El adversario
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El adversario

Emmanuel Carrére, Jaime Zulaika

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El adversario

Emmanuel Carrére, Jaime Zulaika

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Un relato escalofriante, una historia real que nos sume en el estupor, que es un viaje al corazón del horror, un libro excepcional que ha sido comparado con A sangre fría de Truman Capote.

El 9 de enero de 1993, Jean-Claude Romand mató a su mujer, sus hijos, sus padres e intentó, sin éxito, darse muerte. La investigación reveló que no era médico, tal como pretendía y, cosa aún más difícil de creer, tampoco era otra cosa. Mentía desde los dieciocho años. A punto de verse descubierto, prefirió suprimir a aquellos cuya mirada no hubiera podido soportar. Fue condenado a cadena perpetua.

Yo entré en relación con él, asistí a su proceso, dice el autor. He intentado relatar con precisión, día tras día, esta vida de soledad, de impostura y de ausencia. Imaginar lo que bullía en su mente a lo largo de las horas vacías, sin proyecto ni testigos, cuando se suponía que estaba trabajando y en realidad pasaba el tiempo en parkings de autopistas o en los bosques del Jura. Comprender, en fin, lo que en una experiencia humana tan extrema me ha tocado tan de cerca y que nos afecta, creo, a cada uno de nosotros.

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Information

Year
2000
ISBN
9788433933386
La mañana del sábado 9 de enero de 1993, mientras Jean-Claude Romand mataba a su mujer y a sus hijos, yo asistía con los míos a una reunión pedagógica en la escuela de Gabriel, nuestro hijo primogénito. Gabriel tenía cinco años, la edad de Antoine Romand. Luego fuimos a comer con mis padres, y Romand a casa de los suyos, a los que mató después de la comida. Pasé solo en mi estudio la tarde del sábado y el domingo, normalmente dedicados a la vida en común, porque estaba terminando un libro en el que trabajaba desde hacía un año: la biografía del novelista de ciencia ficción Philip K. Dick. El último capítulo contaba los días que había pasado en coma antes de morir. Terminé el martes por la tarde y el miércoles por la mañana leí el primer artículo de Libération dedicado al asunto Romand.
A Luc Ladmiral le había despertado el lunes, poco después de las 4 de la mañana, una llamada de Cottin, el farmacéutico de Prévessin. Había un incendio en casa de los Romand y estaría bien que los amigos fuesen a salvar los muebles que pudiesen. Cuando Luc llegó, los bomberos evacuaban los cadáveres. Se acordará toda su vida de los sacos de plástico gris, precintados, en los que habían metido a los niños: horripilaba verlos. A Florence la habían tapado solamente con un abrigo. Su rostro, ennegrecido por el humo, estaba intacto. Al alisar sus cabellos, en un gesto de adiós desolado, los dedos de Luc tropezaron con algo extraño. Palpó, giró con precaución la cabeza de la joven y luego llamó a un bombero para mostrarle la llaga abierta más arriba de la nuca. El bombero dijo que probablemente le habría caído encima una viga: la mitad del desván se había desplomado. A continuación, Luc montó en el camión rojo donde habían extendido a Jean-Claude, el único miembro de la familia que todavía estaba vivo. El latido de su pulso era débil. Estaba en pijama, inconsciente, quemado, pero ya frío como un muerto.
Llegada la ambulancia, le transportó al Hospital de Ginebra. Era de noche, hacía frío y todo el mundo estaba empapado por el chorro de las mangueras contra incendios. Como no había nada más que hacer en la casa, Luc fue a secarse a la de Cottin. A la luz amarilla de la cocina, oyeron hipar la cafetera sin atreverse a mirarse. Les temblaban las manos al levantar las tazas y al remover las cucharillas, que hacían un ruido horrible. Después Luc volvió a su casa para comunicar la noticia a Cécile y a los niños. Sophie, la mayor, era la ahijada de Jean-Claude. Pocos días antes, como tantas otras veces, se había quedado a dormir en casa de los Romand; de haber dormido allí esa noche, ahora también ella estaría dentro de un saco gris.
No habían dejado de verse desde que estudiaron juntos medicina en Lyon. Los dos se habían casado casi al mismo tiempo, y sus hijos habían crecido juntos. El uno lo sabía todo de la vida del otro, no sólo la fachada sino también los secretos, secretos de hombres honrados, formales, tanto más vulnerables a la tentación. Cuando JeanClaude le confesó que estaba viviendo una aventura amorosa y le habló de mandarlo todo a paseo, Luc le hizo entrar en razón: «Para que te desquites, cuando me toque a mí hacer el gilipollas.» Una amistad semejante se cuenta entre las cosas preciosas de la vida, casi tan valiosas como el éxito en el matrimonio, y Luc siempre había tenido la certeza de que un día tendrían sesenta, setenta años y contemplarían juntos, desde la altura de esa edad, como desde una montaña, el camino recorrido: los lugares en que habían dado un traspié y a punto habían estado de extraviarse, la ayuda que se habían prestado mutuamente, el modo en que, a la postre, habían salido del apuro. Un amigo, un verdadero amigo, es también un testigo, alguien cuya mirada permite evaluar mejor la propia vida, y desde hacía veinte años, sin desmayo ni grandes palabras, ambos habían cumplido esa función recíproca. Sus vidas se asemejaban, aun cuando no hubiesen triunfado de la misma manera. Jean-Claude se había convertido en una eminencia de la investigación, que frecuentaba a ministros y asistía a coloquios internacionales, mientras que Luc era generalista en Ferney-Voltaire. Pero no estaba celoso de Jean-Claude. Sólo les había distanciado un poco, en los últimos meses, un desacuerdo absurdo referente a la escuela donde iban sus hijos. A Jean-Claude, de una forma incomprensible, se le habían subido los humos hasta el punto de que Luc tuvo que dar el primer paso y decir que no iban a reñir por semejante nadería. Ese incidente le había perturbado, y lo había hablado con Cécile varias noches seguidas. ¡Qué irrisorio era ahora! ¡Qué frágil es la vida! Ayer, sin ir más lejos, había una familia unida, feliz, personas que se amaban, y ahora, por culpa de una caldera que falla, había en el depósito cadáveres carbonizados... Su mujer y sus hijos lo eran todo para Jean-Claude. ¿Qué vida le esperaba si sobrevivía?
Luc llamó al servicio de urgencias de Ginebra; habían introducido al herido en una cámara hiperbárica y el pronóstico era reservado.
Rezó con Cécile y con los niños para que Jean-Claude no recobrase el conocimiento.
Al abrir su consulta, dos gendarmes le esperaban. Sus preguntas le parecieron extrañas. Querían saber si los Romand no tenían enemigos declarados, actividades sospechosas... Como Luc mostró sorpresa, los gendarmes le dijeron la verdad. El primer examen de los cuerpos probaba que habían muerto antes del incendio, Florence de resultas de heridas infligidas en la cabeza por un instrumento contundente, Antoine y Caroline abatidos por balas.
Eso no era todo. En Clairvaux-les-Lacs, en el Jura, al tío de Jean-Claude le habían encargado que notificase la catástrofe a los padres de éste, frágiles ancianos. Había ido a verles acompañado del médico del matrimonio. La casa estaba cerrada, el perro no ladraba. Inquieto, el tío de Jean-Claude había forzado la puerta y descubierto a su hermano, a su cuñada y al perro bañados en su propia sangre. A ellos también los habían matado a tiros.
Asesinados. Los Romand habían sido asesinados. La palabra despertaba en la cabeza de Luc un eco atónito. «¿Ha habido robo?», preguntó, como si esa palabra pudiese volver más racional el horror de la otra. Los gendarmes no lo sabían todavía, pero esos dos crímenes perpetrados, a ochenta kilómetros de distancia, contra los miembros de una misma familia hacían pensar más bien en una venganza o en un ajuste de cuentas. Indagaban acerca de posibles enemigos, y Luc, desconcertado, sacudía la cabeza: ¿enemigos, los Romand? Todo el mundo les quería. Si los habían matado, forzosamente lo habrían hecho personas que no les conocían.
Los gendarmes no sabían exactamente qué profesión ejercía Jean-Claude. Médico, decían los vecinos, pero no tenía consulta. Luc explicó que era investigador en la Organización Mundial de la Salud, en Ginebra. Uno de los gendarmes telefoneó, pidió que le pusieran con alguien que trabajase con el doctor Romand: su secretaria o uno de sus colaboradores. La telefonista no conocía al doctor Romand. Ante la insistencia de su interlocutor, ella le puso con el director de personal, quien consultó sus ficheros y lo confirmó: no había en la OMS ningún doctor Romand.
Luc comprendió entonces y sintió un inmenso alivio. Todo lo que había ocurrido desde las cuatro de la mañana, la llamada telefónica de Cottin, el incendio, las heridas de Florence, los sacos grises, Jean-Claude en la unidad de quemados graves, y aquella historia de crímenes, por último, todo aquello se había desarrollado con una verosimilitud perfecta, una impresión de realidad que no daba pábulo a la sospecha, pero ahora, gracias a Dios, el guión de los hechos desvariaba, revelaba lo que era: una pesadilla. Iba a despertarse en la cama. Se preguntó si se acordaría de todo y si se atrevería a contárselo a Jean-Claude. «He soñado que tu casa se incendiaba, que tu mujer, tus hijos y tus padres habían muerto asesinados, que tú estabas en coma y que en la OMS nadie te conocía.» ¿Acaso se puede decir eso a un amigo, aunque sea tu mejor amigo? A Luc se le pasó por la cabeza la idea que habría de obsesionarle más adelante, la de que en ese sueño Jean-Claude interpretaba un papel de doble, y de que afloraban a la luz temores que él experimentaba respecto a sí mismo: miedo de perder a los suyos, pero también de perderse él mismo, de descubrir que detrás de la fachada social no había nada.
En el curso de la jornada, la realidad se volvió aún más pesadillesca. Convocado por la tarde en la comisaría, Luc supo, en el plazo de cinco minutos, que habían encontrado en el automóvil de Jean-Claude una nota de su puño y letra en la que se acusaba de los crímenes, y que todo lo que se creía saber de su carrera y de su actividad profesional era una engañifa. Habían bastado unas cuantas llamadas por teléfono y unas comprobaciones elementales para desenmascararle. Llamaban a la OMS y allí nadie le conocía. No figuraba inscrito en el colegio de médicos. Su nombre no estaba en las listas de los hospitales de París, de donde se le suponía médico residente, ni tampoco en las de la Facultad de Medicina de Lyon, donde el propio Luc y otros compañeros juraban haber cursado estudios con Jean-Claude. Los había empezado, sí, pero no se había presentado a exámenes desde el final del segundo año y, a partir de ahí, todo era falso.
Luc, en principio, se negó en redondo a creerlo. Cuando acaban de decirte que tu mejor amigo, el padrino de tu hija, el hombre más recto que conoces ha matado a su mujer, a sus hijos, a sus padres y que además te mentía en todo desde hacía años, ¿no es normal que sigas confiando en él, a pesar incluso de pruebas aplastantes? ¿Qué sería una amistad que se dejase convencer de su error tan fácilmente? Jean-Claude no podía ser un asesino. Por fuerza faltaba una pieza en el rompecabezas. En cuanto la encontrasen todo recobraría su sentido.
Para los Ladmiral, aquellos días representaron una prueba sobrenatural. Los discípulos de Jesús lo vieron detenido, juzgado, torturado como el último de los criminales y, sin embargo, aunque Pedro hubiese trastabillado, siguieron creyendo en él. Al tercer día supieron que habían hecho bien en mantenerse firmes. Cécile y Luc lo intentaron con todas sus fuerzas. Pero al tercer día, e incluso antes, tuvieron que admitir que su esperanza era vana y que deberían vivir con aquello: no solamente la pérdida de los fallecidos, sino el duelo de la confianza, la vida entera gangrenada por la mentira.
¡Si por lo menos hubiesen podido proteger a sus hijos! Ya era bastante espantoso limitarse a decirles que Antoine y Caroline habían muerto en un incendio junto con sus padres. Pero cuchichear no servía de nada. Al cabo de pocas horas, invadieron la localidad periodistas, fotógrafos, técnicos de televisión que atosigaban a todo el mundo, incluso a los escolares. Todos ellos sabían desde el martes que a Antoine, a Caroline y a la mamá de ambos los había matado su papá, y que luego había prendido fuego a la casa. Muchos soñaron de noche que la suya se incendiaba y que su padre hacía lo mismo que el de Antoine y Caroline. Luc y Cécile se sentaban en el borde de los colchones que habían arrastrado para colocarlos unos junto a otros, porque ya nadie se atrevía a dormir solo, y se acurrucaban cinco en la habitación de los padres. Sin saber todavía qué explicarles, ellos les acunaban, les mimaban, procuraban al menos tranquilizarles. Pero notaban que sus palabras no poseían ya el poder mágico de antes. Se había infiltrado una duda que únicamente el tiempo podría extirpar. Eso quería decir que les habían robado la infancia, tanto a los niños como a los padres, que nunca más los pequeños se abandonarían en sus brazos con aquella confianza milagrosa, que es un prodigio, pero que es normal, a su edad, en las familias normales, y pensando en eso, en lo que había sido destruido sin remedio, Luc y Cécile se echaron a llorar.
La primera noche, su grupo de amigos se reunió en casa de los Ladmiral, cosa que hicieron todas las noches durante una semana. Trataban de encajar el golpe juntos, levantados hasta las tres o las cuatro de la mañana. Se olvidaban de comer, bebían demasiado, muchos volvieron a fumar. Esas veladas no eran velatorios, pues eran incluso las más animadas que se hubiesen vivido en la casa, porque la conmoción era tal, les precipitaba en semejante torbellino de preguntas y de dudas, que cortocircuitaba el duelo. Cada cual pasaba por lo menos una vez al día por la comisaría, ya porque le habían citado, ya para seguir los avances de la investigación, y durante toda la noche hablaban al respecto, comparaban las informaciones, montaban hipótesis.
La comarca de Gex es una llanura que tiene unos treinta kilómetros de ancho y se extiende al pie de los montes del Jura, hasta la orilla del lago Léman. Aunque situada en territorio francés, es de hecho una periferia residencial de Ginebra, una amalgama de pueblos ricos donde se ha afincado una colonia de funcionarios internacionales que trabajan en Suiza, cobran en francos suizos y en su mayoría no pagan impuestos. Todos llevan más o menos el mismo tren de vida. Viven en antiguas granjas transformadas en chalés confortables. El marido va a la oficina en Mercedes. Su mujer hace las compras en Volvo y se ocupa de diversas actividades asociativas. Los niños acuden a la escuela de Saint-Vincent, que es privada y cara, y se encuentra a la sombra del castillo de Voltaire. Jean-Claude y Florence eran personas conocidas y apreciadas por esta comunidad, ostentaban en ella su rango y todos los que les conocían se preguntaban ahora: ¿de dónde salía el dinero? ¿Quién era, si no era quien fingía ser?
El suplente del fiscal, apenas conoció el caso, declaró a los periodistas que «esperaba cualquier cosa»; luego, tras un primer examen de los saldos bancarios, dijo que el móvil de los crímenes había sido «el temor del falso médico a verse desenmascarado, y el cese brutal de un tráfico de perfiles todavía oscuros y del que Jean-Claude era uno de los cabecillas, que percibía sumas muy elevadas desde hacía años». Este comunicado inflamó las imaginaciones. Se empezó a hablar de tráfico de armas, de divisas, de órganos, de estupefacientes. De una vasta organización criminal que actuaba dentro del ex bloque socialista en vías de descomposición. De la mafia rusa. Jean-Claude viajaba mucho. El año anterior había ido a Leningrado, de donde había traído para Sophie, su ahijada, una de esas muñecas que se meten unas dentro de otras. Luc y Cécile, en un acceso de paranoia, se preguntaron si esas muñecas no ocultarían documentos comprometedores, un microfilm o un microprocesador, y si no sería aquello lo que los asesinos buscaron en vano en Prévessin y Clairvaux. Porque Luc, cada vez más aislado, quería seguir creyendo en una maquinación. Jean-Claude era quizá un espía, un traficante de secretos científicos, pero no podía haber matado a los suyos. Los habían matado, habían amañado pruebas para endosarle los crímenes, habían llegado incluso hasta a destruir las huellas de su pasado.
«Un accidente banal, una injusticia, pueden provocar la locura. Perdón, Corinne, perdón, amigos míos, perdón a la buena gente de la junta escolar de Saint-Vincent que quería romperme la cara.»
Era el texto de la nota de adiós que había dejado en el coche. ¿Qué accidente banal? ¿Qué injusticia?, se preguntaban todos los «amigos» que se congregaban por la noche en casa de los Ladmiral. Varios de ellos formaban también parte de la «buena gente», miembros de la junta escolar, y a ellos no les soltaban los gendarmes. Todos tuvieron que facilitar una versión detallada del conflicto causado, al comenzar el curso anterior, por la sustitución del director. Escuchaban con un aire casi suspicaz. ¿No era eso la injusticia que había provocado el drama? Los miembros de la junta estaban asustados: se habían peleado, sí, incluso puede que alguien hubiese hablado de romperle la crisma a Jean-Claude, pero ¡hacía falta estar loco para imaginar una relación entre aquella riña y la masacre de toda una familia! Hacía falta estar loco, admitían los gendarmes, y sin embargo tenía que haber una relación.
En cuanto a Corinne, cuyo nombre los periódicos habían recibido la orden de silenciar, y de quien hablaban como de una «amante misteriosa», su testimonio era pasmoso. El sábado anterior, Jean-Claude se había reunido con ella en París para llevarla a cenar a casa de su amigo Bernard Kouchner en Fontainebleau. Algunas horas antes, según la autopsia, Jean-Claude había matado a su mujer, sus hijos y sus padres. Ella no sospechó nada, por supuesto. Él había intentado matarla también en un recodo aislado del bosque. Ella forcejeó, él desistió y la llevó de vuelta a su casa diciendo que estaba gravemente enfermo y que eso explicaba su arrebato de demencia. Al conocer el lunes la noticia de la carnicería y comprender que se había salvado por un pelo de ser la sexta víctima, la propia Corinne había llamado a la policía, que a su vez telefoneó a Kouchner. Éste no había oído hablar en su vida del doctor Romand y no tenía ninguna casa en Fontainebleau.
Todo el mundo conocía a Corinne en Ferney, donde había vivido antes de divorciarse y afincarse en París. Nadie, en cambio, sabía que había tenido una aventura con Jean-Claude, salvo Luc y su mujer, que por este motivo no la tenían en gran aprecio. La consideraban una lianta, capaz de contar cualquier cosa para hacerse la interesante. Pero como la hipótesis de la maquinación, a medida que pasaban los días, se volvía cada vez más insostenible, la del crimen pasional comenzaba a colmar un vacío. Luc se acordaba de las confidencias de Jean-Claude, la profunda depresión en que le había sumido la ruptura. No le costaba suponer, si la relación se había reanudado, que hubiera podido enloquecer a su amigo: el ir y venir entre la mujer y la amante, el encadenamiento de mentiras y, para colmo, la angustia derivada de la enfermedad. Porque JeanClaude también le había confiado que padecía un cáncer que le trataba en París el profesor Schwartzenberg. Luc se lo dijo a los gendarmes, que lo comprobaron. El profesor Schwartzenberg no conocía a Romand más de lo que le conocía Kouchner, y las pesquisas, ampliadas a los servicios de oncología de todos los hospitales franceses, no permitieron encontrar en ninguna parte un historial a nombre de Jean-Claude Romand.
Corinne exigió a través de su abogado que la prensa no volviera a hablar de ella como de la amante del monstruo, sino como de una simple amiga. Luego se supo que ella le había entregado novecientos mil francos de ahorros con el encargo de depositarlos ...

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