El museo de los sueños
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El museo de los sueños

About this book

Escribir esta breve contratapa es un motivo de profunda satisfacción, e implica una responsabilidad enorme que durante un par de semanas paralizó esa parte de mi ser que hace que teclee, de vez en cuando, palabras más o menos efectivas. Es tanto lo que tengo para decir que no sé por dónde empezar. Además corro con la desventaja de lo que significa una contratapa de libro. En una contratapa se habla bien del libro y de su autor, y ese lugar común es imposible de gambetear. Y si bien no ando escribiendo contratapas porque sí, por más que mi más entrañable amigo me lo pida, eso también es algo que hacen o dicen hacer la mayoría de los escritores. Entonces no me queda otra que ir para adelante como un ariete. Atención, señoras y señores, les aseguro, lo firmo con mi sangre, que Miguel Semán es uno de los mejores y más originales escritores argentinos contemporáneos que, por esas razones tan livianas como inexplicables, ha permanecido inédito. Conozco su proyecto literario como nadie, porque trabajé junto a él en incansables tardes y mañanas de taller. El museo de los sueños es una novela que vi gestar y parir. Desde que era un casi perfecto cuento a lo que ahora es: una novela sobre las almas sensibles en tiempos de la más cruda dictadura militar que nuestro país haya sufrido. Escritores de sueños, prostitutas que llevan un mapa, jugadores de fútbol que necesitan terminar de soñar una jugada para ver si hacen un gol (en el sueño) o si revientan la pelota. Locos sueltos y locos por soltarse; libros presos, libros liberados y por liberarse. Un Floreal Ruiz que no es Floreal Ruiz, una hermosa mujer de un pecho y un valle, una extraña biblioteca subversiva y el plan más bello y perdedor para derrocar la tiranía, son algunas de las maravillas que desfilan por el imaginario de esta historia. Soñadora, profundamente poética, intrigante, El museo de los sueños avanza a ritmo de crucero en alta mar. Fue escrita con responsabilidad y talento, y corregida desde la más profunda sinceridad, esta novela es sin duda una obra de arte delicada no apta para devoradores de libros. Le recomiendo, estimado lector, si algo de confianza le merezco, que compre este libro y lo reserve para esos espacios de tiempo en los cuales podemos darnos el enorme placer de quedarnos a solas con la lectura. Le aseguro que algo muy bueno va a suceder, algo que lo acompañará toda la vida.
Pablo Ramos

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Segunda parte

Llegué a la cancha casi sobre la hora. Como había anticipado Delgado, el Indio apareció entre los titulares. Entró al trotecito, tocó el pasto con la mano derecha y se persignó. Me emocioné. Había ido con pocas esperanzas y de pronto la tarde cobraba sentido. Aunque enseguida me di cuenta de que no iba a ser nada fácil. Empezó el partido y todo el juego salía por la izquierda, para colmo de males, el marcador de punta de Defensores cada vez que el Indio recibía la pelota se le anudaba a los talones y se la quitaba o le hacía foul. Pero él ni siquiera lo miraba mal, cuando el otro caía lo ayudaba a levantarse y cada vez que le entraba fuerte él mismo lo palmeaba como si le pidiera disculpas por haberlo obligado a pegarle.
No sé cuántos minutos iban. El diez de Defensores recibió desmarcado, encaró para meterse al área y antes de que pisara la línea Delgado lo sacó con el brazo derecho. El referí cobró tiro libre y cinco hombres formaron la barrera. Todos de espaldas a la tribuna menos Delgado que miraba al arquero y trataba de acomodarlos. Al fin se ubicaron, Delgado se dio vuelta y su figura de espaldas vino a encajar en algún lugar de mi memoria. Se me borró la cancha y me hundí en la penumbra de un cine un minuto antes de que empezara la película. Adelante, en las primeras filas, Delgado lo escuchaba a Mendívez. No podía creerlo y tampoco entendía cómo no me había dado cuenta antes. Sonó el pitazo del referí. La pelota pegó en la barrera y un defensor rechazó al lateral. La hinchada se descomprimió.
A partir de ahí no supe si el partido era bueno o malo. El Indio se había quedado muy lejos del juego y de mis pensamientos. Yo buscaba explicaciones pero ninguna encajaba en ningún lado. Una sola cosa podía ligar a Mendívez y Delgado, pero era tan inasible como las nubes. En un momento la gente se paró. Yo hice lo mismo. Pase largo para el Indio, la bajó con el pecho, se dio vuelta, se sacó a un volante de encima y encaró en diagonal. El tres lo vio venir y salió directamente a cazarlo. El Indio cayó y en vez de revolcarse media hora, se levantó enseguida y lo miró como San Francisco de Asís habría mirado a un conejo herido. Eso debe haber sido lo que enloqueció al marcador de punta que saltó como un misil y chocó con su cabeza contra la cara del Indio. El referí llegó agitado y le mostró la tarjeta roja.
Un viejo a mi izquierda dijo que el Indio Contreras era el jugador más inteligente de la división.
–El vivo es el técnico –le contestaron desde abajo–. Lo guardó para este partido.
–Señores, no hablen si no saben –dijo un flaco ojeroso–, acá el único estratega es Delgado. Si no los apura a los dirigentes, Contreras no jugaba. Lo habían borrado del equipo.
–¿Por qué? –preguntó otro.
–Está marcado –dijo el flaco, y siguió mirando el partido. Nadie le preguntó qué había querido decir.
Terminó el primer tiempo y todos nos sentamos un poco más tranquilos. En el segundo, con un hombre más, había que pasarles por arriba. Durante los quince minutos del descanso sólo dejé de pensar en el cine para pensar en Helena, que aunque todavía no había empezado el tratamiento casi se había vuelto invisible de verdad. Esa semana pasaron días enteros en los que sus únicas noticias fueron las notas que dejaba pidiéndome que le diera de comer a los gatos. Otras veces ni siquiera había notas, y yo seguía su huella en los libros que aparecían en el baño o sobre la cocina, abiertos en una página cualquiera que yo leía de principio a fin en busca de una señal.
Los equipos volvieron a la cancha sin el ímpetu con que habían entrado en el primer tiempo. Enseguida me di cuenta de que el Indio no estaba donde debía estar. Se había corrido al medio, como un centro delantero un poco a la deriva. Además de eso algo raro pasaba en la cancha. Mis compañeros de tribuna lo notaron, pero, metidos como estaban en el partido, atentos a su propio equipo, lo atribuyeron a un cambio táctico y le echaron la culpa al técnico. Pero no eran sólo los de Chicago, los veintiún jugadores parecían desplazados, como si no encontraran su posición en la cancha. En ese momento no le encontré explicación, lo acepté como uno acepta que en un día lindo el cielo se nuble de golpe. Unos minutos más tarde la desgracia me iba a abrir los ojos.
Iba media hora del segundo tiempo y el cero a cero parecía inamovible. Nosotros, quiero decir todos menos yo, puteábamos por cada pelota perdida y cada pase malogrado. Desde el banco el técnico gritaba y nadie le daba bola. A los cuarenta minutos el arquero de Defensores de Belgrano sacó una pelota al córner. Morente se paró en el medio del área como si esperara que el sol viniera a parársele sobre la frente. El técnico le gritó al Indio que fuera a patearlo. El Indio se hizo el sordo, Morente le señaló el banderín y el Indio negó con la cabeza. Nadie iba. El referí le mostró a Delgado el reloj que llevaba en la muñeca. Delgado le dijo algo a Morente y Morente, al trote, se fue para la esquina. El Indio se paró sobre la línea del área, bordeando la media luna, un poco tirado hacia la izquierda.
–Estamos todos locos –dijo alguien en la tribuna.
Vino el centro y el dos rechazó de cabeza, la pelota se elevó y cayó sobre la media luna. El Indio la midió, inclinó el cuerpo sobre la pierna derecha y se preparó para pegarle de zurda. El zaguero central arrancó como una locomotora.
–¡No vayas! –le grité al Indio, al defensor y a la pelota.
Fueron segundos, pero en el recuerdo la pelota tarda horas en caer. El zaguero, con los tapones de punta, le barrió al Indio la pierna de apoyo. El ruido a rama seca del hueso se escuchó en toda la cancha. A mí me pareció que se había escuchado en todo el barrio. Los jugadores de los dos equipos se arremolinaron alrededor del Indio. Unos se agarraban la cabeza, otros miraban con las manos en la cintura. Delgado quería matar al zaguero de Defensores. La hinchada enmudeció como si le costara entender lo que pasaba ahí abajo. Unos minutos después lo sacaron en camilla. Como pude, a los empujones, bajé de la tribuna, corrí por detrás de la platea y llegué al vestuario, golpeé con los puños contra la puerta de chapa que retumbó como un tambor. Esperé un rato. No salió nadie. Le pregunté a un tipo que escuchaba el partido por radio si sabía algo.
–Ese no juega más –me dijo–. No perdemos mucho.
Si hubiese tenido un poco más de tiempo lo habría cagado a trompadas, pero tuve que conformarme con menos, le dije que se metiera la radio en el orto y salí de la cancha. Ya en la vereda alcancé a ver una ambulancia que se iba, haciendo sonar la sirena. Le pregunté al manisero de qué hospital era. No sabía. El tipo que vendía banderines tampoco. Unos vagos que fumaban sentados en el cordón de la vereda me dijeron que les parecía que era del Santojani. Corrí hasta la parada. El colectivo tardó un siglo y medio. Al final apareció. El chofer venía escuchando el partido, le dije que era amigo de Contreras, que iba al hospital, pasó semáforos en rojo, se salteó paradas y llegamos en menos de quince minutos.
El Santojani, desde ...

Table of contents

  1. Primera parte
  2. Segunda parte