El enigma de la Espada de san Pablo
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Francisco José Rodríguez de Gaspar Dones

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El enigma de la Espada de san Pablo

Francisco José Rodríguez de Gaspar Dones

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Gil de Albornoz, Pedro Tenorio, Francisco de Quevedo, Benito Pérez Galdós, Gregorio Marañón, el cardenal Tarancón, Francisco Franco… Todos ellos son figuras tremendas de su tiempo, con una importancia histórica irrefutable y muy poco en común. Su único punto de encuentro es el denominado Cuchillo de Nerón o Espada de san Pablo, una reliquia a la que se le atribuye la decapitación del apóstol San Pablo y que termina llegando a Toledo a finales del siglo XIV. Es adorada durante cerca de cinco siglos entre los muros del extinto monasterio jerónimo de La Sisla y termina perdiéndose durante la Guerra Civil. Franco organizó dos búsquedas para encontrar la presunta espada sagrada, en 1950 y en 1967. El dictador estaba obsesionado con el arma, para él un auténtico objeto de poder que le ayudaría en el gobierno de la patria. Una historia olvidada y perdida a la altura de mitos universales como la Lanza de Cristo o el Arca de la Alianza, pero puramente española y eminentemente toledana.El periodista e investigador Francisco José Rodríguez de Gaspar Dones divide esta obra en tres grandes bloques. Por un lado el análisis de la tradición oral y el atribuido origen de la espada como reliquia paulina, por otro su registro continuado en la historia de Toledo desde 1551 y por último las investigaciones que desde 2016 ha realizado personalmente de cara a unir las piezas de este apasionante puzle. ¿Qué pasó realmente con el Cuchillo de Nerón? ¿Por qué Franco lo buscó incansablemente? ¿Lo encontró realmente? Muchos interrogantes que encuentran respuesta en las páginas de este ensayo.

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Information

Year
2018
ISBN
9788417558284
Capítulo 1:

La espada que obsesionó a Franco
«El interés del Caudillo por las cosas del viejo Toledo, por sus tradiciones y aún por sus reliquias veneradas, vinculadas a hechos históricos difuminados ya por el paso de los siglos hasta el punto de que rozaban la leyenda, habla elocuentemente su preocupación por recuperar la espada con la que fue degollado San Pablo»
Luis Moreno Nieto, Franco y Toledo, Diputación Provincial de Toledo, 1972
Un país destruido por una guerra cainita. Un hombre autoproclamado «salvador de la patria». Cuarenta años por delante para imponer su único criterio. El gobierno del general Francisco Franco marcó el siglo XX español. Su figura ha sido examinada desde todos los aspectos, desde el puramente político, al militar, pasando por su exacerbado sentimiento religioso. Nada ha escapado al análisis de historiadores, psicólogos, periodistas e investigadores en torno a la figura del dictador. Tampoco ha pasado inadvertido su lado más esotérico.
Se ha escrito mucho sobre esa vertiente no tan conocida, pero siempre presente. Franco, entre otras cosas, creía firmemente en la existencia de una conspiración judeo-masónico-comunista-internacional que pretendía el dominio del mundo y que estaba detrás de la decadencia española desde, al menos, los tiempos de Felipe II. Esa era una idea que ya circulaba por la España de comienzos de 1900 y que caló hondo en la figura del dictador, que llegó a considerarse «Centinela de Occidente» frente a todas esas supuestas amenazas que se materializaban como un enemigo real en la figura de la Unión Soviética.
Su odio a la masonería es bien conocido. Su ascenso hasta la jefatura del bando sublevado le permitió concentrar la represión en los elementos que percibía como antiespañoles, masones e izquierdistas. De aquella obsesión personal de Franco con la masonería existe una prueba. Es la reconstrucción que ordenó hacer, en el Archivo General de la Guerra Civil de Salamanca, junto a los papeles incautados, de una sala donde se reprodujera toda la parafernalia decorativa de una logia. Se acumularon allí toda clase de elementos truculentos que evidenciaran ante el pueblo la inequívoca maldad que él atribuía a este tipo de sociedades.
Franco decretó el exterminio de la masonería en España y cultivó hacia ella un odio profundo. La prueba es su último discurso desde el balcón del Palacio Real, en la plaza de Oriente, en septiembre de 1975, poco antes de morir: «Todo lo que en España y Europa se ha armado (reacciones a las últimas cinco ejecuciones del franquismo, con violentas protestas ante embajadas españolas) obedece a una conspiración masónico-izquierdista, en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos les envilece».
Esa animadversión hasta el último de sus días contrasta, y a la vez puede justificarse, con las investigaciones que ya en años más modernos han apuntado hacia la posibilidad de que Franco solicitara en varias ocasiones su ingreso en alguna logia masónica y siempre fuera rechazado. Sus dos hermanos, Nicolás y Ramón, al parecer, sí fueron miembros de ellas. El primero llegó incluso a presidir el Club Rotario de Valencia, una sociedad «discreta, que no secreta», cuyos objetivos han sido señalados como comunes a la masonería, pese a que los rotarios siempre se han desmarcado de ello.
El interés inicial de Franco por la masonería mutó al parecer en odio tras el rechazo, y lo alimentó con sus creencias ultracatólicas, que le sirvieron de apoyo para justificar unas tendencias ocultistas que le llevaron, entre otros episodios de su vida poco conocidos, a revolver las entrañas de un convento toledano, las jerónimas de San Pablo, para buscar lo que él consideraba la reliquia con la que fue decapitado el apóstol Pablo.
Las palabras que abrían este capítulo, «El interés del Caudillo por las cosas del viejo Toledo, por sus tradiciones y aún por sus reliquias veneradas, vinculadas a hechos históricos […]», fueron escritas por el periodista Luis Moreno Nieto en su libro Franco y Toledo. En él dedicó varias páginas para hablar de la reliquia conocida como la Espada de san Pablo y el interés, por no llamarlo obsesión, del dictador por encontrarla. Un capítulo de la vida de Franco prácticamente desconocido para la inmensa mayoría, pero plagado de apariciones en la prensa de la época y muy presente en los medios de comunicación del régimen desde 1950 a 1967.
El propio Moreno Nieto narra en esa obra cómo Franco contaba la historia de la espada a cada uno de los gobernadores civiles de la provincia que nombró en vida; y fueron bastantes, aunque no a todos los trató con la misma condescendencia. La coreografía posterior, para el puñado de elegidos, continuaba en los días posteriores al nombramiento. Así, tras la toma de posesión oficial llevaba a quienes mejor le caían de cacería por alguna de las fincas de más variedad cinegética de la provincia. Dehesas como Higares, en Mocejón, o El Castañar, en Mazarambroz, de abundante caza mayor y menor, por citar algunas de las más frecuentadas, fueron escenario de esos casi monólogos. Allí les explicaba con detalle, aprovechando el descanso del almuerzo, la historia. Una narración que tenía incluso su título, nada rimbombante, pero sí lo suficientemente enfático como para dejar boquiabierto al interlocutor. Lo llamaba «el alfanje paulino».
Toda historia tiene un comienzo, a veces no tan feliz como el de los cuentos. En este caso, el principio de aquel interés extremo salía a la luz en 1950, al organizar la búsqueda oficial de la espada el régimen instaurado después de la contienda civil.
La primera puesta en escena de tal rastreo tiene su origen en una noticia que apareció en los principales medios de comunicación de la época. Está impresa en el diario ABC, en sus ediciones de Madrid y Sevilla, en La Vanguardia, y, cómo no, en la edición de El Alcázar. Este periódico, con tirada local en Toledo, fue el punto de atención que desencadenó toda esta investigación. Y es que, sin un titular como el del 3 de enero de 1950: «Se busca el cuchillo con que fue degollado San Pablo», no se hubiera iniciado nunca este particular recorrido que voy a narrar en torno a la historia de la denominada Espada de san Pablo.
Vayamos paso a paso. La noticia de El Alcázar no tiene desperdicio. Tampoco lo tiene su subtítulo: «Los bomberos municipales achican el pozo donde fue ocultado durante el periodo rojo». Demuestra que el régimen franquista no escatimó esfuerzos en buscar la espada. «Las autoridades han intervenido ahora en el asunto», destaca la crónica respecto a la búsqueda. Aquel revuelo no era algo impremeditado. Fue una operación concebida con tiempo. Se requería la complicidad de la autoridad eclesiástica y fue necesario pedir las consiguientes licencias. Tal es así que, para su realización, el cardenal y arzobispo Enrique Pla y Daniel tuvo que levantar temporalmente la clausura del convento. Era la única manera de permitir la entrada de los bomberos a un lugar sacralizado.
El artículo del periódico toledano es enjundioso. Narra como «la preciada reliquia» fue traída a Toledo por el arzobispo Gil de Albornoz en el siglo XIV. Aclara que durante años se guardó en el convento. Añade que, con el estallido de la Guerra Civil de 1936 y la entrada de las tropas republicanas de la ciudad, se produjo un cambio sustancial en la ubicación que hasta el momento había tenido la reliquia. Según el testimonio de una monja impedida que no pudo ser evacuada junto al resto de sus hermanas, el demandadero (la persona encargada de hacer los mandados de las monjas fuera del convento) escondió la espada. No la ocultó en un sitio cualquiera y de previsible localización. La echó en el lugar que tenía más a mano. La arrojó, junto a una escopeta vieja, «al pozo situado en el patio del convento». Detalle este último que no merece ser pasado por alto, puesto que en el interior del cenobio había en aquella época —año 1936— tres pozos: dos en el patio y un tercero en un nivel inferior del recinto. Esa creencia de que la espada estaba oculta en el pozo es la parte de la historia que ha perdurado durante decenios.
La reliquia quedó escondida en uno de los pozos, sin especificar cuál. ¿Especulación o vaniloquio? Sea así o de otra manera, la historia de que continuaba allí se mantuvo viva. La noticia quedó recogida en El Alcázar. El periodista que la escribió apuntaba que las religiosas trataron de recuperar la espada durante años, «explorando el fondo (del pozo) con ganchos». Lamentablemente, sin éxito alguno.
La verdad es que los medios empleados para el rescate no eran de una técnica sobresaliente. Tampoco variaron mucho con el paso de los años. Tenían muy poco de avanzados; es evidente a tenor de los resultados. Se da un paso más en la búsqueda. Cinco bomberos del parque municipal de Toledo, que aún no era un cuerpo profesional, ya que alternaban el servicio con otros oficios, se pusieron a trabajar en el pozo. Su objetivo, hallar la reliquia que había arrojado el demandadero. Efectivamente, tal y como confirmaron posteriormente las monjas, dragaron la cavidad del patio del convento. El trabajo se vio compensado con la limpia de gran cantidad de piedra y barro pero, para su desgracia, no se halló rastro alguno de la espada. Sí se encontró la escopeta, tal y como se confirmó en la prensa.
La búsqueda, que se prolongó durante varios días y sin éxito, tuvo que justificarse ante quien la ordenó. El problema es que debía comunicarse el fracaso de una misión tan enigmática. Una tarea con no poca dificultad, si se tiene en cuenta el interés del dictador por encontrar el arma. No era fácil para los políticos locales, a quien se encomendó el trabajo, decir que lo que se rastreaba no se halló.
En la mañana en la que comenzaron las labores de pesquisa en el convento, la del 2 de enero de 1950, se personaron en el monasterio de las jerónimas el entonces gobernador civil de la provincia, Blas Tello y Fernández Caballero, que llegó a ser director general de Política Interior, el presidente de la Diputación Provincial, Tomás Rodríguez Bolonio, y el alcalde de la ciudad, Andrés Marín Martín, defensor del Alcázar durante el asedio, que después fue nombrado gobernador civil de la provincia.
La crónica del diario El Alcázar detalla que Rodríguez Bolonio examinó «una extensa crónica encuadernada en pergamino que le fue entregada por la madre priora de la comunidad, en la que se detallan pormenores relacionados con la reliquia». Nada se sabe ahora de ese documento.
Pero, ¿por qué la insistencia de Franco por hallar el cuchillo? La respuesta oficial del Régimen la ofrecían los periódicos de la época. En ellos se contaba que el entonces jefe de Estado quería encontrar el arma que degolló a san Pablo para regalársela al papa Pío XII. ¿Por qué hacer ese obsequio? La explicación es simple. En 1950 se celebraba el año del apóstol Pablo de Tarso y Franco decidió obsequiar con la espada al pontífice. No era una acción gratuita, sino fruto de alguna indicación del cuerpo diplomático de cara a limar asperezas para la firma de un concordato con la Iglesia. Aquel tratado legitimaría al nacional-catolicismo español. Tales tejemanejes eran propios de las operaciones de sondeo con el fin de articular una base jurídica para que el régimen dictatorial pudiera allanar sus relaciones con el Vaticano, y qué mejor manera de engatusar a los jerarcas jurídicos del papado que con un obsequio de tanta evocación cristiana.
La relación de Franco con Pío XII, que había dedicado toda su vida eclesiástica a la actividad diplomática, no pasaba, a decir de muchos articulistas, por el mejor momento. Y eso a pesar del marcado catolicismo del dictador. Se sabe que el Papa había escrito un telegrama, según mandaban las normas al uso, felicitando por la victoria al final de la contienda civil. La respuesta mantuvo la misma línea y se dejaba clara...

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