Historia de la Solución Final
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Historia de la Solución Final

Una indagación de las etapas que llevaron al exterminio de los judíos en Europa

Daniel Rafecas

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Historia de la Solución Final

Una indagación de las etapas que llevaron al exterminio de los judíos en Europa

Daniel Rafecas

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Esta obra explora las complejas causas que desembocaron en la consumación del crimen de genocidio más significativo de la historia moderna: la Shoá. Lo que motiva esta indagación remite al punto de quiebre de la utopía del proceso civilizatorio: ¿cómo pudo haberse engendrado Auschwitz-Birkenau?Daniel Rafecas construye un relato conciso y explicativo a la vez, sostenido en una hipótesis contundente, aunque no obvia: a ese acontecimiento no se llegó solo por el voluntarismo de un puñado de fanáticos antisemitas encabezados por Adolf Hitler, sino a partir de la superación, en forma sucesiva, de una serie de etapas, en cuyo devenir se radicalizaron las decisiones criminales sobre la cuestión judía. Esas decisiones fueron paulatinamente procesadas y racionalizadas por decenas de miles de funcionarios involucrados en el proceso de destrucción.La crónica exhaustiva de los hechos, austera y didáctica al mismo tiempo, atiende al contexto del conflicto bélico mundial (en particular a las dramáticas alternativas que caracterizaron la invasión a la Unión Soviética), así como al rol clave que desempeñó la burocracia estatal encargada de implementar las políticas antijudías (las SS de Heinrich Himmler). Y alumbra por sí sola el tránsito del régimen nazi hacia la consumación de la Solución Final, proceso que sólo pudo ser posible a partir del progresivo arrasamiento de los derechos fundamentales, característico del Estado totalitario.Con un prólogo especialmente escrito para esta nueva edición, en el que Daniel Rafecas reflexiona sobre el recorrido y el aporte de la obra a diez años de su publicación original, Historia de la Solución Final ofrece una síntesis histórica imprescindible para aquellos lectores de habla hispana que, desde cualquier ámbito del saber, se acercan al tema, consternados ante lo que el autor define como el gran agujero negro de la modernidad.

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Information

Year
2021
ISBN
9789878011196
Edition
1
1. Primera etapa
La erradicación de la influencia judía
Desde el ascenso de Hitler al poder, en 1933, las primeras medidas del nuevo régimen apuntaron a reemplazar el modelo democrático por un Estado autoritario, mediante una combinación de iniciativas pretendidamente legales, por un lado, y de la imposición de la violencia estatal y paraestatal más desnuda y abierta, por el otro. Consolidada esta fase –y tras ocuparse de comunistas y otros “enemigos políticos”–, el régimen se dispuso a tomar medidas destinadas a eliminar la supuesta influencia de los judíos, quienes en 1935 perdieron su condición de ciudadanos plenos, entre otras disposiciones fuertemente discriminatorias que ejercieron una creciente presión oficial para forzar su emigración. El pogromo de noviembre de 1938 fue la más acabada expresión de este proceso.
Primeras medidas antijudías
Condicionamientos iniciales del régimen
La llegada al poder de Adolf Hitler el 30 de enero de 1933, en el contexto del marco democrático instituido en la Alemania de la posguerra y conocido como la República de Weimar, marcó el comienzo del proceso que nos ocupa, dirigido a la persecución sistemática de los judíos en Alemania. En aquel momento, el nuevo canciller alemán era una figura política aún condicionada por la autoridad del presidente conservador Paul von Hindenburg y por un gabinete ministerial de cuyos integrantes sólo dos le respondían. Por otra parte, Alemania continuaba afectada por las condiciones deshonrosas que le había impuesto el Tratado de Versalles una vez finalizada la Primera Guerra Mundial, situación que impactaba tanto en lo económico como en lo político.[8]
El Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores (NSDAP), liderado por Hitler, reunía un considerable porcentaje del electorado: en efecto, el 31 de julio de 1932 los nazis habían obtenido casi catorce millones de votos, contra algo más de los trece millones conseguidos por los socialdemócratas y los comunistas en conjunto. Ante este resultado, Hitler se había postulado como canciller, ya que por sí solo representaba el 37,3% del electorado. No obstante, estaba todavía muy lejos de contar con una mayoría propia en el Parlamento (el Reichstag) y por lo tanto, para poder mantenerse en el poder, sus partidarios debían negociar y hacer alianzas con otras fuerzas nacionalistas de derecha.
Por otra parte, la coalición conservadora que hasta entonces ejercía el poder en Alemania le allanó el camino a Hitler para alcanzar la jerarquía de primer ministro pensando que este funcionaría como un dique para impedir que la socialdemocracia –o peor aún, el comunismo– accedieran al poder en el marco de la República de Weimar.
Y así fue, efectivamente. Primero los comunistas y luego los socialdemócratas cayeron víctimas de los métodos violentos del nuevo orden instaurado el 30 de enero de 1933, que dio en llamarse revolución nacionalsocialista. Era en estos sectores de la política nacional donde Hitler veía la principal fuente de peligro para la consolidación del régimen autoritario que tenía proyectado construir en Alemania. Y hacia ellos dirigió, en forma prioritaria, su atención y la de sus seguidores.
Ante la creciente hostilidad de Hitler hacia los comunistas –el 5 de febrero de 1933 habían sido atacados y saqueados numerosos locales partidarios e incendiadas sus bibliotecas–, el 21 de febrero de ese mismo año los dirigentes de ese partido exhortaron a sus seguidores –miembros del proletariado alemán– a desarmar las fuerzas de choque nazis. Unos días después, el órgano oficial del Partido Comunista alemán emitió un comunicado justificando el empleo de la violencia (Toland, 2009: 445). En este contexto de abierto enfrentamiento con los nazis en toda Alemania, Marinus van der Lubbe, un comunista holandés de 23 años llegado a Berlín una semana antes, le dio a Hitler la excusa perfecta para extremar la represión anticomunista al provocar un incendio de gran magnitud en el Parlamento el 27 de febrero de 1933.
Al día siguiente, agitando el fantasma de una supuesta revolución comunista en ciernes y aprovechando que el Parlamento había sido disuelto con vistas a las elecciones del 5 de marzo, Hitler, flamante canciller, logró que el presidente Von Hindenburg y el resto del gabinete firmaran un decreto “para la Defensa del Pueblo y del Estado”, que disponía una suerte de estado de sitio a nivel nacional, fundamentado en el artículo 48 de la Constitución alemana de 1919 (renovado en 1937 y 1939, este decreto adquirió carácter permanente en virtud de uno posterior de 1943, y se mantuvo vigente hasta 1945).
En el marco de ese decreto se estableció la suspensión de las libertades civiles y se autorizó a poner bajo “custodia protectora” a los “conspiradores” y los “enemigos” del Reich. Si bien se limitaba el alcance del decreto a los “actos de violencia comunista que ponían en peligro la seguridad del Estado”, de hecho la Gestapo –la policía secreta del Estado alemán– actuó de modo generalizado, y los tribunales terminaron convalidando su actuación. La capitulación del Estado de derecho se completó poco después, cuando el Parlamento aprobó, el 23 de marzo de 1933, una ley de delegación de poderes, la llamada Ley para Aliviar las Penurias del Pueblo y del Reich, que le concedía a Hitler plenas potestades legislativas y ejecutivas.
En los primeros meses de existencia del nuevo régimen, las fuerzas estatales y paraestatales, además del aparato de propaganda, se ocuparon de difamar, perseguir, encarcelar, forzar a emigrar y muchas veces asesinar o hacer desaparecer a los dirigentes y militantes del Partido Comunista alemán, con el que los nazis venían rivalizando en las calles y en las urnas desde mucho antes de acceder al poder. Se estima que la cifra total de comunistas encarcelados durante los primeros años del régimen superó los cien mil, mientras que el número de asesinados fue calculado en dos mil quinientos por la dirigencia del Partido Comunista alemán.
Así, con el objetivo de encerrar a los enemigos políticos, el 1º de abril de 1933 se puso oficialmente en funcionamiento el primer campo de concentración en las afueras de Múnich: Dachau. Su promotor había sido el ambicioso jefe policial del estado de Baviera, Heinrich Himmler, quien ostentaba desde 1929 –es decir, desde sus 29 años– el cargo de Reichsführer de las SS, un cuerpo de elite creado en 1925 como “escuadra de protección” personal de Hitler. Unos días antes de que Dachau abriera sus puertas, la prensa del partido nazi había anunciado que el Lager (establecimiento) estaba previsto para el encarcelamiento –bajo la figura de “detención preventiva”– de “todos los funcionarios comunistas y, en caso necesario, de la Reichsbanner [fuerza de choque favorable a la República de Weimar] y los socialdemócratas” (Evans, 2005: 385).
Una vez puestos los comunistas fuera de circulación, y como una continuación de la estrategia de eliminar hasta el último vestigio de oposición política, hacia mediados de 1933 le llegaría el turno a la más importante fuerza de centroizquierda. El 22 de junio de 1933, basándose en la Ley del Incendio del Parlamento, Hitler prohibió oficialmente al Partido Socialdemócrata alemán acusándolo de ser “hostil a la nación y al Estado”. Como para ese entonces el canciller había sumado otros cinco miembros a su gabinete, el 14 de julio de 1933 no tuvo oposición y logró la sanción de una ley que establecía al NSDAP como el único partido político de Alemania. Por esa misma época, los diputados socialdemócratas fueron expulsados del Parlamento, y varios miles de sus dirigentes y partidarios siguieron el mismo derrotero que sus antecesores: el encarcelamiento, la tortura y el exilio. En suma, se calcula que fueron tres mil los funcionarios socialdemócratas que resultaron privados de su libertad.
Los sindicatos y demás asociaciones de trabajadores también padecieron el rigor de la revolución nacionalsocialista en esta etapa: sus dirigentes fueron perseguidos y sus entidades disueltas. En efecto, la ordenanza del 7 de diciembre de 1933 estipulaba la disolución de todas las organizaciones sindicales. A modo de medida preparatoria, siete meses antes, el 12 de mayo de ese mismo año, el fiscal general de Berlín había embargado todos los bienes de los sindicatos para luego, durante el mes de junio, ocupar sus oficinas. Poco después, con la ordenanza del 24 de octubre de 1934, las organizaciones sindicales fueron reemplazadas por un único ente representativo de los trabajadores alemanes, el Frente del Trabajo, bajo el mando de un dirigente del partido, Robert Ley.
Hacia mediados de 1934, y a los efectos de ganar las Fuerzas Armadas –hasta entonces reacias a él– para la causa nacionalsocialista, Hitler decidió deshacerse de su ala más radical: las Tropas de Asalto (SA), lideradas por el dirigente nazi Ernst Röhm, que, hacia febrero de 1934, estaban conformadas por unos cuatro millones de hombres.[9] Por lo tanto, el régimen también se preocupó por llevar a cabo la profunda y violenta purga de algunos de sus elementos más imprevisibles (cuyo epicentro fue “la Noche de los Cuchillos Largos”,[10] el 30 de junio de 1934), que permitió el descabezamiento de las SA y la absorción de sus huestes por las restantes organizaciones del movimiento nazi.
Debido precisamente a esa decisión de neutralizar en primer lugar a los sectores de izquierda, y también a las luchas intestinas provocadas por la necesidad del movimiento nazi de adaptarse al hecho de estar en el poder, la cuestión judía pasó a un plano secundario. Pero no por ello dejó de figurar en la agenda de los nazis durante ese período. Por el contrario, la identificación del judío con el comunismo, muy común en los discursos de extrema derecha europeos, situaba a los judíos alemanes, al menos en forma indirecta, en la mira de aquellos que temían una permanente conspiración bolchevique para desestabilizar al Estado burgués, cuya nueva cara visible, para potenciar aún más las contradicciones, era el régimen hitleriano.
Pero lo cierto es que durante estos dos primeros años los condicionamientos políticos, económicos y sociales internos y externos del régimen de Hitler, más su opción estratégica de apuntar a los sectores de izquierda –rivales históricos de los nazis–, redujeron la política de Estado dirigida a la minoría judía a una serie de medidas legales tendientes a “erradicar la influencia” de este colectivo en los diversos ámbitos de la vida alemana. En efecto, “[e]n sus preocupaciones de entonces, esta política antijudía ocupaba un sitio relativamente limitado. Lo esencial de sus esfuerzos apuntaba a reconquistar una libertad de acción en Europa y a recuperar la fuerza militar” (Burrin, 1990: 58).
La consigna de los primeros tiempos
Borrar la influencia de lo judío era una consigna no sólo plasmada en la obra capital de Hitler, Mi lucha, sino también ampliamente difundida en los círculos nacionalistas alemanes. Además, mientras Hitler estuvo en el poder se convirtió en una política constante, mencionada en muchos de sus discursos y conversaciones, privados y oficiales.
Tras la brumosa apelación al influjo de los judíos sobre las finanzas, la prensa, la industria y las artes, se propiciaba contrarrestar ese influjo tomando medidas adecuadas. En este sentido, y “[p]or muy periférico que pueda parecer a posteriori, el ámbito cultural fue el primero del cual los judíos –y los ‘izquierdistas’– fueron expulsados de manera masiva. […] se habían vuelto contra los representantes más visibles del ‘espíritu judío’ que a partir de ese momento iba a ser erradicado” (Friedländer, 2009: 29).
El cambio producido por la llegada de Hitler al poder el 30 de enero de 1933 hizo que algunos alemanes, judíos y no judíos, percibieran que había llegado el momento de dejar el país (de hecho, durante 1933 abandonaron Alemania unos treinta y siete mil judíos). Entre los judíos, fue el caso del físico Albert Einstein,[11] y entre los no judíos, del escritor Thomas Mann. No obstante, la amplia mayoría del medio millón de judíos residentes en Alemania –menos del 1% de la población– “creían que podrían capear el temporal” (Friedländer, 2009: 95). Hacia fines de 1933, “decenas de millones de personas, dentro y fuera de Alemania, eran conscientes de la política de segregación y persecución sistemática que el nuevo régimen alemán había puesto en marcha contra los ciudadanos judíos. Sin embargo […] para mucha gente, tanto judía como no judía, quizá fuese imposible formarse una idea clara de los objetivos y límites de esa política. Entre los judíos alemanes había inquietud, pero no pánico ni sensación alguna de urgencia” (2009: 103).
Según Friedländer, “[l]a comunidad judía, sin embargo, había conseguido mayor visibilidad al concentrarse cada vez más en las grandes ciudades y dedicarse a ciertas profesiones, al tiempo que absorbía a un creciente número de judíos de Europa del Este, fácilmente identificables” (2009: 114). Este autor señala que se destacaban en el área de los negocios y las finanzas (a principios del siglo XX, de cincuenta y dos bancos berlineses, treinta pertenecían a banqueros judíos), el periodismo y las actividades culturales, la medicina y la ley, como asimismo por su compromiso con la política liberal y de izquierdas. “El éxito económico y la creciente visibilidad de un colectivo sin poder político fueron los causantes, al menos en parte, de su propia perdición”, al ser blanco de la agitación antisemita (2009: 119).
El primer impacto de consideración, demostrativo del nuevo estado de cosas, se produjo el 1º de abril de 1933, cuando las fuerzas de choque del movimiento nazi organizaron un boicot contra los comercios judíos. El episodio, que alcanzó gran visibilidad nacional e internacional gracias a la amplia cobertura de la propaganda oficial, contó con la tolerancia de las fuerzas policiales.
El obispo Otto Dibelius, principal autoridad protestante de Alemania, justificó las acciones del nuevo régimen en un discurso por radio a los Estados Unidos pronunciado el 4 de abril:
Mis queridos hermanos: No sólo comprendemos sino que simpatizamos completamente con las recientes motivaciones por las cuales ha emergido el movimiento völkisch […]. Siempre me he considerado antisemita. Uno no puede ignorar que los judíos desempeñaron un papel importante en las manifestaciones más destructivas de la civilización moderna (en Friedländer, 2009: 68-69).
Apenas una semana después del boicot, y cuando aún no se habían acallado las repercusiones de la medida, Hitl...

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