La enfermedad invisible
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La enfermedad invisible

Superar la depresión

José Ramón Alonso

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La enfermedad invisible

Superar la depresión

José Ramón Alonso

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En los últimos tiempos se ha producido un sostenido incremento en la incidencia de la depresión.Se trata de una enfermedad que mina de forma notable la calidad de vida de quien la padece, afecta negativamente a su productividad e incluso acorta la esperanza de vida. Pero a pesar de su frecuencia y gravedad, sigue siendo una enfermedad estigmatizada e invisibilizada, que injustamente se mantiene oculta y se aborda desde la vergüenza y el silencio culpabilizador.Sin embargo, nadie es responsable de sufrir una depresión, ya que aquí no hay culpables. La persona deprimida no está simplemente triste o melancólica (dos emociones naturales), sino que padece una dolencia que afecta al organismo, al sistema nervioso, al pensamiento, a las emociones y al comportamiento. La buena noticia es que los pacientes deprimidos sienten que las cosas mejoran cuando saben exactamente lo que les está pasando, y se dan cuenta de que sufren una enfermedad, dura y larga pero curable.Este libro pretende ayudar en ese proceso, destacando las cosas que contribuirán a la recuperación y aquellas en las que no se debe caer.

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Information

Year
2020
ISBN
9788413610788

PARTE I
COMPRENDER LA DEPRESIÓN

¿Qué es la depresión?

La depresión o trastorno depresivo es una enfermedad muy común y de larga duración que provoca que una persona se sienta triste, irritable o vacía y que se caracteriza por la falta de ánimo, la pérdida de interés por la vida cotidiana y sus placeres, los sentimientos de culpa o baja autoestima, las alteraciones en el sueño y en el apetito, la sensación de fatiga o falta de energía y los problemas para concentrarse en un objetivo determinado. La persona deprimida no tiene la misma capacidad que cuando está sana y, aunque hemos identificado algunos factores de riesgo, no está claro qué es lo que nos lleva a sufrir esta enfermedad.
La depresión afecta al organismo, al sistema nervioso, al pensamiento, a las emociones y al comportamiento. Se han observado cambios en la organización cerebral de las personas deprimidas, por lo que puede extrañar su profundo impacto sobre la actividad mental y que afecte a todas las actividades de la vida cotidiana. Dominan las ideas negativas en el pensamiento, el estado de ánimo es muy bajo y la falta de autoestima hace creer al enfermo que no vale para nada y que su familia o su pareja estarían mejor sin él o ella. No es verdad. Las personas deprimidas son las mismas que cuando estaban sanas, pero, igual que con una fuerte gripe no podemos hacer deporte o trabajar como cuando estamos bien, quien tiene una depresión no es capaz de relacionarse, de disfrutar de la vida como cuando no está deprimida. Sin embargo, es el mismo individuo y puede volver a estar bien.
La persona deprimida tiene más preocupaciones, se siente más ansiosa, se nota con menos capacidad para amar, no encuentra nada que le dé placer, maneja la ira de una forma diferente, disminuye su sentimiento de esperanza, cree que nada ni nadie le puede ayudar y tiene sentimientos de culpa que, muchas veces, no están ligados a nada concreto. Se trata de una sensación difusa de oscuridad y desesperanza.
Uno de los errores más frecuentes es considerar que la depresión es únicamente tristeza. A menudo el sentimiento preponderante no es el de estar triste, sino falta de confianza en el futuro, letargia, irritabilidad y muchas otras emociones. Además, diferentes personas presentan depresiones muy distintas entre sí. La depresión no es algo sencillo y claro, es un síndrome amplio que incluye numerosas enfermedades parecidas y que tienen algunos síntomas comunes, igual que el cáncer incluye muchos cánceres diferentes. Además, no todas las personas que están en fases depresivas o maníacas padecen todos los síntomas de estos trastornos. Algunas presentan unos pocos síntomas, otras tienen muchos; algunos son graves, otros son leves. La gravedad de los síntomas varía dependiendo de la persona y también puede cambiar con el tiempo. La diversidad de tipos de depresión se manifiesta en cosas como qué fármacos son eficaces. Así, algunos especialistas piensan que, si no se ven respuestas en las primeras veinticuatro horas tras tomar ketamina, es muy posible que no haya ninguna mejora tras el uso de esa medicación, aunque se haga de forma prolongada. Otra posibilidad es que los distintos tipos de depresión tengan distintas firmas metabólicas y que eso se pueda distinguir en el futuro con, por ejemplo, una analítica en una muestra de sangre o un escáner cerebral que permita determinar la actividad en varias de las zonas encefálicas implicadas en este trastorno del ánimo. Es un tema que todavía esconde muchas incógnitas, pero del que cada día sabemos más.
Las principales señales de depresión
  • Estado de ánimo triste, ansioso o «vacío» de forma persistente.
  • Sentimientos de desesperanza y pesimismo.
  • Sentimientos de culpa, inutilidad y desamparo.
  • Pérdida de interés o placer en pasatiempos y actividades que antes se disfrutaban, incluyendo las relaciones sexuales.
  • Disminución de energía, fatiga, agotamiento, sensación de estar «a cámara lenta».
  • Dificultad para concentrarse, recordar y tomar decisiones.
  • Insomnio, despertarse más temprano de lo normal o dormir más de la cuenta.
  • Pérdida de peso, de apetito o de ambos, o, por el contrario, comer más de la cuenta y aumento de peso.
  • Pensamientos de muerte o suicidio; intentos de suicidio.
  • Inquietud.
  • Irritabilidad.
  • Síntomas físicos persistentes que no responden al tratamiento médico, como dolores de cabeza, trastornos digestivos y otros malestares crónicos.
La depresión no es algo que se nos cruce en la cabeza; es una enfermedad grave y compleja, con una evolución larga y que para un reducido número de personas termina con la muerte. Con el fin de conseguir una mejoría y salir de la depresión, la mayoría de los afectados necesitan un tratamiento, y muchas de las personas deprimidas que son tratadas se curan o mejoran de manera notable.
Un trastorno del ánimo es una de las experiencias más duras por las que se puede pasar en la vida y no ha de minimizarse su importancia ni para la persona que lo sufre ni para el conjunto de la sociedad. Son muchos los adolescentes y adultos (algunas estimaciones, como se ha dicho, hablan de uno de cada seis) que en algún momento de su vida padecen una depresión. Se trata de un trastorno del ánimo que no conoce barreras geográficas, socioeconómicas, étnicas, de sexo ni de edad. En efecto, aunque es más común en mujeres jóvenes, cualquier persona puede padecerlo. Suele mostrar sus primeros síntomas en edades comprendidas entre los 15 y los 30 años.
El trastorno depresivo afecta a los instintos más básicos de la persona: comer, dormir, tener relaciones sexuales, cuidar de uno mismo, luchar por vivir… Los problemas relacionados con estas facetas de la vida pueden convertirse en crónicos o recurrentes y llegar a afectar gravemente a la capacidad de una persona para encargarse de sus responsabilidades y tareas diarias, incluyendo la vida profesional, la familiar y la personal.
La depresión es un problema global, uno de los principales problemas sanitarios de la humanidad por su coste personal, familiar y social. Un 5 % de la población sufre al menos un episodio de depresión grave en su vida. La cifra alcanza el 15 % si incluimos depresiones de intensidad más moderada. La enfermedad es responsable de más años perdidos (76,4 millones) que cualquier otra condición o problema de salud. Esto es debido al alto número de personas afectadas y a que en muchos casos la depresión se prolonga durante años. Cuando se consideran conjuntamente los factores de discapacidad y muerte, a escala mundial la depresión ocupa el noveno lugar, por detrás de «asesinos» bien conocidos como la enfermedad coronaria, el ictus o el VIH. Sin embargo, los efectos de la depresión se agravan por la ausencia de terapias verdaderamente eficaces y, en general, por la escasez de recursos para la salud mental. En relación con esto último basta tener presente el siguiente dato: la mitad de la población mundial vive en países donde hay menos de dos psiquiatras por cada cien mil habitantes (en Suiza, por ejemplo, hay cuarenta).
El país que tiene el mayor índice de depresión es Afganistán, con un 22,5 % de la población afectada, y es precisamente uno de los peor equipados para luchar contra ella, con tan solo 0,16 psiquiatras por cada cien mil habitantes. Los conflictos bélicos son un claro factor de riesgo en la depresión, al igual que los abusos sexuales en la infancia y la violencia doméstica. Asimismo, el estrés crónico favorece la aparición de la depresión.
Otro problema que influye sobre la alta prevalencia de la depresión a nivel mundial es la escasez de fondos para investigación. Cada año, Estados Unidos dedica 5274 millones de dólares al cáncer, 1230 a la enfermedad coronaria, 1007 a la diabetes, 504 al alzhéimer y 415 a la depresión (fondos de los National Institutes of Health o NIH, datos de 2013).
La enfermedad tiene, además, una mala imagen asociada, pues se presupone que quien la padece tiene algo que ver con su aparición o con su posible mejoría. De ahí que cerca de la mitad de los individuos con depresión no lo cuente o no intente buscar un tratamiento. Por lo tanto, a la dureza de este trastorno del ánimo se une que afecta a aspectos básicos de nuestra vida, a la satisfacción con nuestra existencia, a nuestros objetivos y esperanzas, a la calidad de vida. Más aún, la depresión es una de las causas principales de suicidio.
Finalmente, muchas personas y profesionales consideran que la depresión es un trastorno recurrente y discapacitante y que tiene un pronóstico bastante negativo. Sin embargo, hay estudios que muestran que una parte de aquellos que han sufrido una depresión gozan de una condición magnífica diez años más tarde, con unos indicadores comparables al 25 % de la población en situación óptima, y presentan una recuperación completa. Es decir, la depresión se puede curar y una parte de las personas deprimidas sale de ella y alcanza una magnífica calidad de vida. Cuanto más sepamos sobre este trastorno del ánimo y sobre cómo afrontarlo, más personas tendrán esa evolución positiva.

Perspectiva histórica

Tenemos datos acerca de la depresión nerviosa desde que existe un registro histórico, con los primeros rastros de escritura en unas tablillas mesopotámicas de arcilla de hace cinco mil años. En ellas se habla de una tristeza anómala causada por espíritus malignos. Hay también rastros de la depresión en el antiguo Egipto. Un ejemplo precioso es un poema titulado Diálogo con su alma de un hombre cansado de la vida que se encuentra en el Papiro Berlín 3024:
La muerte está hoy ante mí
como la curación de una enfermedad,
como un paseo tras el sufrimiento.
La muerte está hoy ante mí
como el perfume de la mirra,
como el reposo bajo una vela en un día de gran viento.
(...) como un camino tras la lluvia,
(...) como un retorno a casa después de una guerra lejana
(...)
Durante siglos, la depresión fue considerada un problema espiritual, para algunos causado por una posesión demoníaca, y la trataron más los sacerdotes que los médicos. Mientras perduró la idea de que su origen estaba en algún tipo de posesión por seres malignos, se la combatió con exorcismos, azotes, ataduras o privación de comida, todo con el objeto de hacer del cuerpo del paciente un lugar incómodo y, así, sacar y alejar de él a esos malos espíritus.
La ciencia griega fue rompiendo con muchas de esas ideas supersticiosas sobre la enfermedad. Hipócrates escribió que los tipos de personalidad y las enfermedades mentales estaban determinados por la distribución de cuatro líquidos corporales, los llamados «humores»: bilis amarilla, bilis negra, flema y sangre. Así, un exceso de sangre provocaba comportamientos hiperactivos (maníacos, en la terminología actual), mientras que el exceso de bilis negra daba lugar al abatimiento, la apatía y a un manifiesto sentimiento de tristeza, la «melancolía» (melas significa ‘negro’ y kholé, ‘bilis’). Esta fue descrita como una enfermedad, con síntomas físicos y mentales característicos. «Todos los miedos y desánimos —decía Hipócrates en sus Aforismos—, si duran un tiempo largo, son sintomáticos de esta enfermedad»; y los melancólicos, como consecuencia de ese desánimo, «odian todo lo que ven y parecen continuamente apenados y llenos de miedo, como los niños y los hombres ignorantes que tiemblan en la oscuridad».
Los remedios propuestos por Hipócrates incluían la sangría (sacar sangre del cuerpo), el baño, el ejercicio físico y la dieta. Otros médicos griegos y romanos empezaron a tratar la depresión como un problema físico y sus terapias incluían, además de lo citado anteriormente, masajes, música, extracto de amapola y leche de burra. No suena mal, pero Cornelio Celso (25 a. C.-50 d. C.) recomendaba, como «tratamiento», hacer pasar hambre a los pacientes, encadenarlos con grilletes y darles palizas, con el fin de provocar en ellos una reacción y alejar así aquella sombra oscura.
Galeno continuó las teorías de Hipócrates, pero Cicerón, en contra de lo dicho por ambos sabios, planteó que la melancolía la causaba un miedo o un sentimiento de rabia o de tristeza, es decir, que tenía una causa mental en vez de física. En aquel entonces, la melancolía era un concepto mucho más amplio que el de la depresión actual. Se otorgaba especial importancia a una serie de síntomas que incluían la tristeza, el rechazo y el desaliento, y a menudo también el miedo, la furia, los delirios y las obsesiones.
Tras la caída del Imperio romano, el mundo árabe se convirtió en la zona de mayor desarrollo cultural y científico. Sabios persas como Rhazes (865-925), médico jefe en el hospital de Bagdad, juzgaban adecuadamente al cerebro como el órgano donde tenía lugar la enfermedad mental y la melancolía. Los tratamientos habituales incluían la hidroterapia (baños) y una forma primitiva de terapia conductual: recompensar al paciente tras un comportamiento apropiado. En el siglo XI, Avicena describió la melancolía como un tipo depresivo de trastorno del ánimo en el que la persona se volvía suspicaz y desarrollaba fobias.
En las zonas cristianas hubo una regresión del conocimiento que afectó también a la explicación de la enfermedad mental y de la depresión. En una época de superstición, se extendió la creencia de que las personas con trastornos mentales y psiquiátricos estaban poseídas por demonios o eran víctimas de brujerías y que, incluso, podían contagiar a otros su locura. Entre los tratamientos de la época estaban los exorcismos y también sumergir en agua o tratar con fuego, medidas que a veces terminaban causando la muerte del afectado. En ocasiones, a las personas deprimidas se las encadenaba, se las ataba a camas o se las internaba en los denominados «asilos de lunáticos», el antecedente de los hospitales psiquiátricos.
Con el Renacimiento echó a andar la ciencia actual. En 1621, Robert Burton publicó Anatomía de la melancolía, una obra enciclopédica donde describía las causas psicológicas y sociales de la depresión (pobreza, miedo y soledad) basándose en sus observaciones y en su propia experiencia. Los tratamientos que proponía Burton en esta obra enciclopédica eran la dieta, el ejercicio, las distracciones, los viajes, las purgas, las sangrías, los remedios herbales, el matrimonio y la música.
El término depresión apareció un poco más tarde. Proviene del verbo latino deprimere, que significa ‘presionar hacia abajo’ y también ‘subyugar’ o ‘abatir’. En 1665, el escritor inglés Richard Baker habló de alguien que tenía «una gran depresión de espíritu». El término se asentó y se adoptó en otras disciplinas como la fisiología y la economía.
Durante la Ilustración, en el siglo XVIII, se pensó que la depresión era algo hereditario, una debilidad del temperamento, lo que condujo a que la gente pensara que las personas deprimidas debían ser encerradas o al menos mantenidas ocultas dentro de las casas. Un resultado de esta percepción era que muchas de ellas quedaban aisladas, encerradas en un círculo vicioso donde no podían hacer amigos ni desempeñar un oficio, lo que a su vez provocaba que no tuvieran vivienda propia o cayeran en la pobreza y fueran finalmente confinadas en instituciones para enfermos mentales. La melancolía se clasificó en treinta tipos diferentes, uno de ellos la hipocondría, que terminó siendo considerada otra enfermedad distinta.
Al final de esta época se pusieron en boga diversos tratamientos, como el ejercicio, la dieta, oler tierra mojada o escuchar música. Junto a ello, algunos médicos empezaron a plantear que servía de ayuda hablar sobre los problemas con un amigo o un profesional; es decir, la psicoterapia tal como hoy la conocemos dio sus primeros pasos. Otros médicos entendían que la depresión era el resultado de un conflicto interno entre lo que se deseaba y lo que se sabía que estaba bien, mientras que los intentos de encontrar una causa orgánica para este trastorno no produjeron ningún resultado útil.
En esta época surgieron tratamientos novedosos, como la inmersión en agua (los pacientes se mantenían sumergidos tanto tiempo como aguantaran), una silla giratoria para causar mareos (pues se creía que el «centrifugado» del paciente podría colocar los contenidos del cerebro en la posición correcta), la equitación o el uso de eméticos (fármacos que inducen el vómito) y enemas. También se dice que Benjamin Franklin desarrolló una versión primitiva de la terapia del electrochoque.
A finales del siglo XIX y comienzos del XX en Estados Unidos empezó a darse con mucha frecuencia un diagnóstico: el de neurastenia o «debilidad mecánica de los nervios». De hecho, era tan habitual que se pensó que los estadounidenses eran especialmente proclives a la neurastenia y el famoso psicólogo William James llegó a denominarla «americanitis». Los síntomas eran fatiga, ansiedad, dolores de cabeza, palpitaciones cardíacas, hipertensión, neuralgia y bajo estado de ánimo. Algunos pensaban que era típica de las mujeres de las zonas rurales que viví...

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