Waterloo
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La última batalla de Napoleón

Barbero, Alessandro, Gentile Vitale, Juan Carlos

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La última batalla de Napoleón

Barbero, Alessandro, Gentile Vitale, Juan Carlos

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Una reconstrucción magistral. El rigor y el talenteo de Barbero hacen de este un libro único, que nos lleva, como en una película, hasta el corazón de la última batalla de Napoleón.

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Information

Year
2021
ISBN
9788494427237

SEGUNDA PARTE

«SERÁ TAN FÁCIL COMO TOMAR EL DESAYUNO»

12. «MUY POCOS DE NOSOTROS ESTARÁN VIVOS ESTA NOCHE»

Apenas comenzaba a amanecer. En un radio de pocos kilómetros, casi 150.000 hombres lívidos por el frío, con los uniformes húmedos, cuyos colores ya habían comenzado a desteñirse, con la barba sin afeitar desde hacía días y llenos de fango de la cabeza a los pies, se afanaban en torno a los restos de las hogueras apagadas por la lluvia, tratando de reavivar un poco de fuego entre las brasas. Toda la madera, la paja y el agua que se habían podido encontrar en las aldeas y las granjas de la zona, abatiendo cercas, puertas y ventanas y vaciando establos y heniles, ya habían sido trasladados a los vivaques. Poco a poco la sangre volvía a circular por sus miembros, e incluso aquellos que se habían despertado agarrotados por el frío e incapaces de moverse conseguían ponerse lentamente de pie. Por doquier resonaba un chisporroteo de disparos aislados, que a los viejos soldados recordaba el ruido de un combate en las avanzadillas: los hombres, después de haber secado y limpiado los cañones y las piedras de chispa de sus mosquetones, los ponían otra vez en funcionamiento disparando un tiro, para estar seguros de que eran de nuevo utilizables. Las condiciones higiénicas debían de ser espantosas y, sin embargo, sabemos que muchos, quizá más de lo que ocurriría hoy, aprovecharon aquellas primeras horas de luz para afeitarse y acaso también para ponerse una camisa limpia: «Porque a los soldados —como observó un oficial francés— no les gusta combatir estando sucios».
El capitán Verner, del 7.º de Húsares, había pasado toda la noche montado en la silla con su escuadrón, en un campo de centeno tan alto que los caballos casi desaparecían en él, para cubrir desde aquella posición avanzada el flanco derecho del ejército aliado. La tarde anterior, cuando le confiaron aquella responsabilidad, el capitán no se sintió en absoluto satisfecho, porque durante la retirada de Quatre Bras sus hombres habían sido duramente comprometidos. Obviamente obedeció sin rechistar, siguiendo al sargento mayor del regimiento, en la noche cerrada, hasta el lugar en que debía tomar posición el piquete. Después de permanecer allí toda la noche, con los caballos hundidos hasta las rodillas en el fango y la lluvia que entraba en las botas, con las primeras luces los húsares se percataron de que se encontraban a sólo pocos metros de distancia de la primera línea y, por tanto, su vigilia nocturna había sido completamente inútil. Verner testimonia que ni siquiera en los momentos más duros de la guerra de España había visto a sus hombres tan cansados y deprimidos.
En el centro de la formación de Wellington, los regimientos de la brigada de sir Colin Halkett trataban de sacudirse el entumecimiento nocturno. Los hombres del 30.º no habían comido nada caliente desde hacía tres días; el día anterior comenzaron a cocinar el rancho durante una pausa en la retirada, pero casi de inmediato la marcha se reanudó a toda prisa y la sopa y la carne acabaron tiradas por los campos. Desde entonces los carros de suministros no habían llegado hasta ellos, así que todos afrontaron la noche sin nada que comer, salvo las sobras del kilo y medio de pan distribuido dos días antes. Por la mañana, los oficiales del regimiento se percataron de que sus hombres, casi todos novatos sin ninguna experiencia, que habían recibido su bautismo de fuego en Quatre Bras, estaban «casi petrificados por el frío, muchos no conseguían tenerse en pie, y alguno estaba completamente atontado».
El general Desales, comandante de la artillería del I cuerpo, había cedido su alojamiento a su superior, el conde D’Erlon, y por eso había pasado la noche en el vivac. Cuando al fin dejó de llover, hacia el amanecer, estaba calado hasta los huesos. Tenía muchas ganas de cambiarse y de ponerse ropa interior seca. Dando vueltas entre los vagones de artillería encontró una carroza abierta y abandonada, y sin perder tiempo entró en ella para desnudarse, volviéndose a vestir con lo que aún quedaba seco en su equipaje. Famoso por haber construido en tiempo récord los puentes sobre el Danubio durante la campaña de Wagram, lo que le valió el título de barón y 4.000 francos de renta, Desales, como muchos otros oficiales, se había adaptado bastante bien al regreso de los Borbones en 1814. Después de todo había nacido en Versalles, y su padre era un antiguo servidor de la casa real. «Había mamado el amor a los Borbones, y por lo demás de niño los veía todos los días.» El regreso inesperado de Napoleón y la partida precipitada de Luis XVIII lo habían convencido de presentarse ante el emperador y pedirle volver a entrar a su servicio, siempre que se le reconociera el grado de general obtenido después de la abdicación. Napoleón, que tenía gran necesidad de técnicos, se lo confirmó, y ahora Desales estaba allí, al mando de los cuarenta y seis cañones del I cuerpo, escrutando el cielo para entender si de verdad la jornada sería mejor que la anterior.
En el extremo izquierdo de la línea aliada, sobre la cima detrás de la granja de la Papelotte, los tres regimientos de húsares de la brigada de sir Hussey Vivian se volvían a poner fatigosamente en orden, después de una desastrosa noche en que sus caballos, asustados por los truenos y relámpagos, les habían impedido pegar ojo. Los oficiales del 10.º de Húsares se refugiaron en una casa de campesinos, y allí, completamente desnudos, pusieron a secar sus uniformes al fuego de la chimenea. El regimiento tenía como coronel honorario al Príncipe Regente, y en aquel momento era un regimiento de moda, conocido por las malas lenguas londinenses como «the Prince’s Dolls», las Muñecas del Príncipe. Por eso la compañía era selecta, e incluía al hijo del duque de Rutland, al hijo del conde de Carlisle y a los nietos de otros cuatro lords. Pero apenas se conocían, porque eran todos nuevos: el año anterior el coronel George Quentin fue sometido a una corte marcial acusado de cobardía ante el enemigo, y los oficiales del regimiento, que presentaron la acusación, fueron trasladados en masa después de su absolución. Tampoco entre los nuevos oficiales el coronel era precisamente popular: en el momento de volver a vestirse uno de ellos, el capitán Wood, se percató con satisfacción de que «al viejo Quentin» se le había quemado la suela de las botas y ya no conseguía ponérselas.
En el castillo de Hougoumont, el soldado Matthew Clay, del 3.º de Foot Guards, empezó a registrar los edificios abandonados el día anterior por propietarios y campesinos, en busca de algo que comer. Encontró un trozo de pan duro y una cacerola en la que se había puesto a hervir una cabeza de cerdo, pero la carne no había acabado de cocerse, y era tan repugnante que Clay renunció a probarla. Una vez consumido el pan pensó en asearse un poco. Como todos, estaba calado hasta los huesos, pero el día anterior, al pasar junto al cuerpo de un soldado alemán muerto, fue previsor y lo desnudó para coger su ropa interior, así ahora estaba al menos en condiciones de ponerse algo seco. Después de cambiarse la camisa y los calzoncillos, se echó encima la chaqueta escarlata aún húmeda y se marchó en busca de un poco de paja para sentarse en algún lugar seco a la espera de órdenes.
Los hombres del 85.º de línea[2] habían pasado la noche en medio del fango, sin ningún resguardo de la lluvia. El regimiento había sido constituido en los puertos normandos de Granville y Cherbourg, y por eso comprendía un gran número de ex prisioneros de guerra capturados en España y sobrevivientes de los infernales pontones flotantes en los que los ingleses segregaban a sus prisioneros. El capitán Chapuis estaba seguro de que éstos no veían la hora de enfrentarse con los Inglisman y saldar las cuentas por las vejaciones sufridas, y estaban dispuestos a dejarse matar antes que acabar otra vez en prisión. Sin embargo, aquella mañana, mirando a su alrededor, el capitán encontró muy poco del espíritu combativo con que el 85.º había partido para la guerra: en el momento de la llamada, el sombrío silencio que reinaba en las filas demostró que después de una noche como aquélla los hombres estaban extenuados, y necesitarían algunas horas de verdadero reposo antes de poder marchar contra el enemigo.
Sir Augustus Frazer, comandante de la artillería a caballo, había dormido debajo de un tejado en la aldea de Waterloo, y se sentía bastante en forma. Con las primeras luces del alba se sentó a escribir una larga carta a su esposa, contándole lo que había ocurrido en Quatre Bras y tratando de imaginar qué sucedería aquel día. Bajo el tono confiado y tranquilo se traslucía por momentos la angustia por las pérdidas sufridas en los días precedentes. «Hemos puesto a salvo a todos nuestros heridos, salvo aquellos que habrán quedado en medio de los trigales sin que nadie los encontrara. ¡Pobrecillos! Es en estas escenas, no en el combate propiamente dicho, cuando se ve la miseria de la guerra. La noche pasada he visto a Henry Macleod, ya no tiene fiebre ni dolores, y se está recuperando. Tiene tres heridas de lanza en el costado, un rasguño en la cabeza y una contusión en el hombro. Me han dicho que el pobre Cameron ha muerto, pero no quiero creérmelo. Adiós. En medio de todas estas extrañas escenas mi mente está contigo, pero está tranquila y sosegada, y no hay motivo por el que no deba estar así. Todo irá bien. Dios te bendiga.»
En la batería del capitán Mercer, un cabo al que mandaron a buscar municiones acababa de regresar con un carro cargado de víveres. Una vez distribuido el ron y bebido sobre el terreno, los cañoneros habían puesto a hervir la harina de avena y preparado un porridge improvisado, al que llamaban en jerigonza «tiramisú». Mercer, constatando que también había carne, se negó a comer aquellas cosas y dio la orden de que cocieran la sopa. Mientras esperaban a que el rancho estuviera listo, también sus oficiales se preguntaban qué ocurriría aquella mañana. Nadie podía excluir que dentro de poco el ejército reanudara la retirada, exactamente como había sucedido el día anterior, aún hostigado por los franceses a lo largo de la chaussée que llevaba al norte. Puesto que no tenía nada que hacer, Mercer se fue a dar un paseo entre los vivaques de la caballería, escuchando las conversaciones de los hombres. «Unos pensaban que los franceses tenían miedo de atacarnos, otros, en cambio, que lo harían pronto. Algunos que el duque no esperaría al ataque, otros, en cambio, que sí, porque desde luego no le permitiría llegar a Bruselas.» Después de un rato el capitán volvió a su batería, esperando que la menestra estuviera lista. Sólo para descubrir que había llegado el momento de ponerse en movimiento, y los soldados lo habían tirado todo.
Algo más atrás, los fusileros del 2/95.º habían obtenido el permiso de saquear las granjas de los alrededores, y estaban destrozando todo aquello que era de madera para secar sus ropas cerca del fuego, además de degollar y cocer el poco ganado que los campesinos habían dejado. Algunos fusileros, al entrar en el patio de una granja, encontraron a uno de sus compañeros muerto, y concluyeron inmediatamente que había sido envenenado, aunque es más probable que hubiera muerto sencillamente por beber demasiado aguardiente. Fuera de sí por la rabia, los fusileros comenzaron a destruir sistemáticamente todo lo que había en la granja. Tras bajar a la bodega, desfondaron los toneles y llenaron de vino las cantimploras. Luego, dado que el muerto pertenecía a una compañía recién llegada de Inglaterra, vestida con uniformes nuevos, mientras que la suya se encontraba en Flandes desde hacía más de un año y sus uniformes estaban reducidos a harapos, acordaron desnudar el cadáver y se repartieron sus prendas.
En los campos junto a la Belle Alliance, los soldados del 28.º de línea habían acabado de desmontar los fusiles para secarlos, engrasarlos y cambiar las piedras de chispa, y se estaban preparando para comer. La noche anterior, batiendo la zona, se adueñaron de una oveja, y fueron lo bastante previsores para mantenerla en reserva para el día siguiente. Ahora uno de los cabos, que antes de enrolarse había sido aprendiz de carnicero, sacrificó a la bestia, la desolló y la troceó. Después de lo cual pusieron la carne a hervir junto con cierta cantidad de harina, que el cabo Canler había encontrado quién sabe dónde. Con apenas dieciocho años, Canler nunca había conocido otra vida que la del ejército: hijo de un soldado, siempre había vivido al raso, y a los catorce años se había alistado como tamborilero. Aunque había comido sopas infames, notó que aquélla era particularmente desagradable, porque no había sal, y el cocinero pensó en aliñarla con un puñado de pólvora. Sin embargo, la gente estaba tan hambrienta que la comieron todos, y también el capitán y el subteniente de la compañía vinieron a reclamar su parte.
A espaldas del 73.º regimiento se había detenido un vagón de la intendencia cargado de aguardiente, y dos hombres por cada compañía fueron a abastecerse de él. El granadero Morris era uno de ellos, y mientras esperaba su turno le mostraron a un hercúleo soldado de caballería de las Life Guards que se abría paso tragando una gran cantidad de licor. Morris lo observó con admiración, porque era el famoso Shaw, uno de los púgiles más fuertes de Inglaterra. De vuelta a su compañía, Morris descubrió que la ración de aguardiente estaba calculada para todos los hombres que figuraban en nómina, sin tener en cuenta a aquellos que habían muerto o acabado en el hospital después de la carnicería de Quatre Bras. Así que después de haber terminado la distribución se encontró con que le sobraba una buena cantidad. Morris, que aún no tenía veinte años, y el sargento Burton, que tenía más de cincuenta, aprovecharon la ocasión para prepararse una doble ración de grog, y Burton ordenó a su compañero que guardara un poco de aguardiente para después de la batalla. Morris pensaba que no merecía la pena: «Muy pocos de nosotros estarán vivos esta noche», objetó. Pero el viejo sargento tenía un feliz presentimiento: «Tom, te lo digo yo, aún no han fabricado la bala para ti ni para mí».
No lejos de la Haye Sainte, el conde de Uxbridge observó los restos de una cabaña que los fusileros del 1/95.º habían comenzado a demoler la noche anterior, alimentando el fuego con la paja del tejado. Pero el comandante del batallón, sir Andrew Barnard, había impedido que fuera derruida, por la simple razón de que tenía la intención de pasar allí la noche. (A sir Andrew le gustaba la buena vida: llevaba consigo a un cocinero francés, hecho prisionero en Salamanca, y era capaz de beber tranquilamente en la cena tres botellas de vino. Por lo demás, era uno de los oficiales más populares del ejército.) Del tejado de la cabaña, de la que sólo había quedado el armazón de vigas, subía un hilo de humo y lord Uxbridge entró en ella, deduciendo que allí había algo caliente. En efecto, encontró a sir Andrew y sus oficiales que hacían el té, y bebió una taza con ellos: condescendencia que impresionó mucho a los oficiales más jóvenes, proviniendo de semejante personaje. Aquel té quedó impreso en la memoria de muchos: el capitán Kincaid, ayudante del batallón, que al despertarse aquella mañana no había encontrado su yegua y se había pasado una hora chapoteando en el fango antes de hallarla en medio de los rocines de la artillería, recordaba con gratitud la marmita que hervía sobre el fuego, en la que se habían vert...

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