XI. El club de los siete
«La vida nunca se vuelve insoportable por las circunstancias, sino solo por falta de significado y propósito».
Viktor Frankl
«Razonar y convencer, ¡qué difícil, largo y trabajoso! ¿Sugestionar?, ¡qué fácil, rápido y barato!».
Santiago Ramón y Cajal
«No sé cómo me meto en estos berenjenales –me dije, mientras repasaba por enésima vez las notas de mi intervención–. Debería aprender de esos maestros de la asertividad que, con la mayor soltura, dicen no a tiempo y con gracia». Consulté la hora en el móvil; se me había echado el tiempo encima. Metí los folios en la carpetilla y pasé al baño para atildarme y anudar mi corbata, lo que me costó, pues desde que me había prejubilado había abandonado esa rutina. La imagen que me devolvía el espejo no me desagradó: piel tostada por los paseos, abdomen en una cota aceptable y el toque interesante de las canas que escalaban por mis sienes. Por último me atusé el pelo y difuminé por mi cara una sutil dosis de colonia. Ya estaba listo.
Carmen, mi mujer, ojeaba un libro de recetas en su sillón favorito, con la música de Queen de fondo. La miré un instante sin delatar mi presencia. Se había recogido el pelo con un lapicero, sus gafas de cerca estaban en la punta de su nariz y mordisqueaba el rotulador de marcar; resultaba coqueta sin pretenderlo. Seguro que le gustaría acompañarme, pero me daba apuro quedar mal ante ella y pretexté que solo asistían profesionales y socios.
–Adiós, pecosa –le dije, y le planté un beso nada rutinario en los labios, que ella recibió con frialdad–. No creo que llegue muy tarde.
–Pues vale; que te salga bien –contestó sin mirarme.
–¿Y esa cara?, ¿te pasa algo?
–No, Félix, no me pasa nada, pero me gustaría saber cuándo vas a sacar un hueco para mí; tenemos que hablar del restaurante.
Salí a la mortecina tarde de febrero preocupado por la actitud de Carmen; ya pensaría en ello después. En el taxi ojeé el programa del «Parlamento de los Recursos Humanos». Según me explicó Irene Díaz de Otazu, era una iniciativa de «escRHitores», un grupo de directivos de Recursos Humanos, apoyada por la Asociación de Gestores de Talento (AGT), a cuya directiva pertenecía. El tema de la jornada era «¿Gestores de crisis o apagafuegos?», sobre el que teníamos que debatir al estilo de los diputados. La iniciativa despertó mi curiosidad, y además a Irene no le podía decir que no.
En el trayecto nos topamos con una manifestación de motoristas de reparto, la versión actual de los míticos jinetes del «Pony Express», lo que nos retrasó. Pensé que hubiera sido mejor ir a pie; mi casa no quedaba lejos del lugar de la cita. La radio del taxi vomitaba retazos de la actualidad; destacaba lo del virus chino, que al parecer causaba estragos en Italia. Según un portavoz oficial, «aquí podíamos estar tranquilos». Agradecí que me tocase en suerte un conductor silencioso; no tenía muchas ganas de conversación tras el comentario de Carmen al despedirnos.
Al entrar al edificio acristalado, sede de un prestigioso bufete, me crucé con algunos abogados jóvenes, que parecían recién desembalados: trajes estrechos de marca, corbatas ellos, maquillaje ligero ellas y zapatos relucientes todos. Llevaban el orgullo de la élite pintado en la cara y los portátiles en bandolera. Me recordaron las peripecias del protagonista de La Tapadera, la novela de Grisham: jornadas que excedían las doce horas, palmaditas de los socios y competitividad despiadada para alcanzar el olimpo del bufete, donde los elegidos encontrarían el tesoro del estatus y las monedas de oro.
Tras superar el control de seguridad me dirigí hacia una especie de islote que emergía de un mar de mármol. Todo aparecía impoluto, hasta la recepcionista, que me recibió tan atenta como perfumada desde su uniforme ceñido.
–Buenas tardes, señor, ¿en qué puedo ayudarle?
Desplegué mi sonrisa madura y le dije que venía a lo del «Parlamento». Ella consultó el listado de asistentes hasta encontrar mi nombre y me indicó la escalera que descendía hacia la sala de conferencias.
Restaba poco para el comienzo y ya habían llegado los primeros invitados. Enseguida distinguí a Irene. Lucía un vestido con volantes y unas gafas de montura roja a juego con el color de sus zapatos. Hacía tiempo que no la veía y, según me acercaba, noté un hormigueo leve y un calor súbito en las mejillas, que esperaba que ella no apreciase.
–¡Que alegría tenerte aquí! –me saludó, plantándome dos besos con aroma a jazmín, a la vez que posaba sus manos delicadas en mis hombros.
–Te veo estupenda, Irene. Oye, me he preparado a conciencia; espero no defraudar –dije con una sonrisa.
Irene me aseguró que lo iba a hacer muy bien.
–Te he visto salir airoso de muchas refriegas sindicales y esto no será peor –me dijo sonriente.
Agradecí el gesto de confianza, pues nunca había ejercido de tribuno. Luego accedimos a la sala semicircular, dotada de un amplio aforo y los recursos para emitir el evento en streaming. En el estrado habían dispuesto una mesa larga con micrófonos y, tras ella, una pantalla con el título de la jornada. En los laterales pude ver sendos atriles de metacrilato para los ponentes; solo faltaban los ujieres para semejar el Congreso.
Ya estaban en la sala la presidenta del Parlamento y el resto de oradores, a los que me presentó Irene. Juntos repasamos los detalles del debate que, según nos recordó la presidenta, debía ser tan incisivo como irónico. También saludamos al presidente de AGT, un referente en el mundillo de los Recursos Humanos, cuyo porte me recordó al de un senador romano.
Los invitados se acomodaron y, a las seis en punto, abrió la sesión la presidenta, que transmitía la impresión de mujer sobria y con carisma. Con voz diáfana presentó el tema del debate y a los parlamentarios; luego repasó las reglas del juego, con una mezcla equilibrada de simpatía y rigor, insistiendo en el control de los tiempos. La acompañaban en la mesa Irene y «el letrado del Parlamento», un jurista repeinado, cuyo papel consistía en aportar el punto de vista legal al tema de la sesión.
Durante la introducción me fijé en los ocupantes de las butacas, entre los que distinguí algunos rostros familiares. Había profesionales de diverso pelaje: jóvenes, maduros, clásicos y hasta hípsters. Me pregunté si les merecía la pena acudir a esos saraos o si era solo una coartada para escaquearse de la oficina. También lancé alguna mirada furtiva a Irene; parecía mentira, cuatro años ya desde mi salida de Green.
Gelmírez, el parlamentario ponente, un directivo de Recursos Humanos con fama de duro y resolutivo, inició el debate. Con voz segura, y sacándose las gafas de manera teatral tras cada consulta a sus papeles, defendió la necesidad de contar con buenos apagafuegos en la empresa. Contrapuso la figura «bomberil» a la de los gestores timoratos, que en sus palabras «no se mojan ni en los diluvios y el desastre les sorprende siempre en plena confección de un PowerPoint sin sustancia». Concluyó sus seis minutos de gloria, los que le concedía el reglamento, afirmando que no concebía un buen gestor de personas sin las virtudes del apagafuegos.
Tras la intervención, los asistentes intercambiaron miradas cómplices y se susurraron comentarios. Entre sorbos de agua mineral y consultas al móvil, aguardaban expectantes a los siguientes parlamentarios.
En esos momentos pensé en mi carrera profesional, seguro que muy distinta a la de Gelmírez, que debió iniciarse muy cerca de la cúspide. Hijo de una familia humilde, yo me críe en un barrio obrero de Madrid y antes de cumplir los dieciocho accedí a mi primer empleo. Eran los años 70 y aquella prestigiosa empresa en la que empecé presumía de s...