Bloque 1
El paraíso
San Baudelio de Berlanga - Vera Cruz de Maderuelo San Miguel de San Esteban de Gormaz
Además, Dios preparó un jardín en Edén, hacia el este,
y allí puso al hombre que había formado.
(Génesis 2:8)
I
Cuando aquel domingo de octubre de 2015 me subí en el coche y puse rumbo a Soria por primera vez, solo me movía la inquietud de comprobar si lo que Gustavo Adolfo Bécquer había popularizado en una conocida leyenda en el siglo xix era cierto. Últimamente, cada noche acudía a las páginas de un viejo libro titulado Rimas y leyendas, atraído (por qué digo atraído, cuando quizá debería reconocer que estaba obsesionado) por la malograda aventura de los jóvenes Beatriz y Alonso en la lejana Soria del escritor sevillano.
«La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas…». Conocía casi de memoria cada una de las palabras que Bécquer había colocado meticulosamente en aquel relato y se me hacía irresistible cubrir caminando la distancia que separaba el monasterio de San Juan de Duero —a unos pocos cientos de metros del corazón de la capital soriana— y la ermita de San Saturio, encaramada a lo más alto de aquel abrupto valle situado en la otra margen del río, el que desde Bécquer se conoce popularmente como el Monte de las Ánimas.
Entonces ignoraba —quizá aún no he resuelto la duda— si me atraía más el escalofrío ante aquella «espantosa batalla» entre caballeros templarios y nobles de la ciudad que da origen a la leyenda, la forma en la que Bécquer describe la aterradora Noche de Difuntos o el misterio que envuelve los lugares atrapados en la remota publicación.
Porque, he de reconocer, mi descubrimiento personal del pasado ha venido acompañado de tantas alegrías como frustraciones, de tanta inquietud como angustia propiciaba el duro ejercicio de acercarme a pinturas, inscripciones o relieves de hace siglos sin establecer una comunicación inteligible. Nada. Y ahora que me aproximaba a las olvidadas tierras sorianas, servían como ejemplo dudas que se acrecentaban a cada kilómetro consumido. ¿Qué significado se escondía tras los baldaquinos de la iglesia conventual de San Juan de Duero? ¿Por qué los arcos de cada costado de su inspirador claustro eran desiguales entre sí?
A menudo, acudía a los libros de historia del arte para deshacer mis dudas. Pero la frustración continuaba inmutable, cuando no se acrecentaba. Lo habitual era que las inmensas ganas de desentrañar el misterio que se ocultaba tras los muros de iglesias y monasterios terminase diluyéndose, entre tortuosas descripciones de cada uno de los elementos de una portada o las intrincadas referencias a los hechos sagrados que los habían inspirado. La única esperanza personal residía en la profesión que había tenido la suerte de ejercer desde los pasillos mismos de la facultad. Una reveladora conversación con un arquitecto —en plena rutina periodística de acopio de información— me abriría los ojos definitivamente. Alumnos de un colegio de primaria que visitaban las obras de restauración de un templo se afanaban por descifrar el significado oculto de las piedras… con escasa fortuna. Les faltaba el «código», reconocía su guía de excepción. Ahora que regreso a Soria, casi un lustro después de aquella expedición iniciática, compartiré con el lector el tortuoso —pero, al mismo tiempo, fascinante— camino que me ha permitido descifrar los «códigos» de algunos de nuestros más emblemáticos templos románicos. En realidad, la enigmática Soria había abierto las puertas —hasta la fecha, infranqueables— de uno de los más asombrosos misterios de nuestro pasado: San Baudelio.
La primera imagen de San Baudelio que guardaba en la memoria estaba teñida de exotismo. La célebre exposición Las Edades del Hombre había decidido en 2009 encadenar la visita de la concatedral de San Pedro, en la capital soriana, con el descubrimiento de una pequeña ermita situada en un singular paraje, en el término de Casillas de Berlanga, a unas decenas de kilómetros de El Burgo de Osma. El cartel de aquella exposición, titulada Paisaje interior, exhibía los colores de los muros del templo, de una única y diminuta nave. En el corazón de aquel espacio se hallaba uno de los principales enigmas: de una gruesa columna arrancaban ocho arcos en forma de herradura. ¿Qué había detrás de la conocida como «palmera» de San Baudelio?
Vista de San Baudelio de Berlanga a principios del siglo xx desde la fachada oeste, donde se sitúa el acceso principal al interior. Autor: Juan Cabré Aguiló. Instituto del Patrimonio Cultural de España (ipce).
A la célebre «palmera», los expertos sumaban otros dos elementos que habían quebrado el entendimiento de los investigadores durante más de un siglo de estudios, análisis y cábalas. ¿Qué sentido guardaba la original tribuna que se elevaba a los pies de la iglesia? Y sobre todas las cosas, ¿cuál era el significado de las pinturas que —hoy, a duras penas— ilustraban los muros con una maravillosa diversidad de colores?
Cuando abordé el descubrimiento de San Baudelio, ignoraba lo lejos que aún estaba de acercarme al significado de todos estos enigmas. Por entonces, había otro asunto que me perturbaba aún más y que, al tiempo, me apartaba del conocimiento de las claves de la ermita. La investigación de mi libro El último claustro había puesto en el camino a historiadores e investigadores brillantes, que habían reconstruido impagables historias de un pasado no tan lejano que, desafortunadamente, eran ajenas al gran público. Me entristece pensar que las prisas de este mundo que habitamos, junto con el desinterés de la sociedad por el conocimiento verdadero, releguen a un cajón relatos como el que no me resisto a compartir en las siguientes líneas, fruto de una de esas extraordinarias recreaciones.
Pero para ello, les voy a pedir que, por una vez, se pongan en la mente del malo de esta película. Verán. A finales del siglo xix, comenzó a despertar el interés de nuestro país por su patrimonio, envejecido, denostado, desconocido. Una de las herramientas que canalizó la inquietud de investigadores e historiadores fueron las excursiones científicas por aquella lejana España, por la que todavía era una odisea trasladarse. Sus revelaciones fueron un hito que pronto se convertiría también en el mayor de los peligros para nuestro patrimonio.
II
Aunque la primera referencia informativa que se conserva de San Baudelio es de 18841, a principios del siglo xx se produjo un hecho clave. Un profesor de Literatura de Alicante puso en la pista de las pinturas de la ermita a un tal Teodoro Ramírez, miembro de la Comisión de Excavaciones de Numancia. Juntos presentaron el hallazgo a José Ramón Mélida y a Manuel Aníbal Álvarez, quienes visitaron el templo el 30 de agosto de 1907 para elaborar un estudio que tendría un claro objetivo: conseguir que la ermita fuera declarada monumento histórico-artístico. Contarían con una herramienta tan poderosa, como fatales podrían a llegar a ser sus consecuencias. Se trataba de la fotografía. La fotografía, sí, la misma que puso en práctica de una manera excelente el investigador Juan Cabré durante la elaboración del Catálogo Monumental de Soria. Sepan, a modo de anécdota, que su trabajo —instantáneas tomadas con cristales, hoy impagables— jamás llegaría a publicarse… ¿Falta de medios o pura desidia? El caso es que los impulsores de la protección del templo habían tomado nota de que San Baudelio se hallaba en un término alejado, abandonada, necesitada de una urgente restauración. Su artículo, cuya copia ahora tenía entre mis manos2, revelaba, efectivamente, que la primera pista había nacido en los recuerdos de niñez de aquel ilustrado profesor que antes les he mencionado, pero atribuyen el descubrimiento a Teodoro Ramírez, «la primera persona inteligente que lo vio». El estudio alcanzó su meta: la ermita fue protegida el 25 de agosto de 1917.
Antes les hablaba del malo. Aunque pronto van a comprobar que en esta rocambolesca historia hay muchos matices. Anticuario y marchante italiano. De nombre: León Levi. Les he pedido que se pongan en su lugar, no en un intento vano de empatizar con sus ambiciones, sino por la consecución de una lucha contra las autoridades españolas que no abandonaría hasta vencer. Si me preguntan por qué lo consiguió, les diré mi teoría personal: un inagotable, infatigable, sentido del orgullo.
Ramírez, Mérida, Aníbal… Ellos lo hicieron con la mejor intención, pero se toparon con Levi, personaje que acabará resultándoles familiar. El trepidante guion de la película arrancó en 1922. La publicación del citado artículo —sus fotografías— atrajo al marchante italiano, uno de los tentáculos de una red que tenía por encima a dos personajes que también les acabarán siendo familiares. El empresario norteamericano de origen francés Gabriel Dereppe y su jefe, el anticuario internacional de origen belga Georges Joseph Demotte, con galerías de arte en París y Nueva York.
¿Qué pensaría usted si al entrar en una ermita románica del siglo xii comprobara su ruinoso estado? Levi también se vio sorprendido, pero no en el sentido que imaginan. La penosa conservación de San Baudelio se convertiría en la principal oportunidad, en el argumento que el italiano utilizaría para intentar hacerse con las preciadas pinturas. El anticuario encadenó una ronda de entrevistas para dar con el propietario y persuadirlo de la venta de los frescos: acudió a la Colegiata soriana de San Pedro, a los obispados de Osma y Sigüenza… Estaba completamente convencido de que cuando escucharan su oferta, tardaría unos pocos minutos en cerrar el trato: si le concedían las pinturas, no solo se ocuparía de costear las mejoras que necesitaba el templo, sino que además reconstruiría los frescos a través de la huella que dejaría su ausencia… Pero aquí se topó con el primer escollo —¿o fue su otra gran ventaja?—, que ninguno de los interlocutores era propietario del edificio. Y es que en el Registro de la Propiedad de Almazán comprobó que los auténticos dueños eran… los vecinos de Casillas de Berlanga.
Levi no perdió el tiempo, se entrevistó con varios de los propietarios y los sedujo con una oferta irresistible: 50.000 pesetas por desposeer los muros de San Baudelio —que por en...