Tratado de la barbarie de los pueblos civilizados
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Tratado de la barbarie de los pueblos civilizados

Diderot, Denis, Feixas, Palmira

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Tratado de la barbarie de los pueblos civilizados

Diderot, Denis, Feixas, Palmira

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"Quienes gobiernan están demasiado acostumbrados, tal vez, a desdeñar a los hombres. Los consideran esclavos doblegados por la naturaleza, cuando en realidad solo es cosa de la costumbre. Si les obligáis a cargar con un nuevo peso, cuidad que no se yergan con furor. No olvidéis que la palanca del poder no tiene otro apoyo que la opinión, que la fuerza de los que gobiernan radica en la fuerza de los que se dejan gobernar."

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Information

Year
2021
ISBN
9788494289071

1

SOBRE LA RELIGIÓN
EL ORIGEN DE LAS RELIGIONES[6]
Si el hombre hubiera gozado de una dicha pura sin interrupción, si la tierra hubiera abastecido todas sus necesidades, cabe suponer que la admiración y el reconocimiento no habrían dirigido la mirada de este ser naturalmente ingrato hacia los dioses hasta mucho más tarde. Sin embargo, la tierra estéril no siempre respondió a su trabajo. Los torrentes devastaron los campos que había cultivado. El cielo ardiente le abrasó la cosecha. Sufrió estrecheces, padeció enfermedades y entonces buscó las causas de su miseria.
A fin de explicar el enigma de su existencia, de su felicidad y de su desgracia, se inventó diferentes sistemas igualmente absurdos. Pobló el universo de inteligencias benéficas y maléficas; este fue el origen del politeísmo, la religión más antigua y generalizada que existe. Del politeísmo nació el maniqueísmo, cuyos vestigios perduran desde entonces, al margen de los progresos de la razón. El maniqueísmo simplificado engendró el deísmo; entre estas opiniones diversas, surgió una clase de hombres mediadores entre el cielo y la tierra.
Fue entonces cuando el mundo se cubrió de altares, cuando aquí se oía el himno de la alegría, allá el gemido del dolor, cuando se recurrió a la plegaria y a los sacrificios, los dos medios naturales para obtener el favor y apaciguar el resentimiento. Se ofrendaron mieses, se inmolaron corderos, cabras y toros. La sangre del hombre regó el túmulo sagrado.
No obstante, a menudo el hombre de bien padecía calamidades, mientras que el malvado, e incluso el impío, prosperaba, así que se inventó la doctrina de la inmortalidad. Las almas separadas de sus cuerpos ora circulaban por los diferentes seres de la naturaleza, ora se iban a otro mundo a fin de recibir la recompensa por sus virtudes o el castigo por sus fechorías. Pero ¿acaso el hombre mejoró con ello? Esa es la cuestión. Lo que es seguro es que desde el instante de su nacimiento hasta el momento de su muerte, el hombre se vio atormentado por el temor a fuerzas invisibles, que lo redujo a una condición mucho más ingrata que la que gozaba antes.
La mayoría de legisladores se sirvieron de esta disposición de espíritu para gobernar a los pueblos, e incluso para esclavizarlos. Algunos hicieron descender del cielo su derecho a mandar; así fue cómo se estableció la teocracia o el despotismo sagrado, la más cruel e inmoral de las legislaciones: aquella en la que el hombre impunemente orgulloso, malvado, interesado y vicioso manda a los demás hombres en nombre de Dios; aquella en la que solo es justo lo que le place e injusto lo que le contraría a él o al ser supremo con el que tiene trato, y al que hace hablar según sus pasiones; aquella en la que es un crimen cuestionar sus órdenes y una impiedad oponerse a ellas; aquella en la que revelaciones contradictorias ocupan el lugar de la consciencia y la razón, reducidas al silencio por prodigios o fechorías; aquella en la que las naciones no pueden tener ideas establecidas sobre los derechos del hombre, sobre lo que está bien o lo que está mal, porque solo buscan el fundamento de sus privilegios y sus deberes en libros inspirados, cuya interpretación se les niega.
LA INTOLERANCIA[7]
La intolerancia, por muy espantosa que nos parezca, es una consecuencia necesaria del espíritu supersticioso. ¿Acaso no consideramos que los castigos deben ser proporcionados a los delitos? Así pues, ¿qué crimen sino la incredulidad puede ser más grave a ojos de quien contempla la religión como la base fundamental de la moral? Según tales principios, el irreligioso es el enemigo común de toda la sociedad, el infractor del único lazo que une a los hombres entre sí, el promotor de todos los crímenes que pueden escapar de la severidad de las leyes. Es él quien ahoga el remordimiento. Es él quien desata las pasiones. Es él quien esparce la perfidia. Llevamos a la horca a un desdichado que, emboscado por la indigencia en un camino, se abalanza sobre un transeúnte, pistola en mano, y le pide un escudo que necesita para la subsistencia de su mujer y de sus hijos, consumidos por la miseria. ¿Y perdonaremos a un bribón infinitamente más peligroso? Tratamos de cobarde a quien permite que en su presencia se hable mal de un amigo suyo, y exigimos que el hombre religioso deje que el incrédulo blasfeme a sus anchas de su señor, su padre y su creador. Hay que concluir que toda creencia es absurda o gemir bajo la intolerancia como un mal necesario. San Luis era muy consecuente cuando decía a Joinville:[8] «Si alguna vez oyes a alguien hablar mal de Dios, desenvaina la espada y atraviésale el corazón; te lo permito». Es de suma importancia que en ningún territorio, como se asegura de la China, los soberanos y los depositarios de su autoridad no se vinculen a ningún dogma, a ninguna secta, a ningún culto religioso.
EL GOBIERNO TEOCRÁTICO. EL ASCENDENTE DE LOS SACERDOTES[9]
Algunos políticos sostienen que el gobierno jamás debería otorgar rentas a los eclesiásticos. Argumentan que, así, el socorro espiritual que estos ofrecen sería pagado por quienes reclamen su ministerio.[10] No obstante, este método redoblaría su vigilancia y su celo. Su habilidad para manejar las almas se acrecentaría día tras día por la experiencia, el estudio y la aplicación. La postura de estos políticos es contradicha por los filósofos que alegan que una disposición económica cuyo objetivo o cuyo efecto aumente la actividad del clero sería funesta para la paz pública, y que más vale adormecer en la ociosidad el ambicioso cuerpo del clero que darle nuevas fuerzas. ¿Acaso no se ha observado, añaden, que las iglesias o las congregaciones religiosas sin renta fija son simples tiendas de superstición, a cuenta del pueblo llano? ¿Acaso no es allí donde se fabrican los santos, los milagros, las reliquias, todas las invenciones cuya impostura abruma a la religión? Por el bien de los imperios, el clero debe tener la subsistencia asegurada, pero esta debe ser lo bastante módica como para limitar los fastos y el número de miembros de la iglesia. La miseria la vuelve fanática, la opulencia la vuelve independiente; ambas la tornan sediciosa.
Eso pensaba, al menos, un filósofo que le decía a un gran monarca:[11] «En vuestros estados hay un poderoso cuerpo que se ha arrogado el derecho a suspender el trabajo de vuestros súbditos siempre que le conviene llamarlos a sus templos. Este cuerpo está autorizado a hablarles cien veces al año, y a hablarles en nombre de Dios. Este cuerpo predica que, ante el ser supremo, el más poderoso de los soberanos es igual de vil que el último esclavo. Este cuerpo les enseña que, en tanto que órgano del creador de todas las cosas, merece más credibilidad que los amos del mundo. ¿Cuál debe ser la consecuencia natural de semejante sistema? Amenazar la sociedad con interminables disturbios, hasta que los ministros de la religión se hallen en una dependencia absoluta del magistrado, cosa que no sucederá del todo hasta que no obtengan de él su sustento. Solo se logrará el concierto entre los oráculos del cielo y las máximas del gobierno por esta vía. El cometido de una administración prudente es conducir al sacerdocio, sin conflictos ni sacudidas, a un estado en el que, sin obstáculos para el bien, se halle en la impotencia de hacer el mal».
Tal es el carácter indeleble y funesto de las desgracias engendradas por la superstición, que solo cesan para renovarse. Todos los cultos proceden de un tronco común, que subsiste y subsistirá para siempre, sin que nadie se atreva a atacarlo, sin que se pueda prever la naturaleza de las ramas que brotarán, sin que esté permitido arrancar una sola rama sin que se derrame sangre. Tal vez habría un remedio: una indiferencia tan perfecta por parte de los gobiernos, sin miramientos por la diversidad de cultos, que solo el talento y la virtud condujeran a los cargos del Estado y a los favores del soberano. Quizás entonces las diferentes iglesias se reducirían a diferencias insignificantes de escuela. El católico y el protestante convivirían tan apaciblemente como el cartesiano y el newtoniano. Decimos «quizás» porque con las cuestiones religiosas no sucede lo mismo que con las filosóficas. El defensor de lo lleno o del vacío no cree ofender ni alabar a Dios con su sistema. Ni siquiera el más celoso comprometería su reposo, su honor, su fortuna o su vida para defender o propagar sus ideas. Aunque mantenga o abandone su postura, nadie lo llamará apóstata. Sus lecciones jamás serán consideradas impiedades o blasfemias, como sucede en las disputas religiosas, en las que se cree que está en juego la gloria de Dios, en las que se sufre por la salvación y por la eterna condena de los allegados, en las que estas consideraciones santifican las fechorías y resignan a cualquier sacrificio.
¿Qué hacer, pues? ¿Es preciso seguir el ejemplo de un pueblo inocente y simple que, por temor a que la exaltación religiosa se apoderara de sus apacibles comarcas, prohibió hablar de Dios, para bien o para mal? Por supuesto que no. Esta ley del silencio, cuya transgresión se convertiría en un crimen, sería como echar leña al fuego. ¿Acaso hay que dejar que se discuta sin entrometerse? Sería lo mejor, sin duda, pero este «mejor» no carecería de inconvenientes, pues los primeros años de nuestros hijos estarían en manos de hombres que les harían mamar, con la leche, el veneno del fanatismo del que están embriagados. ¿Y acaso no habría que temer más desórdenes cuando los padres se convirtieran en los únicos profesores de religión de sus hijos? Lo ignoro. Así pues, de nuevo, ¿qué hacer? Hablar sin cesar del amor de nuestros semejantes. Se cuenta que los sacerdotes de la isla de Ternate[12] eran mudos. Había allí un templo, en medio del templo una pirámide, y sobre la pirámide estaba escrito: «Adora a Dios, observa las leyes, ama a tu prójimo». El templo se abría un día a la semana; los insulares acudían. Todos se prosternaban ante la pirámide; el sacerdote, de pie a su lado, en silencio, mostraba la inscripción con el extremo de su vara. La gente se volvía a levantar, se retiraba y las puertas del templo se cerraban durante ocho días. Puedo asegurar que en los anales de la isla no se menciona ninguna disputa ni ninguna guerra de religión, pero ¿dónde se puede encontrar un ministerio indiferente, un catecismo tan parco y un sacerdote mudo? Tratemos, pues, de resignarnos a todas las calamidades de un ministerio intolerante, de un catecismo complicado y de un sacerdote que habla.
Si se me permitiera explicarme sobre una materia tan importante, osaría afirmar que ni Inglaterra, ni las tierras heréticas de Alemania, ni las Provincias Unidas ni las regiones del Norte se han remontado a los verdaderos principios. Si estos fueran mejor conocidos, cuánta sangre y cuántos disturbios se habrían ahorrado; sangre pagana, sangre he...

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