La moda justa
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La moda justa

Una invitación a vestir con ética

Marta D. Riezu

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La moda justa

Una invitación a vestir con ética

Marta D. Riezu

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Una reflexión sobre nuestras elecciones a la hora de vestir. Una propuesta consciente e imaginativa ante la voracidad consumista.

El título La moda justa responde a una doble acepción. La primera se refiere a tener en el armario la cantidad justa de ropa, la suficiente, la proporcionada. A huir de la voracidad. La segunda habla de elegir lo íntegro, lo producido en un contexto digno, en formas con las que nadie salga perdiendo.

Como una prenda es algo inanimado, debemos ser nosotros quienes le imprimamos esa noción de conciencia y honestidad mediante el compromiso de conocer mejor quién hace nuestra ropa. Con cada compra al tuntún seguimos dentro de la rueda, y dentro de la rueda es imposible ver con claridad. Estas páginas proponen otras bifurcaciones (segunda mano, reparación, intercambio), y una reflexión sobre nuestras elecciones.

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Information

Year
2021
ISBN
9788433943514

Primera parte

Los problemas

Lo hice mal durante quince años. Empecé a elegir mi propia ropa –con el dinero de mis padres, que duele menos– en la adolescencia. Armarios a rebosar. A punto de cumplir los treinta seguía vistiendo de pena. Mariposeaba por las tiendas, elegía al tuntún y luego no me ponía lo que había escogido. Aprender a comprar parece sencillo. No lo es.
Entonces llegó el cambio. Para que ocurriera tuvieron que coincidir varios factores. El principal fue una odiosa mudanza en la que apareció ropa suficiente para vestir a tres ejércitos. Luego empecé a aturullarme al entrar en ciertas tiendas. He aquí un primer indicio de mi senilidad, pensé. La música atronadora, ese intenso olor corporativo, los tumultos, las montoneras de prendas. El vértigo de tanto por elegir.
Volví a la ropa a medida. Tenía modistas de emergencia en la agenda y me había hecho vestidos en mi canija juventud mod, pero perdí la costumbre cuando mi sastre se jubiló. La recuperé.
Hubo otro desencadenante. Mi trabajo como periodista me permitió conocer de cerca la industria de la moda. Empecé a publicar artículos con diecinueve años, y algo parecido a una conciencia ecologista fue tomando forma. El día a día me acercó a diseñadores con talento que habían esquivado las fauces del sistema y a marcas gestionadas con una sordera congénita a la presión exterior. Unos y otros me demostraron que escoger un camino diferente es difícil pero no imposible. Aprendí, además, de un jefe con un ojo infalible para distinguir una prenda con enjundia de un sucedáneo.
Uno no acomete cambios reales hasta que aflora la prima borde de la voluntad: la indignación. Calculé a ojo la fortuna que había lanzado a las fosas abisales en mi veintena, cuando me fundí con Zara en una unidad de destino. Estaba eligiendo mal. Se pueden tener buenos propósitos, pero lo realmente infalible es llegar a ese punto de no retorno, a ese hartazgo.
Concluí que no me hacía falta nada más. Reunía en el armario ropa para varias vidas. Podía deshacerme de todo y empezar de cero, pero el gesto más cuerdo era disfrutar lo que ya estaba allí. Nuestros abuelos, como siempre, llevaban razón: mejor tener poco y bueno.
Antes de empezar
La industria de la moda es un archipiélago infinito donde las islas no se comunican entre sí. Los que producen la ropa hablan una jerga distinta de los que la venden; los que la publicitan viven muy lejos de quienes la bordan. Igual ocurre con su consumo. Los esnobs austeros miran con ternura o desprecio, según el día, a los fashion victims. Los adictos a las compras recelan de la regañina de los coleccionistas de segunda mano. Quienes eligen marcas de cognoscenti no quieren saber nada de los presumidos mainstream.
Imposible saber si quien lee esto viste de Wales Bonner o arrasa cada viernes en Bershka o lleva las mismas camisas de cuadros desde hace veinte años. Por eso será útil compartir algunas impresiones ahora, antes de comenzar.
– Los consumidores confiamos en que las marcas se ocupen de hacer las cosas bien. Leemos aquí y allá palabras (ecológico, orgánico, reciclado) que nos tranquilizan. Olvidamos esa herramienta diabólica de marketing llamada greenwashing: una empresa anuncia su compromiso medioambiental pero no lleva a cabo ningún gran cambio significativo, solo busca blanquear su imagen.
– Cuando alguien afirma que no le importa la moda, no se está haciendo el interesante. Le da igual de verdad lo que se lleve o se deje de llevar. Pero probablemente sí se fije en la comodidad, el abrigo, la funcionalidad. Lo único que desea esa persona es no perder mucho tiempo cada mañana e ir vestido con ropa bonita, normal; ropa con la que no se sienta imbécil. Su desinterés por las tendencias me parece sano. De hecho, lo comparto. Pero vestirse con lo primero que uno pilla, por desgracia, también tiene consecuencias para el planeta.
– En el otro extremo están los fascinados por la moda. Personas que adoran ir de compras, acumular, hacer de estilista de guardia para sus amigos, seguir marcas en Instagram. O sea, les gusta el resultado final –una prenda en una percha– pero ignoran con inconsciencia saltarina todo lo relativo al proceso.
– Lo admito: informarse no es lo más divertido del mundo. Cuando el asunto es muy complejo (este lo es), uno tiene la tentación de desconectar. Compramos con buena voluntad siguiendo nuestra intuición, pero en cuanto la cosa se enmaraña sabemos que es casi imposible llegar al meollo. Con todo, vale la pena intentarlo. Estar documentados nos protege.
– La tónica general en la moda es como un capítulo de House: todos mienten. El embuste puede ir de la mentirijilla al cinismo granítico. Mienten las etiquetas, las notas de prensa, los equipos de relaciones públicas, los informes anuales, la publicidad, las fotos retocadas.
– Somos adultos, y a nadie le gusta que le riñan con el índice acusador. Compran ustedes mal, fast fashion caca, eso no se hace. Los argumentos de la pena y la reprimenda no sirven de nada. Todo el mundo huye de los ecoapóstoles. Prefiero una militancia culta y esteta que proponga alternativas a través de la belleza, la honestidad, la ejemplaridad. Menos hippismos y más refinamiento.
Muchos animales se adornan; el sapiens es el único que se viste. La ropa ejerce un papel crucial en nuestra vida. Explica desde quiénes somos como individuos hasta quiénes somos como civilización. Es una manifestación cultural de primer orden que lo abarca todo: las protestas políticas, el arte, los avances tecnológicos. Como en toda declaración expresiva en la que se mezcla el dinero, en ella cabe lo mejor y lo peor del ser humano.
Este no es tanto un cuaderno de investigación como de reflexión, de ahí que haya preferido simplificar al máximo y proponer acciones concretas. La concisión obliga a resumir temas muy complejos que requerirían matices. La idea es entreabrir la puerta de la duda para que cada uno ahonde en lo que más le dé que pensar.
Si cada vez hay más información acerca de todo lo que implica la industria de la moda, ¿por qué se sigue comprando a lo loco? ¿Se explican los detalles de un modo demasiado complejo? Es un reto criticar un negocio que se presenta disfrazado del envoltorio más sugestivo: prosperidad, diversión, recompensa.
Una cosa es segura, y esto vale igual para las empresas que para los consumidores: es mejor un solo cambio tangible, concreto y constante que intentar hacerlo todo bien.
Lo barato como derecho
La alimentación lleva a la moda nada menos que tres décadas de ventaja respecto a la regulación de lo ecológico. El movimiento slow food nació en 1986 como respuesta a la agricultura extensiva y los estándares del gusto.
En ninguna de las dos industrias –la de la moda y la de la nutrición– hay elecciones inocentes. Ambos negocios toman materia prima de la Tierra y dependen de su buen estado para seguir obteniendo ingredientes de calidad. Cuando cedimos el control de los alimentos a las grandes empresas, aparecieron intolerancias y alergias, así que intentamos recuperar esa potestad. Vestir no es un acto políticamente irrelevante, sino una práctica cotidiana asociada a realidades globales. ¿Por qué al ciudadano le cuesta más el cambio en la moda? Quizá porque los alimentos orgánicos repercuten directamente en nuestro bienestar, mientras que la moda justa ofrece un beneficio directo menor para la propia salud, más allá (no es poco) de saber que uno está haciendo lo éticamente correcto, y del placer que proporciona una prenda bien hecha. El impacto positivo recae en trabajadores, ecosistemas y animales que no vemos ni conocemos, y que están a miles de kilómetros de distancia.
La sobreproducción en la moda es un fenómeno que apenas tiene cincuenta años. El modelo tradicional de manufactura era bajo demanda, sin stocks, algo que hoy se recupera y que revaloriza el oficio, la espera y la exclusividad. De la costura se pasó, a principios del siglo XX, a la producción en serie. El prêt-à-porter contribuyó, por cierto, a la obsesión por la talla y las dietas, al obviar las medidas específicas de cada uno y establecer unas convenciones aleatorias.
A finales de los años ochenta apareció la fast fashion, concebida con un solo objetivo: ofrecer una oferta abundante, incesante y barata. ¿Cómo? Mediante un sistema de producción de respuesta rápida, inventarios dinámicos y decisiones modificadas en tiempo real. Los precios pueden mantenerse bajos estrujando a los proveedores, produciendo en países en desarrollo con condiciones laborales pésimas y plagiando con descaro ideas de otros diseñadores.
La llegada de la moda rápida fue recibida con entusiasmo por todas las edades y los estratos sociales, por aquellos que alguna vez sintieron que habían quedado excluidos de las tendencias por razones geográficas o económicas. ¡Lo chic por fin al alcance de cualquier bolsillo! ¡Merecemos estrenar un vestido cada semana! La fast fashion democratizó el estilo, argumentan algunos. Pero lo único que consiguió es devaluar nuestra percepción de la ropa, presentándola como desechable. Es una idea perversa que lleva a una relación disfuncional con nuestro armario: algo debe ser abandonado no porque no sea útil sino porque ya no es tendencia, porque no tiene un valor social.
Con el cambio de siglo, en paralelo a esos imperios de la eficiencia aparecieron otras empresas aún más aceleradas y corrosivas. Una moda ultrarrápida nacida al calor del big data y las redes sociales que en la actualidad es capaz de incorporar a sus tiendas online (no tienen tiendas físicas: no las necesitan) unas quinientas prendas diarias. La CEO de Shein, Molly Miao, presumió de llegar a los mil nuevos modelos diarios. Incluso en artículos de pocos euros dejan pagar en cuatro plazos. Lo que sea con tal de que compremos. Su voracidad hace que la vieja guardia de la fast fashion parezca un hatajo de tortugas reumáticas. Ese modus operandi recuerda a aquello de Karl Kraus sobre el capitalismo: no es tú y yo, es tú o yo.
Acostumbrados a precios bajísimos desde hace años, muchos compradores han galvanizado la creencia de que todo lo que quede por encima de cierta horquilla está inflado. O peor: si pagamos algo más que una miseria es que nos están timando. Lo barato ya no es una opción, es un derecho. ¡Ay!
La moda rápida se ha ganado merecidamente su fama gangrenosa. Es la responsable del desprestigio del sector a ojos del mundo, de que se perciba esta disciplina como superficial y contaminante. Pero las prendas caras tampoco están siempre libres de culpa. Las prácticas de las marcas de prêt-à-porter y de lujo pueden ser igual de reprobables. Es el sistema entero el que falla.
En la segunda mitad del siglo XX, comprar se institucionalizó como acto simbólico. El sociólogo Gilles Lipovetsky habla de mercados de sensibilidades. No es una economía de productos, sino de sensaciones y emociones. Compramos para una futura vida imaginada, para una falsa sensación de seguridad, para dar envidia, para parecernos a alguien, como sustitución. Somos animales deseantes. La sociedad de consumo aborrece la repetición. La publicidad nos dice que nuestra felicidad depende de lo siguiente que adquiramos. No poder acceder a algo nos frustra. La idea de privación es humillante.
El consumo como pasatiempo es muy triste; como terapia es ineficaz y peligroso. La compra compulsiva u oniomanía es un trastorno asociado a cuadros de ansiedad y depresión. Como en el resto de las adicciones se siente urgencia, luego euforia, luego vacío.
La búsqueda de una moda justa invita a una nueva perspectiva. Seleccionar en lugar de acumular, desacelerar en vez de incrementar, ignorar la presión que lleva a una desafección donde nada sacia ni alegra. Más que vivirlo como una renuncia, podemos verlo como una liberación. Sentirse satisfecho con la propia vida no es bueno para el negocio.
Los fanáticos del desapego dicen: seamos despiadados y tirémoslo todo. Yo prefiero: seamos despiadados con lo que estemos sopesando comprar. Adquirir algo nos hace cómplices involuntarios de su proceso de creación. La globalización ha beneficiado sobre todo a empresas que se instalaron en países libres de restricciones medioambientales y sindicatos molestos. Se barren bajo la alfombra realidades de esclavismo, ra...

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