Confesiones de un chef
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Confesiones de un chef

Anthony Bourdain, Carmen Aguilar

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Confesiones de un chef

Anthony Bourdain, Carmen Aguilar

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Tras las puertas de la cocina de un restaurante pasan muchísimas cosas... y pocas son aptas para todos los públicos, pero eso a un cocinero tan atrevido como Anthony Bourdain no le importa lo más mínimo.Con un estilo desenfadado y sin pelos en la lengua, el mediático chef explica en este libro su increíble vida en el mundo de la restauración, donde no siempre la comida es la estrella.

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Information

Publisher
RBA Libros
Year
2018
ISBN
9788491871101

TERCER PLATO

ABRIRSE PASO

Recién salido del CIA, volví a Nueva York para siempre.
A esas alturas ya sabía unas cuantas cosas. Durante los dos años de aprendizaje culinario acudí todos los fines de semana a una concurrida taberna de West Village, donde trabajaba sin descanso en una cocina del tamaño de una cabina de mando llena de humo. Despachaba brunches y cenas a diestro y siniestro. Había pasado dos veranos en Princetown, es decir, ya no era un completo inútil en la cadena. Lo cierto es que cuando estaba hecho polvo y el pasaplatos se llenaba de gilipollas, era capaz de mantener la boca cerrada y seguir largando platos. Tenía soltura. Mis manos iban adquiriendo esa fea belleza que pretendía que tuvieran y estaba ansioso por abrirme paso en el mundillo.
Con el aplomo que otorga un diploma —y mi disposición a trabajar por escaso dinero—, conseguí casi enseguida un puesto en esa venerable institución de Nueva York que es el Rainbow Room, en lo alto del Rockefeller Center. Era mi primera experiencia hacia el verdadero estrellato. Uno de los restaurantes más grandes, frecuentados y famosos del país. Estaba decidido a probarme a mí mismo y, mientras subía por primera vez en el ascensor a la cocina del piso 60, me sentí disparado a la luna.
En esa época, el Rainbow Room tenía capacidad para algo más de doscientos comensales. El Rainbow Grill, para otros ciento cincuenta. Añadid dos salones de bufé libre y un piso entero de salones para banquetes, todos servidos a la vez por una única cocina à la carte, y tendréis un restaurante de primera división con cocineros también de primera división capaces de dar la talla.
El personal del Room estaba formado por una cuadrilla de tíos bien curtidos, un conjunto variopinto de puertorriqueños, italianos, dominicanos, suizos, estadounidenses y uno o dos vascos. Casi todos eran sujetos de cierta edad, que desde siempre habían estado en esa cocina del tamaño de un hangar. Tenían sus puestos asegurados por un sindicato, lo que no les proporcionaba más beneficios visibles que garantizar su seguridad laboral... y mediocridad culinaria. Eran adultos encallecidos, cabrones de gran calibre, a quienes lo único que les importaba era conservar su puesto en la cadena. La dirección del Room los trataba como si fueran mulas de carga.
A lo largo de una de las paredes se extendía la fila de fogones, cuyas llamaradas bramaban hacia arriba, formando una barrera de fuego detrás. A pocos metros, separada por un estrecho espacio de trabajo parecido a una trinchera, estaba el mostrador de acero igual de largo, en buena medida ocupado por la mesada de vapor, en constante ebullición. Así pues, los cocineros tenían que lidiar en el ininterrumpido y largo pasadizo sin circulación de aire, en medio de una sequedad insoportable, con el calor de las llamas a un lado y las nubes de vapor ardiente al otro. Cuando digo insoportable quiero decir eso mismo. Los cocineros perdían el conocimiento a intervalos regulares y había que arrastrarlos afuera para que se recuperaran. El ayudante del cocinero afectado se hacía cargo del puesto hasta que el titular volviera en sí. Era tal el calor que despedían esas cadenas —especialmente cuando las hornillas soltaban fuego directo—, que con frecuencia las campanas de cocina ardían en llamas y se montaba una escena bastante cómica: el obeso chef italiano se esforzaba en atravesar el estrecho pasadizo con un extintor y corría a tropezones como un bólido por encima de los cocineros, en su afán por apagar las llamas antes de que el sistema central Ansel disparara la alarma y llenara la cocina entera de espuma.
Aquello era un manicomio. Los cocineros trabajaban sin respiro. Se oía el zumbido constante de la voz monótona del expendedor, un italiano recién desembarcado. Con el micrófono en mano, anunciaba a los camareros qué platos estaban listos o pedidos en un inglés indescifrable sin inflexiones, a velocidad de vértigo. «Listo, ternera a la Orloff», «Tres solomillos a la Balmoral», «Veintitrés chuletas a la Wellington», «Diecisiete pollos para la suite Belvereda», «Marchen tres albóndigas a la Toscana», «Marchen dos chuletas, una medium, la otra medium rare».
Mientras preparaban trescientas cenas a la carta, a los cocineros se les exigía despachar a todo gas platos cargados de tapas y entrantes para banquetes multitudinarios ofrecidos en los salones privados. «Listas cinco terneras a la Wellington», y la cadena entera rompía filas, arrastraba largas mesas de trabajo al centro de la cocina y la recomponía, como suele hacerse en la línea de montaje de una fábrica de automóviles. Dos cocineros fileteaban y amontonaban los trozos de carne en un extremo de la mesa. Otros dos rociaban salsas con gigantescas cafeteras, y dos más repartían las verduras y decoraban. Al otro extremo, una larga fila de camareros vestidos con chupas impecables encasquetaba tapaderas de vajilla de plata, apilaba diez o más entrantes en las bandejas de servicio y las repartía como hormigas laboriosas por los distintos salones de banquetes... A los pocos minutos estaba de vuelta.
Como iba diciendo, el calor era infernal. A los diez minutos de empezar el turno, las batas blancas de poliéster barato que usábamos estaban empapadas de sudor, que nos chorreaba por el pecho y la espalda. Las muñecas y el cuello de todos los cocineros estaban inflamados y enrojecidos, cubiertos por horribles erupciones provocadas por las altas temperaturas. Cuando al terminar el turno nos cambiábamos de ropa en los vestuarios fétidos y contaminados, ofrecíamos un espectáculo horripilante de curiosidades dermatológicas: furúnculos, granos, pelos encarnados, erupciones, ampollas, lesiones y piel putrefacta de una gravedad y variedad tal que solo esperas hallarla en la jungla, en torno de aguas cenagosas. Añadidle la felidez de treinta cocineros no demasiado pulcros —el mal olor de las botas de trabajo, las zapatillas y las axilas empapadas en sudor, la colonia, los pies plagados de hongos, el mal aliento—, más el apestoso olor reinante de los uniformes después de tres días de uso. Añadidle también los alimentos hurtados hace tiempo, olvidados, acumulados y escondidos en los vestuarios, revueltos de manera insólita... Todo se confabulaba para formar una nube tóxica que te seguía hasta casa y hacía que olieras como si te hubieras revolcado sobre las tripas de una oveja.
La atmósfera carcelaria se parecía bastante a las obras teatrales de Pinero: muchas sobadas, discusiones encendidas, poses machistas y cantinelas de borrachos. Mientras hablaban entre sí dos hombretones fornidos —capaces de matar con la mirada—, apoyaban tiernamente la mano en los testículos del otro como si quisieran decirse: «No soy tan maricón como para no poder hacer esto». La lengua corriente era una mezcla de italiano y español neoyorquino con un inglés más que rudimentario. Como suele suceder, los italianos y españoles no tenían problemas para entenderse entre ellos, pero, si hablaban inglés, había que recurrir al libro de estilo. No decían «este cuchillo es mío», sino «este cuchillo es de mí».
Durante las primeras semanas, el chef del cuarto frío —y representante sindical—, Luis, un puertorriqueño horrible con la cara desfigurada, se dedicó a atormentarme. A Luis le pareció oportuno sobar con frecuencia mi joven culo con sus garras sucias, una forma de hacer alarde de su ventajosa y elevada posición. Me manoteaba los cachetes y metía los dedos hasta donde mis pantalones lo permitían. Soporté un tiempo la gracia... hasta que me harté. Había mucho manoseo de culo y toqueteo de cojones en el ambiente y, al fin y al cabo, yo quería ser uno más entre esos tíos. Pero Luis a las diez de la mañana solía no estar ya en sus cabales, después de haberse echado al coleto medio litro de brandy. Conforme sus avances de borracho amenazaron con convertirse en una penetración real, decidí tomar cartas en el asunto.
Una mañana estaba preparando el picadillo de las albóndigas a la Toscana en un enorme caldero hirviente. Con el tenedor Dexter para la carne —grandote, pesado y curvo, con una bonita pátina de óxido en los dientes romos y retorcidos— mezclaba setas, cubitos de lengua, jamón, pavo, espinacas y besamel. Por el rabillo del ojo vi venir a Luis. Movía la mano hacia atrás para darme una buena arremetida entre las nalgas. En ese momento decidí que ya había aguantado bastante: iba a meterle miedo en el cuerpo a ese cochino borracho. Con mucha rapidez y disimulo puse el enorme tenedor hacia abajo, de modo que los dientes apuntaran hacia atrás. Calculé los movimientos para que el impacto fuera lo más contundente posible. Cuando Luis quiso meterme mano, bajé el tenedor con todas mis fuerzas, le hundí los dos dientes en los nudillos y oí un crujido más que satisfactorio. Luis pegó el aullido de una rata abrasada y cayó de rodillas con dos agujeros —uno a cada lado de los nudillos del dedo medio—, que ya chorreaban sangre. Se las arregló para levantarse, mientras todo el personal estallaba en risotadas y silbidos. La mano se le hinchó como si fuera un agarrador con forma de mitón y adquirió un llamativo tono negro, azul y rojo. Después de una visita a la estupenda clínica patrocinada por el sindicato, la mano parecía todavía más grande: era una pelota de fútbol envuelta en vendas, que rezumaba antiséptico amarillo.
De inmediato mi vida mejoró. Los demás cocineros empezaron a dirigirse a mí de igual a igual. Nadie volvió a tocarme el culo. Me sonreían y palmeaban la espalda cuando llegaba por las mañanas al trabajo. Me había abierto paso.
Al inicio de mi experiencia en el Room me asignaron la tarea de preparar y servir el bufé para alrededor de los cien miembros del Rockefeller Center Luncheon Club, casi todos decrépitos hombres de negocios que se reunían a diario en el Rainbow Grill. Tenía que preparar un bufé frío y dos entrantes calientes, servirlos y mantenerlos a punto desde el mediodía hasta las tres de la tarde. No era una hazaña fácil, puesto que el bufé lo componían solo las sobras de la noche anterior. Empezaba a trabajar por las mañanas a las siete y media. Empujaba un carrito de ruedas endebles a lo largo de la cadena y los cocineros me iban echando trozos de cerdo asado, recortes de cualquier cosa, peroles de guisantes pasados, pasta recocida, verduras escaldadas y restos de salsas. Mi tarea consistía en lograr que todo eso pareciera apetecible.
Debo decir que lo hacía muy bien, recurriendo a todo tipo de malas artes. Había estudiado en el CIA. Convertía las sobras de chuletas, es un decir, en «Ensalada de ternera a la vinagreta»; transformaba pasta recocida y hamburguesas vegetarianas en «Ensalada de pasta»; armaba elaborados aspics; decoraba las fuentes con tajadas de asado sobrantes. Hacía mousses, patés, gelatinas y todo lo que se me ocurría para transformar los desperdicios en algo que nuestra anciana pero adinerada clientela engullera sin quejas. Y luego, claro está, me ponía una chaquetilla y un delantal impecables, me encasquetaba uno de esos ridículos gorros de chef que parecen filtros de café y, muy tieso al lado de mi carricoche, cortaba y servía los entrantes calientes.
«¿Quiere un poco de “lengua al Madeira”?», preguntaba con los dientes apretados y un falso rictus de jovialidad en los labios, harto de repetir una y otra vez la dichosa pregunta a aquellos magnates de la industria duros de oído. Todas las comidas consistían en sobras rociadas con la misma salsa. No cabía duda de que para ellos el entrante caliente era el plato fuerte del día. «¿Ternera hervida con salsa de rábanos picantes, señor?», gorjeaba yo. «¿No le gustaría una patata al vapor de guarnición?».
Al cabo de varios años de estar allí, las camareras irlandesas que trabajaban conmigo en el Luncheon Club ejercían más bien de enfermeras. Les habían puesto apodos a nuestros clientes regulares. «Baboso Dick», al nonagenario que tantas dificultades tenía para que la comida no se le cayera de la boca. «Apestoso», a un banquero que, evidentemente, era incontinente. «Pete, el Tembleque», al sujeto necesitado de que le cortaran la carne. Y cosas por el estilo... Hombres famosos en la industria y la banca comían todos los días con nosotros. Nueva York entero estaba a nuestros pies, detrás de los ventanales panorámicos que se alzaban del suelo al techo... tragando desperdicios en la cima del mundo.
Desde que apuñalé a Luis, me consideraron cada vez más un hombre de fuste. El chef —un italiano afable de ojos azules llamado Quinto— se tomó la libertad de sacar el mayor partido posible a mi juventud, mi capacidad de recuperación y mi buena voluntad para trabajar por un salario mínimo. Llegaba a las siete, me ocupaba de que el geriátrico de arriba estuviera en buenas condiciones, el bufé desmontado (una vez recogidas las sobras aprovechables para el siguiente). Me llamaban con regularidad a fin de que me quedara clavado ahí y ayudara en la preparación de los multitudinarios banquetes y cócteles ofrecidos por la noche. El absentismo era endémico en nuestro pequeño rincón del Paraíso del Trabajador, Local 6 y, cada vez con más frecuencia, me llamaban aparte en el último minuto y me pedían que me quedara hasta medianoche para cubrir algún puesto en la cadena caliente. Trabajaba en los puestos de la parrilla, las frituras, el pescado. Al principio solo como pinche, en la caza y la pesca. Cubría el turno de los cocineros en sus ratos libres, reponía los suministros que debían estar al alcance de la mano, amuchaba salsas, limpiaba el sudor de las frentes, pasaba números a la casa de juegos, recogía apuestas y colaboraba en otras lindezas... Pero nunca me quedé a solas en un puesto ni pude mantener mi rincón bien organizado.
Hice miles y miles de quiches infantiles para fiestas y cartilaginosos pequeños kebabs de la correosa y casi incomible carne que va a lo largo de los solomillos de ternera. Pelé cuarenta kilos de langostinos de un tirón, achicharré Wellingtons, elaboré mousse de hígado de pollo (nuestra versión del foie gras) y, en el transcurso de mis labores en calidad de botones, llegué a conocer los remotos escondrijos y oscuros rincones de las instalaciones del vasto Room.
También conocí a los pesos pesados: al callado carnicero y a su ayudante, al voluble chef repostero con cara de bebé, al salsero nocturno de aspecto ominoso. Y a Juan, el más recordado de todos, el sesentón parrillero de día. Un vasco fiero que siempre decía barbaridades, a quien juro haber visto coserse con hilo y aguja corriente una herida muy fea en la mano. Se la había hecho con el cuchillo. Cada vez que empujaba la aguja a través de los jirones de la piel murmuraba: «¡Soy un machote (silbido de la aguja al traspasar la piel)... hijo de puta! ¡Soy un tipo duro... hijo de la gran puta! (otra vez el mismo silbido) ¡Soy un jodido cabrón!». Juan era también famoso por otro incidente: se decía que, después de haberse herido de mala manera un dedo, se lo amputó él mismo. Se pilló el dedo con la puerta del horno, consultó la tarifa de indemnizaciones que el sindicato pagaba a las víctimas por una amputación parcial y decidió hacer efectiva la suya podándose el trozo de dedo que le colgaba. Si la anécdota es o no verdad, me da lo mismo. Es perfectamente verosímil para quien haya conocido a Juan. Debía de tener más de sesenta años y levantaba los enormes calderos de fondo de caldo sin ayuda de nadie. Blandía el cuchillo más grande que he visto nunca y daba patadas en el culo a mayor velocidad que los cocineros jóvenes.
Había un desfile de segundos cocineros novatos suizos, austríacos y estadounidenses, ninguno de los cuales duraba más de unas semanas. Los desalentaba rápidamente el resto del personal veterano apenas intentaban poner orden, ciertas normas de calidad o cambios de cualquier tipo. Los condenados de por vida como Juan o Luis mandaban a los jóvenes y ambiciosos neófitos a tomar por culo en la cara. Los subordinados obstinados, que los veían en su papel de cocineros modelo, fingían escucharlos y luego hacían, como siempre, lo que les daba la gana. Salvo en caso de asesinato, no podías ser despedido. Un segundo cocinero alemán muy fornido, con quien un pinche de última categoría —Mosquito— se insolentó más allá de todo límite, tuvo el poco tino de cogerlo por el cogote, sostenerlo en el aire y sacudirlo. La bronca atrajo a los bigotudos guardias de seguridad del local, dos tipos siniestros con abrigos largos, que se dejaban ver cuando había disputas. El pinche, el segundo cocinero, el chef, todos se recluyeron durante media hora en una habitación apartada. Luego apareció el alemán con el rabo entre las piernas y muestras de arrepentimiento, ya enterado de quién mandaba allí. Como sus predecesores, al poco tiempo desapareció.
Empecé a moverme con más libertad por vestíbulos, escaleras traseras, oficinas, las zonas de los comedores y las despensas del Room. Hice un descubrimiento interesante. En un rincón poco frecuentado había dos filas de mesas apiladas, y por el estrecho pasadizo que quedaba entre ellas los empleados podían escabullirse hasta una ventana abierta. Durante mis quince minutos de descanso —exigidos por el sindicato— me sentaba en el borde del angosto precipicio, a sesenta y cuatro pisos de altura. Con las piernas colgando y un brazo alrededor del marco, fumaba hierba con los lavaplatos. Central Park y la parte alta de Manhattan se extendían ante mí. También estaba abierta la terraza del techo y podía darme un baño de sol entre turno y turno.
Si te fijabas bien, había otros negocios redondos. Ciertas prácticas deportivas muy saludables y prometedoras... Y las consiguientes apuestas a granel. Cuando un panameño o dominicano luchaba a puño limpio por el título mundial de los pesos medios, nunca faltaba el empleado de turno dispuesto a apostar billetes de los grandes por razones patrióticas, fuera cual fuera la cotización en Las Vegas. A un puertorriqueño se le hacía cuesta arriba apostar por un ecuatoriano, aunque todo indicara que se trataba del favorito. Yo tenía la sensatez de comprar siempre una caja de cervezas para todo el personal con parte de mis ganancias, de modo que, en cualqui...

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