ante un texto necesario y novedoso en el contexto argentino e internacional, que tiene detrás un trabajo riguroso y potente y que, en último término, nos impulsa a escuchar para transformar.
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Information
Topic
Ciencias socialesSubtopic
Antropología cultural y socialSEGUNDA PARTE
Poder, vulnerabilidad, (des)equilibrios y quiebras en la masculinidad de los hombres que han ejercido violencia contra sus parejas
Martín
Martín es un joven centroamericano de 25 años. Tiene la piel morena, es delgado, musculoso y mide casi un metro setenta. Su pelo, corto, está casi siempre bajo una gorra del mismo estilo urbano que sus pantalones anchos, sus zapatillas deportivas y sus abrigos con capucha. Martín pasó su infancia en la zona más empobrecida de una metrópolis centroamericana, junto a su abuela y sus tías maternas. A su padre lo vio en contadas ocasiones, y su madre decidió irse a vivir a otro país cuando Martín tenía dos años y su hermana, uno. Sabe que ella sólo regresó una vez de visita, pero él era muy pequeño y no tiene recuerdos de aquel encuentro.
Pasó la mayor parte de sus primeros años en casa. Tenía asma y su abuela siempre estaba detrás de él para que no ande desabrigado o no tome baños fríos. Recuerda estar siempre entre sueros y nebulizaciones, y haber tenido varios viajes en ambulancia. Cree que pasar tanto tiempo en casa hizo que desarrollara su imaginación. Pasaba los días con sus juguetes, y cuenta entre risas que desarmaba todo lo que encontraba, pero nunca lo volvía a armar. Recuerda especialmente la alegría que sentía cuando su tía llegaba del trabajo y él corría a verla, para ver películas juntos, recostado sobre su cadera. Con su hermana tenían las “típicas peleas de pequeños”. La abuela le decía: “Estese quieta, no moleste a su hermano porque le va a pegar”, y él aclara: “porque yo era hombre y la iba a golpear, ¿viste? Me molestaba y yo reaccionaba. Siempre quise a mi hermana, la quiero un montón. Con los años le pedí disculpas, porque yo le hice la infancia medio difícil por eso”.
Martín asegura que en la casa la autoridad la tenía la abuela, que era “medio castigadora”. Recuerda una vez que, en lugar de esperarla en la puerta de la escuela, salió un poco más temprano y la esperó en la esquina. Cuando su abuela lo vio, le cambió la cara: “espérese que lleguemos a la casa”. “Uy, entonces yo ya sabía. Era medio tétrico, porque llegábamos y empezaba. Cerraba la puerta, preparaba el cincho o algo y yo me metía debajo de la cama o algo así. Me daba con un cable a veces”.
Como no lo dejaban salir mucho, Martín se “fugaba” de su casa para pasar un rato en la calle con los hijos de la familia que vivía enfrente. Lo molestaban siempre, era “el niño bullying de la cuadra”. Siempre le decían “gordo”, otras cosas “pesadas” y lo golpeaban. Para él eran los únicos amigos que podía tener. Algunos eran chicos de su edad, pero también había otros más grandes y algunos adultos que también “se ponían a pavear” en la calle. Recuerda que una vez, uno de los padres de esos chicos dijo: “¡agarren al patojo!”. El patojo era Martín. Lo pusieron de cabeza, le bajaron el pantalón y le echaron suavizante en el trasero. Todos se reían. Él subió el pantalón y se fue llorando para la casa. “Y eso me quedó, ¿viste? En mi mente, yo decía: “qué hijos de la gran…”.
En la escuela primaria, también pasaba malos ratos. Todos lo querían asustar, lo tenían de punto y él “se la tenía que bancar”. Así fue hasta el día en que todo cambió. Le gustaba una chica que también le gustaba a uno de los chicos que siempre se metía con él. Una tarde, como muchas otras, el chico se burlaba de él y lo golpeaba, pero esta vez lo hacía delante de ella:
Yo estaba llorando y cuando la vi a ella, me estaba mirando a los ojos directamente, y sentí como que me decía: “te están agarrando de mula y no vas a hacer nada”, ¿viste? […] Con la mirada me dijo todo. Y ahí me volteé y le rompí la cara, pero literalmente. No sé cómo, pero lo agarré, ¡pam, pam, pam, pam! Yo había pegado otras veces, pero pegaba una y sabía que me iban a pegar. Pegaba y corría. Pero esa vez, lo agarré y él no hizo nada, no metió la mano ni hizo nada. Entonces le quebré la nariz. No sé, le sangraba. Y yo estaba golpeándolo en el piso hasta que llegó el primo y me pegó en la cara y ahí reaccioné. Me quedé en shock, me pegaban los dos, pero yo ya no metía ni nada. Y ahí me fui, con el ojo morado y la boca reventada.
Le había roto la nariz a uno de los chicos que “peleaban bien”, y todos decían: “Uh, ¡qué te parió!”. Se empezó a “avivar”, y se dio cuenta de que podía defenderse. Se juró que nunca más lo iban a agarrar de punto. Empezó a colgar los peluches de su hermana en la pared y a golpearlos como si fueran un saco de boxeo. Si alguien le iba a hacer algo, él iba a defenderse, porque “cuando vas creciendo te van gustando las chicas y lo que uno no quiere es que le digan maricón o que te molesten así. Y eso era como: `No soy maricón y te lo demuestro, no me ahuevo´”. Lo seguían molestando, pero se dio cuenta que era al “más débil” al que siempre molestaban.
Entonces cuando yo veía que había uno más débil que yo, yo podía ser más fuerte que él, y lo podía molestar. Ya no me ponía en el lugar de pato, todavía lo era, pero no era el último. Era como una gradita, como el alfa. No era el cabecilla ni nada, pero en el círculo que fui armando ya era yo el que molestaba, el que pegaba.
Ya no era “el niño de casa”, que salía, lo golpeaban y volvía llorando. Recuerda que fue a los 14 años cuando empezó a tener un “pensamiento de calle”, a fumar, a estar con gente que andaba en el alcohol, a “formar su identidad de hombre” mirando las actitudes de los mayores, a hablar como ellos, a decir malas palabras, a escupir, a orinar en la calle…
En esos años, Martín empezó a estar ansioso. En la esquina donde se juntaban, todos hablaban de sexo y él no. Pero quería “ser hombre”. Una mañana, conoció una chica diez años mayor. A la tarde se vieron en el parque y a la noche se encontraron en una obra en construcción:
Nos besamos, nos calentamos y ahí fue. Yo no sabía, literalmente, cómo ponerla, nada. Y me dolió, ¿viste? Y yo en mi mente decía: `esto no está bueno, me duele´. Me dolía y no sentía mucho de lo que hablaban mis compadres. Pero en un momento sentí algo rico, ¿viste? Pero yo no sabía que estaba acabando, eyaculando.
Después de esa noche, volvió a encontrarse en la esquina donde todos se juntaban y les contó. “¡Oh, se volvió hombre!”, dijeron todos. Martín se dijo a sí mismo: “Ya entré en este club”. Para él era un orgullo poder hablar de eso. Recuerda que desde ese momento su vida cambió. Ya no miraba a las mujeres como amigas, quería “agarrárselas”.
Al tiempo, tuvo su primera novia. La quería, pero ella un día no lo quiso más y le “rompió el corazón”. Desde ese momento, se dijo que sólo iba a ponerse de novio para que ellas “cedieran”. Calculaba cuánto tiempo iban a tardar: una semana, quince días… Sólo las iba a tener para “agarrárselas”, “nada de cariñito, de amor”, “después de eso, chau”. Empezó a “leer” y a “estudiar” sobre la sexualidad de las mujeres. Quería que cada mujer que estuviera con él, lo recordara por eso. Cada vez que terminaban y ellas le decían “¡wow!”, lo sentía como un “alimento”, como un “orgullo”. Quería tener esa fama. La sexualidad estaba relacionada con ser hombre: “entre más mujeres tenías, más guapo”. Él venía de ser el gordito, el asmático, pero quería ser como sus amigos, que todas se enamoraban de ellos. Así que aprendió a “hablar”, a “seducir” a las mujeres.
Yo decía: “Yo también quiero eso”, como ser hombre en cierta forma. Ser macho, tener una acá, otra allá, todas te las andás agarrando. Entonces, entre más mujeres tenía, entre más experiencias tenía, mejor. Y mejor si mis amigos las conocían, ¿viste? Por ahí no era en la zona, pero yo trataba de que las conocieran para que dijeran: “¡Andás con buen culito!” y yo decía: “¡Sí, soy macho!”, ¿viste? No sé cómo es que se mezcla ese pensamiento, pero es como que entre más mujeres tenés, más hombre sos, sos más atractivo a la vista de los hombres. Pero para las mujeres sos un perro, sos un mujeriego. Pero uno no piensa mucho en las mujeres. Uno piensa en cómo los hombres lo ven, da como un respeto entre los hombres cuando hablan de esa forma, ¿viste?
A los 15 años conoció el baile. Vio a un inglés que hacía breakdance y se dijo: “yo quiero eso”. Empezó en su casa a hacer ejercicio, a practicar. Iba a los eventos que había en su ciudad, miraba y aprendía. Empezó a frecuentar los ensayos de un grupo. A los 16, consiguió entrar a uno de los grupos de breakdance. Eran muy buenos, profesionales, llegaron a bailar en Europa. Encontró una identidad y una forma de reconocimiento. Se mudó con sus compañeros de baile. Después de ensayar se iban de fiesta, bailaban en el centro de la pista del boliche y la casa invitaba los tragos, eran los protagonistas de la noche. Recuerda esa etapa de su vida como un “desorden”: ahí empezó a tomar cerveza, a fumar marihuana, a tomar cocaína y su sexualidad se “desparramó”: “tenía fama, tenía plata, era bueno para bailar, estaba bien, y tenía relaciones con una mujer distinta cada noche”.
En las entrevistas y en los encuentros grupales, Martín habló en muchas oportunidades de la presencia de la violencia en su vida cotidiana en su ciudad natal. Desde pequeño vio como sus amigos de la infancia iban muriendo: “no por causas naturales, sino porque los mataban, los lapidaban, los macheteaban”. Recuerda que a los 14 o 15 años, cuando aún observaba los ensayos del que sería después su grupo de baile, conoció a un muchacho que vendía bebidas calientes y pasaba siempre por la sala con su carretilla de camino al mercado. Cuando no estaba trabajando, fumaba crack en la esquina con otros compadres. Ahí lo conoció Martín, que se llevaba bien con él. Un día, se enteró que encontraron el cuerpo del muchacho en el parque. Corrió a ver qué había pasado:
Y estaba ahí atrás del parque, lapidado. Tenía la cara roja, inflamada, pachada. Había una piedra gigante al lado, tenía la cara roja, roja, roja, toda roja. El pelo lo tenía como que se hubiera teñido, ¿viste?, tieso, para arriba. Y había un palo en la pared, con sangre. Habían dicho que se lo habían metido en el trasero. Había marcas de la mano de él en la pared. Era una escena así, ¿viste? Y yo estaba arriba en el parque viéndolo y no lo creía. Si hace poco lo había visto.
Cuando ya bailaba, tenía un amigo que estaba aprendiendo. Era expandillero, ya no consumía, y estaba apasionado con el baile:
Una persona de diez. Siempre llegaba, me saludaba, me abrazaba. Una noche yo estaba ensayando y él subió a su clase. Luego bajó y me dice: “Me voy, carnalito”. Nos abrazamos, nos dijimos “cuídese”, y esa noche nos dijimos “te quiero carnal”, y él salió. Yo me puse a prepararme las rodilleras, las cosas para bailar y estaba en eso cuando llegó otro amigo, […] todo agitado y dice: “Lo mataron a Juan”. Ni me quité el casco y salgo corriendo: “¡Adónde!”, “En la esquina está tirado”. Voy corriendo, y cuando lo miro le habían pegado tres tiros, en la espalda, en la cabeza. Y yo llego y lo veo así en los últimos respiros, la mirada perdida. Lo agarraba y le decía: “¿Me escuchás?”, no sé, en shock. Ahí llegó la ambulancia, la gente. Me quedé en shock, me quedó sangre de él, y yo lo agarraba y decía de todo. Y se lo llevaron en la ambulancia y murió en el camino. Y eso me pegó. Así pasó con muchos, año tras año.
El contexto en el que Martín creció está marcado por la violencia: pandilleros, dealers, policías, sicarios, robos, torturas, ajustes de cuentas. Asegura que especialmente en los últimos años, la gente se volvió muy loca. Amigos suyos le contaban que mataban por placer, que era como una droga para ellos: “Al que llegó a su casa después de robar y no mató, le tiemblan las manos, quiere ir a matar. Culturalmente pensamos así, a ese punto llegamos, la vida del otro no importa”. Recuerda esas dos escenas como las que lo marcaron, pero no fueron las únicas, cada tanto aparecían los cuerpos de otros amigos:
Es diario. Allá se habla de eso, ¿viste? Los secuestran, los torturan, los amarran, los balean, les hacen de todo. Por ahí vos te levantás en la mañana y está toda la zona acordonada porque mataron a alguno. Yo hice como un pacto conmigo, dije: `Un día yo me voy a vengar de la gente mala´.
Martín asegura que llegó a adoptar parte de ese modo de vida. Considera que, por su cultura, por su país y por el estatus social que tiene, la vida de pandillero lo marcó: “La adopté, porque también es necesario. Si vos no pensás así, sos presa”. Relata que fue creando también un “espíritu”, una “energía pesada”. Si se cruzaba con alguien por la calle, tenía que ser “más pesado”. Tenía que saber con quién bajar la mirada, pero con la gente que iba a querer dominarlo, les tenía que transmitir eso. Era necesario crearse un pensamiento de pandillero, y creérselo. Reconoce que tal vez no todos fueran así, pero para él fue así. No fue un pandillero, pero muchas de sus formas de pensar, de vivir, de reaccionar, eran como si lo fuera: peleas, amenazas, querer matar: “Allá cuando decimos `te voy a matar´, no es como acá. Allá se dice de una manera en que sí, sabés que va a pasar. Pero a mí, gracias a Dios, el baile me dio muchas oportunidades”.
A los 17 años conoció a Laura. Ella era novia de un amigo suyo, y él, novio de una amiga suya. Se hicieron amigos. Era muy sincero con ella. Fue la primera mujer con la que sintió que fue sincero en todo sentido. Le contaba todo y hablaban de todo, lo que él hacía, lo que le pasaba, todo. Y ella también lo hacía con él. Con el paso del tiempo se fueron dando cuenta que se gustaban y empezaron una relación. Él tenía 18 y ella 15. Para él fue su primera novia, “así, novia, novia”. Recuerda que con ella vivió el proceso de esperarla a que se sintiera cómoda para tener “toda la intimidad”, cosa que nunca hizo con otras mujeres.
Sin embargo, Martín sintió muchas veces que no le importaba a Laura. Él le preparaba el desayuno, o el almuerzo cuando ella llegaba de trabajar, pero a ella no le gustaba cocinar, no hacía ese tipo de cosas, y el sentía que no lo cuidaba, aunque Laura se encargara de lavar y doblar la ropa, de mantener el orden y limpiar. Martín recuerda especialmente que no sentía que lo respetase. Ella le hablaba mal enfrente de la gente, de sus amigos:
Entonces yo decía: “¡Uy, yo quiero un respeto!”, ¿viste? Y lo buscaba de mala forma con ella. Cuando yo le decía: “Che, hacé algo o pasame eso”, ella me decía: “Hacelo vos”. Y yo me tenía que levantar y todo eso. O la forma en la que a veces me hablaba. A veces ella no sabía que un amigo había llegado y me hablaba sin saber, como me hablaba siempre y yo sentía que me faltaba el respeto, como que me mandaba. Y cuando ella se daba cuenta que él estaba ahí, se quedaba así, y ya me hablaba diferente. Y luego me pedía perdón, ¿viste? Y yo le decía: “No solo cuando está la gente tenés que hablarme bien, cuando no está también”. Entonces, eso me hacía sentir como que no me respetaba, ¿viste?
La primera vez que la golpeó, fue por la sensación de haberse sentido un “estúpido”. Llevaban tres o cuatro meses juntos. Él estaba ensayando y ella estaba con una amiga afuera....
Table of contents
- Portada
- Portadilla
- Legales
- Prólogo
- “Volver a Juan”: a modo de introducción
- Primera parte: Violencia y género en las relaciones de pareja: monos, locos y machos
- Segunda parte: Poder, vulnerabilidad, (des)equilibrios y quiebras en la masculinidad de los hombres que han ejercido violencia contra sus parejas
- Reflexiones finales
- Anexo
- Agradecimientos
- Bibliografía