Memoria de un socialista indignado
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Memoria de un socialista indignado

Premio Gaziel de Biografías y Memorias 214

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Memoria de un socialista indignado

Premio Gaziel de Biografías y Memorias 214

About this book

José Antonio González Casanova, pasa revista a su trayectoria con un fraterno sentido del humor y de la amistad y aprovecha para saldar alguna que otra cuenta pendiente. Repaso biográfico a la vez que reflexión acerca de los logros y los fracasos de los luchadores antifranquistas de su generación en la configuración de la España democrática, este libro es además una invitación al lector de fe socialista y revolucionaria (más allá de la obediencia a unas siglas concretas) a no claudicar ante la ofensiva neoliberal y la dictadura del mercado.

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1

LA FORJA DE UN REBELDE
Un socialista, ¿nace o se hace? Recuerdo tres anécdotas de mi primera infancia que parecen demostrar lo innato de mi socialismo. La primera parece relacionada con mi ser más inconsciente. Debía yo de tener tres años. Cogí un fajo de billetes nuevecitos del bargueño de mi padre y los fui tirando plácidamente al retrete... Mi instinto reconoció la identidad fecal del dinero, demostrada por el estreñimiento, símbolo de la avaricia, y por la fase sádico-anal freudiana. Mi viejo amigo Isidre Molas cree que mi fobia infantil al dinero no es propia de un socialista, sino un ideal del anarquismo. Bueno, por algo se empieza...
La segunda anécdota se refiere al conductor del autocar que me recogía cada mañana para ir al colegio. Me dijo que no tenía dinero para comprarle un libro de estudio a su hijo. Lo comenté con mis padres y les pedí su ayuda económica, la cual me fue concedida para no frustrar mis buenos sentimientos. Este acto monetario, al ser ya un acto consciente, significó una comprensión positiva del valor del dinero. En el fondo (en el retrete), el dinero es mercancía fecal, pero tiene un valor de cambio, ya que con él puede pagarse todo («poderoso caballero es don dinero» había leído en Quevedo). El dinero, en buena lógica, servía para comprar lo necesario y para posibilitar esa compra a quien careciera de él. Por supuesto, a cambio de nada, como no fuera, en mi caso, la sonrisa agradecida del conductor de mi autocar colegial.
La tercera anécdota enlaza con las anteriores y les da un sentido unitario a las tres. Pese al modesto sueldo de mi padre como oficial técnico del Banco de España (por eso tenía siempre billetes recién salidos del horno), en casa había dos sirvientas, o criadas, o «chachas». El piso era pequeño y una dormía en el pasillo sobre un catre plegable. No les era permitido bañarse más que en la habitación de una y en un barreño por turno. Mi madre, como típica señora de clase media madrileña, se pirraba por tener una cocinera y una camarera con cofia y guante blanco. Cuando mi hermano era muy pequeño, lo sacaba a pasear, en un cochecito que parecía una carroza, el «ama seca», una campesina de rostro arrugadísimo y moreno, emperifollada por mi madre como una mona de circo. Sobre el vestido de color añil, un aparatoso delantal blanco de frunces con lazo espectacular en el trasero. El cabello recogido en moño con el consabido capillo y, para redondear el uniforme de gala, unos pendientes con forma de botafumeiro, más el collar de abalorios alrededor de tal pechera que proclamaba un supuesto pasado de ama de cría. Recuerdo con qué felicidad mesocrática mi madre oyó al ama contarle cómo, en el paseo marítimo de Sitges, le habían preguntado en qué casa con título servía (¿condes?, ¿marqueses...?).
Pero toda esa presunción cursi, típica de la pequeña burguesía española del siglo pasado, ocultaba a su vez una curiosa manía visceral por el servicio doméstico, al que mi madre calificaba de «enemigos pagados». Yo diría que «pagados» más bien poco. Y «enemigos» ¿por qué? ¿Por ser campesinas empujadas por el hambre de la posguerra a Barcelona, Madrid o Bilbao a fin de comer caliente, dormir bajo techo y ganarse un parvo salario para el cine o el baile de los jueves a cambio de no parar ni un momento en tareas caseras como «chicas para todo»? En cierta ocasión, mi madre descubrió que la pareja de sirvientas hurtaba pequeñas raciones de alubias o garbanzos, para después, vaya usted a saber, venderlas o ayudar, en aquel tiempo de suma escasez, a algún hambriento conocido. Llamó a un hermano suyo, todo un abogado del Estado, para que las amenazara con llevarlas a la cárcel. Las chicas, entre sollozos, pidieron perdón y prometieron no reincidir. Mi madre, que pese a todo tenía buen corazón, les regaló a cada una un rosario para que la Virgen María les impidiera caer en la tentación de nuevo.
Estas y otras experiencias infantiles de lo que hoy podríamos calificar como «lucha doméstica de clases» entre las fámulas y el poder materno me llevaron a «desclasarme», a efectos caseros y familiares, a tomar partido por el bando proletario en los pequeños conflictos cotidianos. Debió de impulsarme a ello una vaga culpabilidad por haber sido causa directa, unos años antes, del despido de una aragonesa, Saturnina, que hacía honor a su nombre porque no podía ser más seca y adusta, y suscitaba en mí una extraña antipatía. Quizá yo proyectaba en ella la inconsciente frustración afectiva que me producía la falta de ternura materna, al fin y al cabo una Aries, aragonesa también y con la afinidad de carácter que puede suponerse con la tal Saturnina, la cual, nada menos, había sido «hermana de leche» de mi abuelo materno. El caso es que, como explicaba mi madre, a mis cinco años, en el libro Mi hijo (esa crónica almibarada que las mamás escribían sobre sus niñitos hasta que eran púberes): «Es un niño muy travieso y revoltoso, pero tiene muy buen corazón y es un buen español. Se pelea muchísimo con la muchacha y todo su afán es decir que el Caudillo es el mejor de los hombres». En la ingenua redacción materna está la clave de muchas cosas de mi futuro. En un par de frases relaciona dos cosas «malas» y dos cosas «buenas» que me definen: soy travieso y revoltoso, pero eso no es óbice para que sea de muy buen corazón y un buen español. Seguidamente, extrae las consecuencias: se pelea con la muchacha y considera el mejor de los hombres al Caudillo, Francisco Franco. ¿Cuál es la clave de todo ello? La clave está en que mi insulto preferido dedicado a Saturnina era llamarla «roja», pues era lo peor que podía ser una persona, según deduje de la opinión de mis allegados. Un día, la pobre mujer se despidió, con harto dolor de mi madre. Preguntada por el motivo (que parecía inconcebible por la buenísima relación entre las dos mujeres, igualmente semiperfectas en su papel doméstico), la sirvienta adujo el peligro que para su vida suponía que el niño de la casa, por muy niño que fuera, anduviera diciendo por ahí que ella era «roja». Yo no podía saber entonces cuánta razón tenía Saturnina para huir de mi casa. Y es que, mientras yo, con tanta inocencia como mala intención, la llamaba «roja», se fusilaba diariamente en Montjuïc o en el Campo de la Bota a centenares de «rojos», muchos de ellos sin otra prueba de su «rojez» que haber sido calificados así por algún vecino vengativo. En el resumen citado de mis cinco años puede reconocerse, después de lo dicho, mi contradicción como pequeño ser humano con una conciencia política incipiente y precoz. Si para mí el Caudillo era «el mejor de los hombres» es porque de algún modo simbolizaba la figura paterna que mis padres me inculcaban con sus alusiones a que aquel general golpista era el Salvador de España y nuestro Salvador. Da fe de lo que digo otro texto materno fechado en 1939: «José Antonio presume de ser falangista y dice que el mejor de los españoles es el Caudillo y en Italia, el Duce y Ciano». Lo cierto era que, por instinto, tendía mi propio ego mandón a identificarse con la figura de más alto mando en mi universo infantil. Todavía me sonrío ante el asombro y las carcajadas de las personas mayores, en aquel tren que nos conducía, al término de la guerra, de Madrid a Oviedo, cuando se paró en la estación de Burgos y yo me hice el ofendido «porque no ha venido a saludarme Franco». Si yo me ponía a la altura del jefe del Estado (o mejor dicho, le ponía a él a mi altura), era lógico que a Saturnina, una de mis «enemigas de clase» (una de los «enemigos pagados», según mamá), la considerara «roja». Pero eso era una muestra de mi carácter rebelde, que no admitía que me mandara nadie: ni mi madre ni menos aún una criada que, por serlo, era «roja». Y no obstante, yo tenía muy buen corazón y era un buen español. Sin duda, me había ganado lo de «buen español» por creer que Franco era el mejor de los españoles. Lo de «buen corazón» podía ser debido a dicha creencia patriótica más que a mi compasión humana, pues no parecía ser compatible con insultar a una sirvienta. ¿O sí? Podía ser una opinión familiarmente correcta que pelearse, insubordinarse ante una criada y llamarla «roja» no fuera muestra de mal corazón, teniendo en cuenta la muy reciente Guerra Civil, la cual, aunque no se quisiera reconocer, había sido una trágica lucha de clases, o así, al menos, la había vivido una pacata, cobarde y pretenciosa clase media española. El elogio sobre mi buen corazón debía de venir no, obviamente, por mis primeros maltratos al servicio doméstico (más tarde, cambiaron las cosas), sino por mis obsesionados interrogantes de un corazón sensible. «Papá, ¿por qué hay ricos y pobres? ¿Por qué hay cojos, ciegos, mancos y tullidos por las calles? ¿Por qué algunos piden limosna por el amor de Dios, como si Dios tuviera algo que ver con su pobreza? Cuando los pordioseros piden “por caridad” ¿será que nunca han oído ese villancico que dice: “...porque en esta tierra / ya no hay caridad / ni nunca la habido / ni nunca la habrá”. ¿Tiene razón ese villancico?».
Las respuestas de mi padre eran tan acertadas que provocaban en mí, como suele ocurrir con los niños pequeños lógicos y espabilados, un sinfín de nuevas preguntas. Si había tullidos y mendigos se debía a una guerra civil de tres años. ¿Por qué la guerra? Porque los «rojos» querían acabar con España y vino un militar patriota llamado Francisco Franco que se alzó contra el Gobierno masón y comunista y ganó la guerra. ¿Y por qué los «rojos» querían acabar con España? Porque eran unos malos españoles que pretendían que Rusia mandase en España. ¿Y por qué en Rusia querían mandar aquí? Sí, porque es un país comunista, «rojo», y el comunismo es una dictadura que mata y tortura para imponer a la gente de todos los países una vida terrible. Ellos presumen de que todos somos iguales, pero en la miseria y en la esclavitud. El comunismo es muy bonito en teoría. Cristo fue el primer comunista, pero en la práctica no es así; además, los «rojos» no creen en Dios.
En los años adolescentes, las evocaciones, bastante nítidas, de mis pocas experiencias de la Guerra Civil me llevaban a nuevas preguntas con las consiguientes respuestas paternas apasionadas, convencidas, pero no todas convincentes. Más tarde supe que Miguel de Unamuno les había augurado a los seguidores de Franco: «Venceréis pero no convenceréis». Un par de ejemplos se me ocurren ahora. «Si los “nacionales” nos querían librar de los “rojos”, ¿por qué bombardearon tanto Barcelona, que por poco nos mataron a mamá y a mí aquel día en que tuvimos que huir al campo...? Si los “rojos” eran tan malos, ¿por qué había tanta gente que les hacía caso y les seguía? Un niño de mi colegio me ha dicho que a su abuelo, falangista, le salvó la vida un tal señor Companys, pero a ese señor, después, Franco mandó fusilarlo por “rojo” y separatista».
Decidí que la falta de lógica del discurso paterno era una manera como cualquier otra de incoherencia propia del pensamiento de los adultos. Me refugié, por tanto, en el mundo feliz de las aventuras bélicas, de los héroes «fascistas» (Juan Centella, Roberto Alcázar, Jorge y Fernando, El Hombre Enmascarado, El Guerrero del Antifaz...), de los tebeos del nuevo Régimen (Flechas y Pelayos, Chicos). Con todo, me seguía doliendo la enfermedad, la miseria de la gente. En el colegio de curas cumplía los aburridos ritos religiosos con frío estoicismo. Aquellos jesuitas eran rígidos y secos, sin la más mínima ternura. La Compañía de Jesús era más bien una compañía o un batallón militar, y de Jesús no tenía nada, al menos del Jesús cuya vida nos explicó un sacerdote más franciscano que jesuita, el padre Armengol. Ese Jesús sí que me llegó al alma. Probablemente consiguió de mí que identificara para toda la vida mi «buen corazón» con el mensaje cristiano de que Dios es amor. No tardé mucho en hacer del amor mi dios personal diario. Fue un tierno y consciente amor el que me llevaba todos los domingos por la mañana a visitar a los enfermos de los hospitales de Barcelona y, por la tarde, a acudir a la catequesis que la Congregación Mariana (a la que no pertenecí nunca) impartía en barrios obreros, generalmente de barracas o bidonvilles. Los pequeños oyentes de mi disertación religiosa esperaban con impaciencia que yo acabara para recibir el pan con chocolate que, como premio (o cebo) a su atención, llevaba preparado en una bolsa. Mas el indudable amor que me movía no se premiaba a sí mismo con el placer del «deber cumplido» o con el regodeo de saberse bondadoso. Podía más la insufrible sensación de que todos aquellos males, incluida la enfermedad, eran inhumanos, injustos y que además se concentraban y cebaban en unos grupos sociales determinados, diferentes de los que yo acostumbraba a frecuentar. Poco a poco fui atando los cabos de un panorama urbano en el que el Mal aparecía ligado preferentemente a las clases llamadas «humildes», «necesitadas», «pobres», «menesterosas». Las denominaban así las señoras caritativas que veían en esas clases una ocasión magnífica de ejercer su caridad, su limosna y su mesa petitoria. Eran años precedentes al de «Ponga un pobre a su mesa». En puridad, se trataba de lo que la sociología definía como «clase obrera», pero era de mal gusto hablar de las condiciones de vida y de trabajo de los obreros y obreras. Había que llamarlos «productores»; productores de la riqueza nacional, aunque no tanto consumidores de ella.
Pese a las apariencias de una mansedumbre resignada y mendicante, una sorda ira vengativa y violenta sacudía a la clase «baja», incluida su prole infantil. Se daba una implícita continuidad de la Guerra Civil de clases entre los chavales de los pueblos de veraneo burgués y la «colonia», es decir, los niños de papá en vacaciones. Tardé un tiempo en saber que una colonia la forman los nativos de un país sometido, política y económicamente, a otro, más poderoso y rico, precisamente gracias a los bienes y trabajos de los colonizados. Los chiquillos de Sitges (que hablaban una jerga extraña para mí, llamada catalán) se liaban a pedrad...

Table of contents

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Dedicatoria
  4. 1. La forja de un rebelde
  5. 2. Un frente revolucionario para liberar al pueblo
  6. 3. Catedrático agitador en una Galicia agitada
  7. 4. De catedrático autogestionado a articulista a destajo
  8. 5. En donde se explica la diferencia entre un socialista y un socialdemócrata
  9. 6. De la convicción responsable a la responsabilidad convincente
  10. 7. De Kit Carson autonómico a Cyrano constituyente
  11. 8. Mi difícil «colaboracionismo» con la socialdemocracia
  12. 9. De socialista en paro a «bestia negra» del PP y de CiU
  13. 10. Una hija valiente y un padre obligado a una segunda juventud
  14. 11. Vuelvo a mi infancia con un franquismo sin Franco y a mi juventud con un nuevo «Felipe»
  15. 12. Un fin sin final
  16. Fotografías