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EL MODERNISMO
Desde las puertas de La Sorpresa
hasta la esquina del Jockey Club,
no hay española, yankee o francesa,
ni más bonita ni más traviesa
que la duquesa del Duque Job.
MANUEL GUTIÉRREZ NÁJERA
La “belle époque” a la mexicana (fines del siglo XIX y principios del XX) gira en torno de consignas que no necesitan verbalizarse: la elegancia y la distinción salvarán del atraso y, sin contradicción, la frivolidad puede ser profunda. La cultura y la vida de Francia se utilizan como modelos civilizatorios y exorcismos ante la barbarie (“Los bárbaros, cara Lutecia”, le recuerda Rubén Darío a París). Además de presunciones de clase o de arrogancias personales, el esnobismo y la imitación jubilosa son técnicas del “saltar etapas”, de la impaciencia por asir el ritmo de las metrópolis. La élite social se preocupa por la selección del guardarropa, el estilo de las residencias, los colores de los cuadros en el recibidor, la destreza de los cocineros que eduquen el paladar nativo, la selección del champagne y los vinos, el vestuario para la ópera o el teatro. Con entusiasmo similar, la minoría ilustrada lee a Victor Hugo sobre todo (condenado por el clero), a Balzac (reiteradamente Las ilusiones perdidas), a Baudelaire (Las flores del mal es en América Latina la otra exaltación de la moral), a Barbey d’Aurevilly, a Gérard de Nerval, a Verlaine, a Rimbaud… Si no la única, esta literatura sí es la más frecuentada por los ansiosos de pensar y leer en libertad. Ya lo dijo Rubén Darío:
y muy siglo diez y ocho y muy antiguo
y muy moderno; audaz, cosmopolita;
con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo
y una sed de ilusiones infinita.
De Cantos de vida y esperanza
Autores, cuadros, revistas, grabados, música, sonatas, sinfonías, modelos de urbanización, todo lo que la Ciudad Luz ofrece (para empezar, la expresión que conmueve: “la Ciudad Luz”) continúa en las primeras décadas del siglo XX y, como ha sucedido y seguirá sucediendo, en ningún momento de la vida cultural de México se aspira a la autonomía en el sentido de aislacionismo; parte de la tradición se importa y se asimila, y otra depende de los estímulos locales. En rigor, nunca son “extranjeros” Victor Hugo y Baudelaire, Darío y Lugones, Neruda y César Vallejo, y en la historia cultural figuran siempre los creadores y movimientos “de fuera”. ¿Cómo omitir en las artes plásticas a los impresionistas franceses, a los expresionistas alemanes, a Picasso, Matisse o Miró? En arte y literatura no hay, seriamente, “dentro” o “fuera”.
* * *
Por largo tiempo la poesía es el género literario por antonomasia. Ser poeta o intentar la poesía es casi un deber comunitario y lo poético califica a los demás géneros artísticos: una música poética, una pintura poética, un discurso poético, una obra de teatro poética, y esto alcanza incluso a la naturaleza: un paisaje poético.
Un notable movimiento de vanguardia, el modernismo, recoge la gran herencia de los Siglos de Oro, se opone a “lo académico” (imitaciones, dudas, solemnidades, retóricas vanas y gestos patrióticos), desdeña lo “romántico” (improvisación, sinceridad a raudales) y extiende los beneficios de lo poético a sectores que no lo consideraban posible. También, crea una prosa que modifica el periodismo, sitúa “lo bien escrito” y contribuye a la ampliación del vocabulario y al gusto por las alegorías.
El modernismo literario ocurre o se desarrolla en las publicaciones. En 1894 aparece la Revista Azul, dirigida por Manuel Gutiérrez Nájera, y luego, coordinada por Amado Nervo, Efrén Rebolledo, Rafael López y José Juan Tablada, la Revista Moderna (1898-1911). Si las clasificaciones nunca explican del todo tendencias o movimientos, el modernismo hispanoamericano, en sus diversas vertientes —parnasianos, simbolistas, decadentistas—, rompe en definitiva el encierro colonial de Latinoamérica. Unidad en la diversidad: el movimiento combina la fantasía, la imaginación, la ironía, el misticismo, la conciencia crítica del lenguaje y la exploración de “lo oculto”. Y esto determina a generaciones de lectores y constituye la tradición inevitable. El modernismo, afirma José Emilio Pacheco, es el verdadero comienzo. Ningún poeta logra ser ajeno a él, aunque lo rechace.
Algo primordial de la corriente es la aportación auditiva: el otro sonido del idioma, que amplía las posibilidades de la imagen y alienta a los latinoamericanos que no viven y no escriben y no leen en las metrópolis:
¡Ya viene el cortejo!
¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines.
La espada se anuncia con vivo reflejo;
ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines.
Ya pasa, debajo los arcos ornados de blancas Minervas y Martes,
los arcos triunfales en donde las Famas erigen sus largas trompetas,
la gloria solemne de los estandartes
llevados por manos robustas de heroicos atletas…
De Cantos de vida y esperanza
En tres décadas, los modernistas centuplican el público de poesía, atraído por la potencia épica y el sentido del ritmo verbal que exige la memorización de los versos. Un conjunto de poetas, Rubén Darío (1867-1916) en primer término, se vuelven instituciones de la cita prestigiosa. ¿Cuántos entienden versos de la índole de “Que púberes canéforas te ofrenden el acanto” (R. Darío), y cuántos los oyen como un ensalmo? Por sus virtudes rítmicas y melódicas, por su vocabulario inesperado y extenso, por sus metáforas de audacia que implica otro trato con la imaginación, la poesía modernista se incorpora por un largo periodo a la vida cotidiana, y así como los niños de una época declaman los poemas inacabables de Juan de Dios Peza (1852-1910), a los adultos, analfabetas incluidos, les fascina el gozo de reconocer las palabras en otro contexto o de saber de ellas por vez primera. Al amparo de la religión del amor, surge otro himnario “litúrgico”. Salvador Díaz Mirón es muy enfático:
¿La poesía? Pugna sagrada;
radioso arcángel de ardiente espada;
tres heroísmos en conjunción:
¡el heroísmo del pensamiento,
el heroísmo del sentimiento
y el heroísmo de la expresión!
Y Rubén Darío es tajante: “Torres de Dios, poetas, pararrayos celestes” (luego, Ezra Pound escribirá: “Los poetas son las antenas del género humano”). Se afirma la fe en la Palabra, impulsada por las obras de José Martí y Julián del Casal (Cuba), José María Eguren y José Santos Chocano (Perú), José Asunción Silva (Colombia), Ricardo Jaimes Freyre (Bolivia), Leopoldo Lugones (Argentina) y, en México, Manuel Gutiérrez Nájera, Manuel José Othón, Salvador Díaz Mirón, Efrén Rebolledo, Amado Nervo, Luis G. Urbina, el José Juan Tablada de los comienzos. Al tanto de la premisa (gracias al heroísmo de la expresión se traslada la mística al idioma), se esparce la música verbal, una de las grandes recompensas del Espíritu. Es desafiante el inicio de “Non omnis moriar” de Gutiérrez Nájera:
¡No moriré del todo, amiga mía!
De mi ondulante espíritu disperso,
algo en la urna diáfana del verso,
piadosa guardará la poesía.
“El alma errante” deambula en la poesía. Se exploran a fondo los recursos del idioma, se libera a la literatura latinoamericana del yugo de Espronceda y Lamartine y, con fanfarrias, sensualidad, “claros clarines” y estruendos de las mitologías, se ofrecen opciones al yugo de “lo bucólico” y al frenesí romántico. Y cada poeta actúa voluntaria e involuntariamente un papel. Así, por ejemplo, Gutiérrez Nájera certifica la lucha por la identidad (el tono civilizado) que ve en el afrancesamiento la entrada a las metrópolis, y Nervo es el arquetipo de la serenidad en medio de la paz militarizada o de los estallidos revolucionarios:
Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, Vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;
porque veo al final de mi rudo camino
que yo fui el arquitecto de mi propio destino.
De “En paz”
En poesía y prosa, la innovación del modernismo es perdurable. Entre 1884 y 1921 aproximadamente, los poetas vitalizan el idioma (“Darío nos enseñó a hablar”, declara Carlos Pellicer), “regionaliza” influencias como el simbolismo, reencauza las ideas sobre el arte, agrega elementos ya reconocibles de sexualidad y erotismo, extrae del diccionario palabras cuyo mérito básico es su “extrañeza”, y descubre en el manejo de la forma la respuesta literaria al desorden y las sublevaciones del exterior. Octavio Paz ha visto en los modernistas “una rebelión contra la presión social y una crítica de la abyecta realidad latinoamericana”. El amor a la modernidad como sistema de reconocimientos en la página o en la declamación no es culto a la moda, es voluntad de intervenir en una nueva plenitud histórica, enmarcada por el gozo de la poesía.
“Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche”. Con excepciones como las del gran independentista José Martí (1...