Zona de promesas
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Zona de promesas

Cinco discusiones fundamentales entre los feminismos y la política

Florencia Anguilleta, Muñoz Creusa, Muñoz Creusa

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Cinco discusiones fundamentales entre los feminismos y la política

Florencia Anguilleta, Muñoz Creusa, Muñoz Creusa

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Florencia Angilletta sostiene que el feminismo no existe, porque el singular es más una construcción de cierto feminismo que de los feminismos. El plural no es un simple cliché lingüístico, sino la posibilidad de mostrar zonas de conflictos y promesas.¿Los feminismos se pueden institucionalizar? ¿Qué pasa cuando la política se convierte en moral y cancela conversaciones en lugar de abrirlas? ¿Puede ser el código penal la nueva educación sentimental de una generación? ¿Cómo se relacionan los feminismos con el capitalismo? ¿Y con el peronismo? Cinco discusiones vivas... y miles de interrogantes.

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Capítulo II:
Lo que cabe en un museo

Esa vulnerabilidad de las cosas valiosas es hermosa porque
la vulnerabilidad es una marca de existencia.

Simone Weil, “Azar”.
A la entrada de un museo en la ciudad de México, en un afiche rosa puede leerse: “¿Qué historia nos cuenta este cuadro sobre desigualdad? ¿Cómo podemos ver esto desde las perspectivas de género?”. Este afiche produce un efecto estrábico, porque parece un “avance” –sobre todo en América Latina– que los museos incorporen a su propuesta curatorial la interrogación acerca de los géneros, pero ¿cómo?, ¿para qué? O más aún: ¿qué incomoda?, ¿el color rosa?, ¿la pregunta cuando ya supone una respuesta?, ¿el tono indicativo?(37)
Este gesto –destacable– de llevar los géneros al museo contiene otro: cierta institucionalización de una lectura sobre el género. (Más que acercarlo, habría que distanciarlo de otra experiencia como las conocidas intervenciones en los años ochenta de Guerrilla Girls, quienes se preguntan si, para ser parte de los museos, las mujeres solo tienen que estar desnudas.) La efervescencia de esta época contada por mujeres y disidencias sexuales atraviesa la escena mundial, latinoamericana y argentina.(38) Una sensibilidad de un tiempo en crisis, que parece ya no poder leerse sin una dimensión de género. Pero ¿cuáles son los límites de congelar como boom las producciones realizadas por mujeres y disidencias sexuales? ¿Las imaginaciones pueden reducirse a una lógica de cupo o a la recolección de figuras excepcionales?(39)
Los museos, como se ha señalado, son misas laicas, experiencias que agrupan la tensión entre lo sagrado y lo profano, entre lo popular y lo sublime. Una de las preguntas del siglo XX es qué organiza la “aduana” del museo: lo que entra y cómo, lo que queda afuera y para qué. Desde el urinario hasta la performance. Desde el mitin político hasta la publicidad. Del diario íntimo al tweet. Estas fuerzas interpeladas por los feminismos pelean en los museos: en la televisión y las series, en la literatura, en el rock, en las facultades, en el lenguaje, en la fe. Griselda Pollock advierte la paradoja frente al canon: discutirlo pero no “reproducir” su hegemonización. La construcción virtual de un “museo feminista” no implica “una idea de coleccionismo de cosas realizadas por mujeres sino una práctica en funcionamiento, un laboratorio de crítica y teoría que interviene en y negocia las condiciones de producción”.(40)
El museo, un poco espacio fuera del tiempo –tanto como hecho de espacio y de tiempo– pegotea el pasado y el futuro: sostiene clásicos, apalanca pioneros, gestiona los márgenes. Una relación selectiva con la historia –la tradición– y una relación selectiva con la promesa –la vanguardia–. Casi como un refugio donde agachamos la cabeza ante lo que nos conmueve y donde se escenifican las pujas entre costumbre y novedad. (Solo por nombrar algunas entre tantas, cuando en 2000 la artista Ana Gallardo coloca “atados de perejil sobre la pared”, interviene, temprana y sagazmente, en el debate por la legalización del aborto, o cuando Laura Arnés propone a la “sirena” como una figura que interdicta las afectividades lesbianas.(41)) El museo es total: pensar contra él es sostenerlo por otros medios; escribir que se podría estar por fuera de él roza cierta ingenuidad. Usar el museo como una gota vista por un microscopio para desmigajar ese laboratorio que es el arte, el arte desde los feminismos.
¿Qué acontece desde el silenciamiento hasta la aparente explosión de la voz pública de las mujeres y disidencias sexuales? ¿Cómo se organizan las contiendas entre arte y cultura, entre alfabetización y plebeyización, en las lecturas feministas y en el cruce de bibliotecas? ¿De qué modos los feminismos pulsan por otras imaginaciones ante la moral y la punición? ¿Qué hace el rock argentino con lo que las mujeres y disidencias sexuales hacen de él? ¿Qué trae la figura de Alicia, del otro lado del espejo, a los cortes políticos de un país que no estuvo hecho porque sí? ¿Hacia qué museos vamos?

Artistas

¿Se puede separar la obra del artista?(42) La respuesta está hecha de no y de sí. Justamente, en la modernidad, se distancian esos tres dominios que acompañan la cultura occidental desde las cavernas y Platón: lo bueno –llámese moral–, lo bello –en tanto arte– y lo verdadero –la ciencia–. Desde el romanticismo alemán y desde el formalismo ruso, la teoría literaria –la estética– discute los procesos de autonomización del arte, es decir, las formas en que puede leerse en tanto tal. Pero, cuando a comienzos del siglo XX, Marcel Duchamp lleva un mingitorio al museo, abre un agujero negro sobre qué es y qué no es lo artístico, así como interpela y muestra el poder de las instituciones (¿un urinario se transforma en arte porque un “genio” lo expone como si fuera un cuadro?). Un asterisco: este pívot inaugural del arte contemporáneo muestra el enlace entre la imaginación vanguardista y la feminista; llevar un utensilio del baño al museo es un plan que Duchamp roba a una mujer.
El siglo XX tiene dos movimientos simultáneos: catapulta la “muerte del autor”, es decir, que una película, una imagen, un libro significa en tanto puede ser leído y no como la expresión de la interioridad de nadie; y, a la vez, habilita algo tramposo: por momentos los mismos artistas “funcionan” como textos porque también ellos crean y participan –mediadamente– de la significación. Acá hay una palabra clave: mediaciones. Jamás puede ser “directo” eso que pasa entre obra y artista o –sepultados por la posibilidad del sentido cerrado, como señala Roland Barthes– entre un texto y quien lo escribe.(43) Texto es todo aquello que puede ser leído.
Hay algunas palabras que de un lado u otro de la conversación se han vuelto casi un mote, un comodín, y han perdido algo de su potencia crítica: “corrección política”, “cancelación”, “moral victoriana”. Un rodeo por los casos más estridentes: el pedido de bajar el cuadro “Teresa soñando” de Balthus en el Met de Nueva York, la censura contra los desnudos de Egon Schiele, las reacciones ante cada estreno de Woody Allen, la novela Lolita.(44) Las discusiones arte-moral han estrujado la modernidad –“la literatura es transgresión”– y, sobre todo, han minado el siglo XX –“¿puede hablar el subalterno?”–. Diríamos: si una época es todas las épocas juntas, casi es la anulación de la historia. Ninguna época es el grado cero de la historia. El arte es como un palo enjabonado, porque esa relación con la realidad siempre resbala. Resbala, pero no es esquiva. Vivimos una época, entonces, que apalanca las condiciones de producción de este mismo texto: qué –y quiénes– podemos decir de ella, y qué puede ser escuchado.
“Corrección política” es la forma rápida de nombrar cierto malentendido que organiza parte del debate cultural luego de la caída del muro de Berlín y el “fin” del “corto siglo XX”. Un intento por neutralizar los efectos de ciertas condiciones de enunciación que involucran a las minorías –como si las relaciones de poder quedaran diluidas tan solo con el pasaje de “indios” a “pueblos originarios”, de “negros” a “afroamericanos”, y así–. Como si por momentos se empantanara la disputa que las palabras cargan y los vínculos entre las palabras y las cosas.
Pero de los dos lados de la conversación, la “incorrección política” no hace más que sostener, en su inversión deliberada, aquello que pretende combatir. “Voy a decir algo polémico. ¿Cómo se podría saber el efecto de lo que uno va a decir? ¿Cómo se puede saber lo que uno va a decir? Esos no entendieron el descubrimiento freudiano”, señala Alexandra Kohan.(45) Creer que se puede calcular ese efecto es el aseguro de que nada polémico podría venir desde ahí o después. Kohan también sostiene que el paradigma de esta anulación es el chiste o el “voy a decir algo gracioso”, porque no se puede saber si algo gracioso acontece hasta que no ocurre la risa del otro; estos son modos de neutralizar la potencia del decir, que viene de quien escucha. Quienes con un adjetivo adelantan la consecuencia pretenden controlar la lectura.
Estos debates de corrección política son actualizados por la cancel culture –originalmente iniciada en Twitter con los hashtags cancelled o call out–, que suma ciertas modulaciones: la dinámica de las redes sociales –la viralización de esos escraches o linchamientos–, la centralidad de los feminismos –la mayoría de los cancelados son varones–, el pase de la confrontación o debate al pedido de anulación de la existencia misma del otro, la tensión entre creación, sujeto y moral.
El problema de este museo “de lo que no” es que puede conducir a un callejón sin salida: desde los feminismos se busca hacer temblar la casa del poder, discutir los sexos y los géneros, luchar tanto por la igualdad como por la libertad, pero los horizontes de la transformación social no implican la abolición de los conflictos. No existe manera de que podamos relacionarnos sin ellos. Procesar de distintos modos los conflictos de las voces en democracia no implica sostener que dejarían de existir si todos y todas fuésemos feministas. El arte, entonces, es ese territorio donde socialmente se elaboran los “patios de atrás”, incluso el patio de atrás de la democracia o de los feminismos, lo que nos sigue gustando, lo que nos sigue haciendo reír, lo que nos sigue enojando o lo que nos gustaría poder pero todavía no podemos.
No se niegan los problemas que la cancel culture cree que señala –asimetría, poder, injusticia–, aunque sí se advierte el equívoco que supone su proposición moral: los malos son los otros, la cancelación nunca me pasará a mí. Estas condenas operan mediante el señalamiento de aquellas producciones artísticas que parecieran no tener audibilidad contemporánea –en general, de años atrás– o el escrache directo a los artistas. Ante estos dilemas, nada sencillos, vale la pena el estado de pregunta y no la “solución” del punitivismo. La punición no es la respuesta en la sociedad y, mucho menos, en el arte, aunque esta no es una posición tibia o indefinida. Al revés. Para que haya justicia, tiene que haber derecho. Pero la política se hace también con otras imaginaciones, otros bordes, otros juegos: ahí está la fuerza del arte.
Entonces, si el arte es “más” arte, solo así, en sus relaciones mediadas, puede llegar a decir una verdad –del arte–. Así lee Ricardo Piglia: “Hay una manera de ver la política en la literatura argentina […] más interesante y más instructiva que los trabajos de los llamados analistas políticos, sociólogos, investigadores. La teoría del Estado de Macedonio, la falsificación y el crimen como esencia del poder en Arlt, la política como sueño loco de la civilización en Sarmiento. En la historia argentina la política y la ficción se entreveran y se desvalijan mutuamente, son dos universos a la vez irreconciliables y simétricos”.(46)
El moralismo ante los demás –que ubica como jueces o policías, y no desde la crítica literaria– es una flecha que también apunta sobre nuestras vidas –¿habrá “buenas” y “malas” feministas cuyas obras sean juzgadas con esas varas?–. Lo opuesto al moralismo no es el relativismo: queda el lugar para proponer una ética. El arte no “refleja” la sociedad, el artista no se “expresa” en su obra y la crítica no es la “policía” del arte. Los vínculos entre artistas, sociedades y artes son feroces: las palabras conmueven, rozan, irritan, modifican. Afectan cómo vivir.
Y aquello que se echa por la puerta, a veces, puede entrar por la ventana: algunos feminismos, en especial los anclados en las políticas de la identidad, por momentos parecieran reificar nociones premodernas del arte sobre la “autora”. A la vez, el malentendido del “yo” opera como un síntoma de época: lo primero que se hace cuando se agarra un libro es mirar la foto y la bio de quien lo escribe. ¿La lectura ha muerto? Boris Groys señala que “hay más gente interesada en producir imágenes que en mirarlas”.(47) Luchar por que haya más mujeres y disidencias sexuales en la biblioteca un minuto después de haber aprendido a “matar al autor”. ¿Cómo pueden densificarse las preguntas en torno a la lógica del cupo o al mismo problema de la representación, más allá del esencialismo –ser mujer, ser lesbiana, ser feminista– y la tautología –escribir como mujer, escribir como lesbiana, escribir como feminista–?
La frase de Kate Millett “lo personal es político” es una operación de crítica literaria, no tan distante de la de Judith Butler al deshacer “sexo/género/deseo” a partir de los actos de habla performativos de John Austin y la discusión con Jacques Derrida. Los feminismos están enlazados a operaciones de lectura. Y todo el tiempo están discutiendo, como discute Millett, qué hacer ante los progresistas caídos –como dice esa página web: “tu ídolo es un forro”–. Las grandes preguntas que atraviesan el siglo XX tienen este mismo síntoma.
Que no haya problema es el problema: dar como novedoso lo que es dato, ratificar un prejuicio. Como dice Terry Eagleton, “una lectura política empieza por leer el interior de los textos”. Más que de guetificar las hipótesis, se trata de lecturas que permitan pensarlo y escribirlo todo de nuevo; no decirlo todo, pero solo sobre las mujeres y disidencias sexuales. ¿Soñamos con museos en los que nada más haya lugar para heroínas o ejecutoras de –nuevos– manuales de género?
Aunque sepamos que parte de nuestra educación sentimental –política y ciudada...

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