Desde la capital de la República
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Desde la capital de la República

Nuevas perspectivas y estudios sobre la Guerra Civil Española

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Desde la capital de la República

Nuevas perspectivas y estudios sobre la Guerra Civil Española

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Los diferentes estudios del presente volumen recorren el ámbito político tanto interno como externo, a través de la influencia que la Guerra Civil española tuvo en las relaciones internacionales del momento, y ponen también su atención en el papel que jugaron las identidades nacionales, tanto en su propio desarrollo como en su relación con otras. Además, no olvidan la importancia que tuvieron la educación y la cultura durante la conflagración, cuando se produjo una auténtica explosión de iniciativas en esos ámbitos. Y tampoco cuestiones esenciales como la vida cotidiana de aquellos que tuvieron que sobrevivir a meses y meses de guerra: cómo la padecieron, qué comieron, cómo cambiaron su día a día para adaptarlo a un contexto brutal. Finalmente, como prueba de la impronta que el conflicto ha dejado en la España posterior, el volumen se cierra con un apartado dedicado a la memoria y a la construcción y reconstrucción de los relatos en torno a la guerra. De este modo, la Guerra Civil se presenta como una cuestión que continúa necesitando de nuevos estudios que complementen y completen las visiones ya asentadas de un conflicto que marcó y sigue marcando el devenir español.

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PRIMERA PARTE
LA FLEUR AU BOUT DU FUSIL.
POLÍTICA EN TIEMPOS DE GUERRA CIVIL
LA GUERRA DE LA RETAGUARDIA: DIVERGENCIAS REVOLUCIONARIAS
José Luis Martín Ramos
Universitat Autònoma de Barcelona
Uno de los lugares comunes más extendidos en la historia de la guerra civil, y muy particularmente por lo que se refiere a Cataluña, es el que la divide en dos etapas: antes y después de los sucesos de mayo de 1937; y, a renglón seguido, el relato histórico se centra en la primera de ella, menospreciando –excepto para los principales acontecimientos militares: primera invasión de Cataluña por los sublevados, batalla del Ebro, y segunda y definitiva ofensiva– toda la segunda etapa. Ese lugar común es consecuencia de la pretensión de un enfrentamiento en la retaguardia entre un proyecto revolucionario, impulsado por los anarquistas y el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), y su réplica contrarrevolucionaria por parte del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC) y Esquerra Republicana de Cataluña (ERC). Resuelto el enfrentamiento en mayo de 1937 con la derrota de los primeros, lo que viene después se considera poco más que un trámite militar, de desenlace inevitable, en el marco de un triunfo de la contrarrevolución o del fin del impulso revolucionario de julio de 1936; en otros términos, el fin de la política en la retaguardia catalana, subrayado por la insidiosa afirmación de un control comunista creciente –del PSUC– y la subordinación de Cataluña, y de la República, a los intereses de la URSS, en general, y de Stalin, en particular.1
Ese relato, que no refleja en absoluto la realidad, desprecia el hecho de que la segunda etapa es la más larga y en última instancia la decisiva de la guerra; que la guerra dura más de dos años y medio, en su naturaleza y en su evolución fáctica, y la dinámica y la confrontación política interna en la retaguardia también, y no solo los diez meses y medio que van de julio de 1936 a mayo de 1937. No cae en la cuenta de que la revolución, los procesos revolucionarios, siempre ha sido un hecho histórico que no tiene propietario único; ni en la inglesa, ni en la francesa ni en la rusa podemos sostener que hubo «una» revolución en el sentido de «un solo proyecto» revolucionario, ni siquiera un solo protagonista social o un solo agente organizado. Y, lo que es peor, falsea el proceso histórico de la sublevación militar y fascista y de la guerra civil, el hecho incontestable de que la propuesta y la acción contrarrevolucionaria correspondió a los sublevados. En el campo republicano, en Cataluña, la formulación de propuestas revolucionarias como respuesta a la sublevación y consecuencia de su derrota en ese territorio, tampoco fue única, ni predicha o prefijada, sino plural; puestas en práctica con la correspondiente diversidad de teorizaciones legitimadoras y el desarrollo de políticas diferentes, en congruencia con el contenido concreto de sus proyectos revolucionarios.
Esa pluralidad de proyectos, en la circunstancia extrema de una guerra civil, de una lucha a todo o nada, generó una intensa dinámica política notablemente conflictiva, por más que pudiera haber puntos de encuentro y momentos de compromiso, que llevó en el extremo a los enfrentamientos de mayo de 1936; una dinámica de conflicto que respondía y era a su vez condicionada por la evolución de la guerra y su incidencia efectiva sobre la población y el territorio catalán. La intensidad del conflicto político no se redujo después de mayo de 1937, cambió de protagonistas principales y de formas e instrumentos; e incluso se elevó y se hizo más compleja con la instalación del Gobierno de la República en Barcelona, octubre de 1937, y la conversión de la retaguardia catalana en principal retaguardia política de la República. La historia política de la retaguardia no se dividió en esas pretendidas dos etapas, una de afirmación y otra de negación; expondré aquí que en una primera aproximación puede considerar por los menos cuatro, y aún la última de ellas sería susceptible de dividirse.
DE JULIO A NOVIEMBRE DE 1936. SUBLEVACIÓN, RESPUESTAS REVOLUCIONARIAS Y PACTOS
La derrota de los sublevados en Barcelona, que determinó el desenlace en toda Cataluña, fue producto de la acción coincidente de las fuerzas de orden público, bajo el mando de la Consejería de Gobernación del Gobierno de la Generalitat, y los militantes de las organizaciones obreras, y en menor medida también las republicanas, que fueron sumándose a la lucha de manera creciente, a medida que pasaban las horas y los sublevados perdían iniciativa y quedaban sitiados. En el transcurso de los acontecimientos, del 19 al 21 de julio, el protagonismo de las fuerzas armadas, sufriendo bajas sin poder reponerlas, decreció al contrario del de los obreros que acabaron controlando las armas de los cuarteles y con ellas las calles de la ciudad. El resultado no solo fue el de la derrota de la sublevación, sino al propio tiempo un nuevo escenario social y político, imprevisto, de retroceso de la capacidad de control de las instituciones de gobierno y de fragmentación del ejercicio del poder, reclamado por centenares de comités territoriales y sectoriales constituidos durante y después de la lucha. Lluís Companys, Presidente de la Generalitat, consciente del cambio de escenario, propuso a las organizaciones sindicales y a las políticas del Frente Popular un pacto: constituir un Comité que asumiera la organización de la continuidad de la lucha, dirigida a renglón seguido hacia Zaragoza –donde sí habían triunfado los rebeldes–, y regulara la actividad de los comités y los hombres armados, mientras el Gobierno de la Generalidad mantenía en sus manos la administración civil. Contra ese compromiso, García Oliver, líder hasta entonces del Comité de Defensa de la CNT, propuso aprovechar el control de las calles por los obreros armados para proclamar la revolución social, pero su posición no tuvo eco y se materializó el pacto propuesto por Companys, si bien no en los términos que habría querido Companys, de subordinación del Comité a su autoridad, sino en los que impusieron las organizaciones obreras, de horizontalidad.
Entre el Comité Central de Milicias Antifascistas –que así se denominó finalmente– y el Gobierno de la Generalitat se configuró una dualidad de funciones, en la cual el CCMA asumió algunas que iban más allá de la promoción de la movilización miliciana y la lucha contra los sublevados en el frente de Aragón; en particular funciones de represión interna y la puesta en marcha de un nuevo sistema de abastecimientos de la población, sobre la base de la red de comités. No hubo, empero, dualidad de poder; por más que aquella actuación en la represión interna produjera conflicto, tanto más cuanto que las fuerzas de orden público estaban desarboladas de hecho y en parte movilizadas hacia el frente, lo que proporcionó una completa libertad de acción a las patrullas más o menos vinculadas a las organizaciones y una parte de ellas, las de Barcelona, teóricamente subordinadas a la autoridad del CCMA. A pesar de todo, este último no se alzó como contrapoder de la Generalitat; lo que es más, ni el Gobierno ni el CCMA, a pesar de la voluntad enfática de llegar a asumir esa centralidad que proclamaba, pudieron sustraerse e imponerse a la fragmentación del poder que significó la multiplicación de comités que, por su parte, tampoco llegaron a constituir una red general ni siquiera de coordinación. Esa insólita dispersión de la autoridad, prolongada a lo largo del verano, se vio favorecida por la creencia de que la guerra sería corta, así como por el hecho de que esta se mantuvo fuera del territorio catalán, sin afectar masivamente a la población catalana, con lo que no hubo sobre aquélla razones de fuerza mayor que obligaran a superarla y a imponer criterios firmes de unidad y de recuperación, aunque fueran limitadas a criterios de centralidad y autoridad en la toma de decisiones.
En esa etapa inicial, la lucha contra el faccioso se extendió, individual y colectivamente, a la lucha contra el sistema económico y social del que había sido base social dominante; la persecución del propietario, del patrón o del amo y la lucha contra el sistema de propiedad. La respuesta antifascista fue interpretada por todos sus protagonistas como una respuesta propositiva de transformación de las estructuras económicas, sociales y políticas existentes. La derrota de la sublevación produjo, estimulada por la dispersión de la autoridad y la fragmentación del poder, una reacción revolucionaria. Una en términos generales, pero diversa, plural, en sus contenidos y protagonistas. Los anarquistas y el POUM la entendieron como una revolución específicamente proletaria, fundamentada en el nuevo poder miliciano y patrullero –en la cuota de poder que habían obtenido–, con un programa colectivista –de colectivización sindical, hay que añadir– de todos los medios de producción y distribución; aunque diferían desde luego en el papel del partido político y del estado, ateniéndose el POUM a una lectura que pretendía ser ortodoxa del leninismo, algo que los anarquistas, obviamente, no podían compartir. Por otra parte, esa revolución proletaria era también concebida de manera diferente en el propio campo anarquista, en el que el proyecto del estado sindical no era el mismo que el de la confederación libre de los comités.
Esas concepciones –insisto en su heterogeneidad– de la revolución proletaria no era lo mismo que la revolución popular defendida por el PSUC, que constituía una prolongación de la propuesta frentepopulista, evolucionada de táctica de defensa ante el avance del fascismo a, tras la sublevación, programa de transición hacia el socialismo sobre la base de la alianza del proletariado, el campesinado pobre y no propietario, y segmentos de las clases medias que compartían el antifascismo y podían compartir la etapa de transición. Esta revolución popular no solo era frentepopulismo político. Había de asumir un programa de compromiso de intereses, que podían llegar a ser contradictorios, pero no antagónicos, entre clases trabajadoras, jornaleros del campo, pequeños propietarios de la ciudad y del campo y cuadros, técnicos y profesionales; por lo tanto, el punto de encuentro no podía ser el colectivismo sindical –ni el colectivismo, a secas–, sino una combinación de propiedad colectiva, pequeña propiedad privada, cooperativismo y propiedad pública, municipal o nacional. Ese era un programa diferente al de la CNT-FAI y al del POUM, pero no era un programa contrarrevolucionario, sino el de una revolución diferente, en sus términos y plazos. Y resultaba, además, un programa más adecuado para dar respuesta a la guerra, cuando éste dejó de ser la soñada rápida victoria del antifascismo, y se convirtió en un prolongado conflicto civil, todavía más complejo de lo que habitualmente son los conflictos civiles, por las implicaciones internacionales directas, no ya en el conflicto, sino en el sentido de su desenlace.
En esa pluralidad de propuestas revolucionarias, cabe incluir también la concebida por ERC, al menos hasta la primavera de 1937, no en los términos de cambio social –en que lo hacían la CNT, el POUM y el PSUC–, sino de cambio político combinado con un plan de reformas sociales; estas últimas encontraban inicialmente en el mundo campesino una amplia coincidencia –no total– con la propuesta de revolución popular del PSUC. Cambio político focalizado en una redefinición federal, y si llegaba a ser posible confederal, de la organización de la República, volviendo a su deseo inicial –de ERC– del 14 de abril de 1931; y cambio social, centrado en la defensa de la pequeña propiedad y rechazo del monopolio capitalista.
Todos esos proyectos se fueron concretando durante el verano, y aplicando parcialmente en la medida en que cada uno de sus defensores tuviera mayor o menor fuerza para imponerlo; sin que ningún poder central, institucional, ni siquiera ninguna autoridad, pudiese hacer otra cosa que contemplar el proceso disperso y contradictorio de transformaciones de hecho. Los sindicatos, muy particularmente la CNT, llevaron a cabo por cuenta propia colectivizaciones en la industria y el comercio; los rabasaires, y los arrendatarios en general, se posesionaron de las tierras y el producto que de ella obtenían, dejando de pagar sus rentas a los arrendadores; los inquilinos de fincas urbanas, con los sindicatos de la construcción de por medio, dejaron de pagar también los alquileres y pusieron en manos de aquellos –unos por convicción, otros porque no tenían otro remedio– el mantenimiento de las fincas urbanas; las patrullas marginaron por completo, en el control del orden interno, a las fuerzas de orden público, que solo subsistían en los cuarteles de las capitales de provincia; el Gobierno de la Generalitat, acuciado por la caída de los impuestos, que dejaron de pagarse, intervino los depósitos estatales de líquido y valores existentes en Cataluña, en las sucursales del Banco de España y del Ministerio de Hacienda, «confederalizando» de hecho las finanzas públicas. No obstante, de la misma manera que la multiplicación de comités no llegó a articular una nueva estructura administrativa y de poder general, la multiplicidad de cambios –en buena medida más reactivos que propositivos– en la base económica, en la seguridad interior o en las relaciones con la República, no alcanzaba a configurar un nuevo sistema y sí a generar nuevas tensiones, ahora en el seno mismo del antifascismo, de los sectores sociales que le daban soporte y de sus agentes políticos y sindicales.
El pacto de julio entre la Generalitat y las organizaciones antifascistas fue deteriorándose, desbordado por la dispersión de iniciativas y los cambios que se iban produciendo. Ninguno de sus dos polos, ni el Gobierno de la Generalitat ni el Comité Central de Milicias Antifascistas, consiguieron imponerse y por ellos mismos dar respuesta firme a la evolución de la situación, y ni tan siquiera consolidarse en los propios ámbitos que se adjudicaban, sumando a la fragmentación del poder y la toma de decisiones una creciente interinidad por parte de quienes estaban, teóricamente, en la cúspide. El CCMA no consiguió imponer su autoridad en el mundo de los comités, aunque ...

Table of contents

  1. Cubierta
  2. Anteportada
  3. Portada
  4. Página de derechos de autor
  5. Índice
  6. No dejes de recordarlo tú y no dejes de recordarlo a otros. Seguir historiando la Guerra Civil Española, Sergio Valero Gómez y Marta García Carrión
  7. PRIMERA PARTE: LA FLEUR AU BOUT DU FUSIL. POLÍTICA EN TIEMPOS DE GUERRA CIVIL
  8. SEGUNDA PARTE: TO BE OR NOT TO BE. IDENTIDADES NACIONALES EN LA GUERRA DE ESPAÑA
  9. TERCERA PARTE: EPPUR SI MUOVE. EDUCACIÓN, CULTURA Y OCIO EN LA ESPAÑA EN GUERRA
  10. CUARTA PARTE: ARRAN DE TERRA. PROCESOS Y PROTAGONISTAS DE LAS RETAGUARDIAS DESDE ABAJO
  11. QUINTA PARTE: MEMENTO. MEMORIA(S) DE LA GUERRA