La espera
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La espera

About this book

La Espera está compuesto de relatos breves, compactos, narrativamente vertiginosos, llenos de diálogos que rescatan las particularidades de cada personaje e imágenes claras y llenas de luminosidad. Las fuerzas de la naturaleza, la posibilidad de perdurar en la fugacidad del tiempo, la tristeza de las despedidas, la alegría de lo cotidiano, la eterna felicidad de lo simpleza humana.

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La curandera de 1717

Corría el año 1949, Villa María era una pequeña ciudad con calles en su mayoría de tierra, y veredas altas con sus correspondientes alcantarillas.
Frente a la actual gruta de la Virgen de Pompeya, parte sur de la Villa, estaba el zoológico. Era el paseo obligado de los niños en las tardes domingueras para ver a “Carlón”, un viejo león traído hacía años a nuestra ciudad. También había monos, zorros, maras, guanacos, aves zancudas; toda una novedad para los chicos y adultos.
Las esbeltas palmeras que hoy embellecen la Avenida Alvear-España alcanzaban una altura que apenas sobrepasaba los dos metros. Los barrios eran tranquilos. Casas bajas de la misma altura. Aquí, una pintada de gris; allá, otra celeste. Monótona arquitectura desprovista de imaginación.
Caminábamos por las anchas aceras dejando atrás una ventana, una puerta y, de vez de cuando, un portón de garaje. En la esquina, una pizarra con el dibujo de una cabeza de novillo: era la carnicería atendida por un simpático muchacho que en sus horas libres estudiaba Ingeniería electrotécnica. A media cuadra una vinería.
Los negocios, alternando siempre con casas de familia. Vecinos de edades dispares, pero toda gente sencilla y trabajadora. Doblando la esquina y cruzando la calle estaba el bar de María; unos metros más adelante se encontraba el almacén. Si uno no era pretencioso, allí se podía comprar todo lo necesario.
Dando vuelta a la manzana, lo más inesperado. Entre la casa de la modista y la del dentista vivía Carmen, “la curandera”. Una singular anciana locuaz, chismosa y desalineada. Muy vivaz para su edad, pasaba todo el tiempo posible en la puerta de un largo pasillo que desembocaba en una pequeña casa. Siempre cruzada de brazos, en invierno, con una manta sobre sus hombros, observando y dando pie de conversación sobre cualquier tema a los vecinos que pasaban por el lugar.
……
Cuando al verdulero le contaron que Carmen le había robado, rompió en una sonora carcajada.
–¿Cómo fue eso? –preguntó.
–Mirá Miguel –le dijo el amigo–, en un abrir y cerrar de ojos ocultó un pimiento rojo debajo de su manta.
–Y bueno –dijo Miguel–, seguro que el guiso le salió sabroso ¿no?
Carmen, cuando entraba a un negocio, no dejaba de hablar, moviéndose de un lado para otro y de pronto ¡zas!, estilo “Mandraque”, algo desaparecía.
Por el almacén, el lechero dejaba a diario, muy temprano, un cajón de botellas en la vereda. Pegada a la puerta. De tanto en tanto faltaba un litro de leche. Un vecino había visto a Doña Carmen inclinarse sin ningún esfuerzo, levantar una botella y esconderla, como siempre, debajo de su manta. Luego seguía caminando tranquila con cara de “yo no fui”.
A su casa concurrían dos o tres personas por día. Mamás, por lo general, que llevaban sus niños para curarles el empacho o la “pata de cabra”, como decía Carmen. Alguna de ellas preguntaba:
–¿Qué es la “pata de cabra” señora?
Carmen le explicaba, colocando el bebé boca abajo, y le enseñaba que a la altura lumbar había tres manchitas rojas.
–Mirá, ¿ves? –decía–. Hago masajes aquí, es decir, separo el “cuerito”. Hasta que escucho un ruido. Tenés que traerlo tres veces seguidas, no menos, y así estará curado.
Cuando la curandera intuía que el cliente podía pagar el doble, entonces ese niño tenía “pata de cabra hembra y macho”.
También curaba culebrilla, ojeadura, daños. Tiraba las cartas, siempre dejaba contentas a las personas. Les pintaba un futuro esplendoroso.
La vecina de Carmen era Dorilda, la modista del barrio. Dorilda tenía por costumbre sentar a la nena en la vereda en su cochecito azul, mientras ella trabajaba frente en su máquina de coser que estaba colocada justo delante de la ventana que daba a la calle.
Una mañana vio a alguien acercarse a la niña.
Dorilda corrió la silla donde estaba sentada y, ¡oh! sorpresa, era Carmen que le quitaba la muñeca a Silvia.
Dorilda no dijo nada. Cuando vio a su vecina que salía, se asomó por la tapia que daba a la casa de Carmen para dar un vistazo. Lo primero que encontró era una jaula colgada en la pared a centímetros de su cara. Sin pensarlo tomó la jaula del canario y con sumo cuidado la colocó en el patio de su casa. Un poco atolondrada caminó hasta el lavadero y, en un acto poco común en ella, levantó la tapa del lavarropas y ubicó dentro del tambor la pequeña carga y enseguida lo tapó.
Rato después, en su lugar de trabajo de costura, apareció Doña Carmen.
–Dorilda, Dorilda –dijo–, me robaron el canario.
–¿Cómo que le robaron el canario?
–Sí –argumentó la anciana–, lo tenía colgado en la pared del patio y desapareció –sin dejar de caminar y mirar por todos lados.
Dorilda pensaba “¡Ojalá que no cante! ¡Ojalá que no cante!” El pobre pájaro, callado...

Table of contents

  1. Revelación
  2. Todos los días amanezco a ciegas
  3. La primera función
  4. La Princesa
  5. La noche del estreno
  6. La curandera de 1717
  7. Mantel blanco
  8. El tren de los sueños
  9. Amelia
  10. La espera
  11. Los gitanos
  12. La pesca