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Cómo la cocaína gobierna el mundo

Roberto Saviano, Mario Costa García

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Cómo la cocaína gobierna el mundo

Roberto Saviano, Mario Costa García

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Mira la cocaína: verás polvo. Mira a través de la cocaína: verás el mundo. «Escribir sobre la cocaína –en palabras del autor– es como consumirla. Cada vez quieres más noticias, más información, y las que encuentras son suculentas, ya no puedes prescindir de ellas... Cuanto más desciendo en los círculos blanqueados de la coca, más me percato de que la gente no sabe. Hay un río que corre bajo las grandes ciudades, un río que nace en Sudamérica, pasa por África y se ramifica hacia todas partes. «Debemos agradecer a Roberto Saviano que haya devuelto a la literatura la capacidad de abrir los ojos y la conciencia» (Mario Vargas Llosa). «Un libro extraordinario. Una prueba más de la brillantez de Roberto Saviano como escritor, investigador y divulgador» (Antonio Maria Costa, ex director ejecutivo de la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito).

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Information

Year
2014
ISBN
9788433934857

COCA N.o 1

La coca la consume quien ahora está sentado a tu lado en el tren y la ha tomado para despertarse esta mañana, o el conductor que está al volante del autobús que te lleva a casa porque quiere hacer horas extra sin sentir calambres en las cervicales. Consume coca quien está más próximo a ti. Si no es tu padre o tu madre, si no es tu hermano, entonces es tu hijo. Si no es tu hijo, es tu jefe. O su secretaria, que esnifa sólo el sábado para divertirse. Si no es tu jefe, es su mujer, que lo hace para dejarse llevar. Si no es su mujer es su amante, a quien él se la regala en lugar de pendientes y aún mejor que diamantes. Si no son ellos, es el camionero que trae toneladas de café a los bares de tu ciudad y no podría resistir todas esas horas de autopista sin coca. Si no es él, es la enfermera que está cambiándole el catéter a tu abuelo y la coca hace que le parezca todo más liviano, hasta las noches. Si no es ella, es el pintor que está repintando la habitación de tu chica, que ha empezado por curiosidad y luego se ha encontrado con que ha contraído deudas. Quien la consume está ahí contigo. Es el policía que está a punto de pararte, que esnifa desde hace años y ahora ya se han enterado todos y lo escriben en cartas anónimas que mandan a los oficiales esperando que lo suspendan antes de que haga alguna gilipollez. Si no es él, es el cirujano que está despertándose ahora para operar a tu tía y con la coca es capaz de abrir hasta a seis personas en un día, o el abogado al que tienes que ir para divorciarte. Es el juez que se pronunciará sobre tu causa civil y no considera que eso sea un vicio, sino sólo una ayuda para disfrutar de la vida. Es la cajera que está dándote el billete de lotería que esperas que pueda cambiar tu suerte. Es el ebanista que te está montando un mueble que te ha costado el sueldo de un mes. Si no es él, la consume el montador que ha venido a tu casa a instalar el armario de Ikea que tú solo no sabrías ensamblar. Si no es él, es el administrador de la comunidad de vecinos de tu edificio que está a punto de llamarte por el portero automático. Es el electricista, precisamente ese que ahora está intentando cambiarte de sitio el enchufe del dormitorio. O el cantautor al que estás escuchando para relajarte. Consume coca el cura al que te diriges para preguntarle si puedes confirmarte porque tienes que bautizar a tu sobrino, y se sorprende de que todavía no hayas recibido ese sacramento. Son los camareros que te servirán en la boda del sábado próximo, que si no esnifaran no podrían tener tanta energía en esas piernas durante horas. Si no son ellos, es el concejal que acaba de adjudicar las nuevas islas peatonales, y la coca se la dan gratis a cambio de favores. La consume el aparcacoches, que ahora ya sólo se siente contento cuando esnifa. Es el arquitecto que te ha remozado el chalé de las vacaciones, la consume el cartero que te ha traído la carta con tu nueva tarjeta de débito. Si no es él, es la chica del centro de llamadas, que te contesta con voz sonora preguntándote en qué puede ayudarte. Esa viveza, igual en todas las llamadas, es efecto del polvo blanco. Si no es ella, es el ayudante que ahora está sentado a la derecha del profesor y espera para hacerte el examen. La coca le ha puesto nervioso. Es el fisioterapeuta que está intentando ponerte la rodilla en su sitio; a él, en cambio, la coca le vuelve sociable. Es el delantero quien la consume, ese que ha marcado un gol arruinándote la quiniela que estabas ganando a pocos minutos del final del partido. Consume coca la prostituta a la que vas antes de volver a casa, cuando tienes que desahogarte porque ya no puedes más. Ella toma la coca para no ver más a quien tiene delante, detrás, encima o debajo. La toma el gigoló que te has regalado por tus cincuenta años. Tú y él. La coca le da la sensación de ser el más macho de todos. Consume coca el sparring con el que te entrenas en el ring, para tratar de adelgazar. Si no es él quien la consume, es el instructor de equitación de tu hija, la psicóloga a la que va tu mujer. Consume coca el mejor amigo de tu marido, ese que te corteja desde hace años y que no te ha gustado nunca. Si no es él, es el director de tu escuela. Esnifa coca el bedel. El agente inmobiliario que se está retrasando precisamente ahora que habías podido escaparte para ver el piso. La consume el guardia jurado, ese que todavía se peina con emparrado cuando ya todos se afeitan el pelo. Si no es él, es el notario al que preferirías no volver nunca más, que consume coca para no pensar en las pensiones alimenticias que tiene que pagar a las mujeres que ha dejado. Si no es él, es el taxista que despotrica contra el tráfico pero luego vuelve contento. Si no es él, la consume el ingeniero al que estás obligado a invitar a casa porque quizá te ayude a dar un salto en tu carrera. Es el guardia municipal que está poniéndote una multa y mientras habla suda muchísimo aunque sea invierno. O el limpiacoches de los ojos hundidos, que logra comprarla pidiendo préstamos, o ese chico que llena los coches de octavillas, cinco en cada uno. Es el político que te ha prometido una licencia comercial, ese al que has enviado al Parlamento con tus votos y los de tu familia y que siempre está nervioso. Es el profesor que te ha echado de un examen al primer titubeo. O es el oncólogo con el que ahora vas a hablar, que te han dicho que es el mejor y esperas que pueda salvarte. Él, cuando esnifa, se siente omnipotente. O es el ginecólogo que se está olvidando de tirar el cigarrillo antes de entrar en la habitación para visitar a tu mujer, que tiene los primeros dolores. Es tu cuñado, que nunca está contento, es el novio de tu hija, que, en cambio, siempre lo está. Si no son ellos, entonces es el pescadero que se luce arreglando el pez espada, o es el empleado de la gasolinera que derrama la gasolina fuera de los coches. Esnifa para sentirse joven, pero ya ni siquiera es capaz de volver a poner en su sitio la pistola de la manguera. O es el médico del seguro al que conoces desde hace años y que te hace pasar primero sin esperar turno porque en Navidad sabes qué regalarle. La consume el portero de tu edificio, pero si no la consume él entonces la está consumiendo la profesora que da clases particulares a tus hijos, el profesor de piano de tu sobrino, el sastre de la compañía de teatro a la que irás a ver esta noche, el veterinario que cura a tu gato. El alcalde con el que has ido a cenar. El constructor de la casa en la que vives, el escritor al que lees antes de dormir, la periodista a la que escucharás en el telediario. Pero si, pensándolo bien, crees que ninguna de esas personas puede esnifar cocaína, o bien eres incapaz de verlo, o mientes. O bien, sencillamente, la persona que la consume eres tú.

1. LA LECCIÓN

–Estaban todos alrededor de una mesa, justo en Nueva York, no lejos de aquí.
–¿Dónde? –pregunté instintivamente.
Me miró como diciendo que no creía que fuera tan idiota como para hacer semejantes preguntas. Las palabras que estaba a punto de oír eran un intercambio de favores. La policía, unos años antes, había detenido a un chico en Europa. Un mexicano con pasaporte estadounidense. Tras enviarlo a Nueva York, lo habían dejado al baño María, inmerso en las aguas de las operaciones de tráfico de la ciudad y evitándole la cárcel. De vez en cuando largaba alguna que otra cosa, y a cambio no lo detenían. No exactamente como un confidente, sino más bien como algo muy próximo que no le hiciera sentirse un infame pero tampoco un afiliado silencioso y omertoso1 duro como el granito. Los policías le preguntaban cosas genéricas, no detalladas hasta el punto de poderlo comprometer en su grupo. Bastaba con que informara de un aire, un talante, rumores de reuniones o de guerras. No pruebas, no indicios: rumores. Los indicios ya irían a buscarlos en un segundo momento. Pero ahora eso ya no bastaba: el chico había grabado una conversación en su iPhone durante una reunión en la que había participado. Y los policías estaban inquietos. Algunos de ellos, con los que me relacionaba desde hacía años, querían que yo escribiera sobre ello. Que escribiera sobre ello en alguna parte, haciendo ruido, para comprobar las reacciones, para saber si la historia que estaba a punto de escuchar había sido de veras tal como decía el muchacho, o era, en cambio, una puesta en escena, un guiñol montado por alguien para embaucar a chicanos e italianos. Yo tenía que escribir sobre ello para crear movimiento en los ambientes donde aquellas palabras se habían pronunciado, donde se habían escuchado.
El policía me esperó en Battery Park en un pequeño muelle, sin sombreros de gabardina ni gafas de sol. Nada de ridículos disfraces: llegó vestido con una camiseta llena de colorido, chanclas, y la sonrisa de quien no ve el momento de contar un secreto. Hablaba un italiano lleno de inflexiones dialectales, pero comprensible. No buscó ninguna forma de complicidad: había recibido órdenes de contarme aquel hecho y lo hizo sin meditarlo demasiado. Lo recuerdo perfectamente. Aquel relato me ha quedado dentro. Con el tiempo me he convencido de que las cosas que recordamos no las conservamos sólo en la cabeza, no están todas en la misma zona del cerebro: me he convencido de que también otros órganos tienen memoria. El hígado, los testículos, las uñas, el costado... Cuando escuchas palabras decisivas, se quedan enganchadas allí. Y cuando estas partes recuerdan, le envían lo que han registrado al cerebro. Aún con más frecuencia me percato de que recuerdo con el estómago, que almacena lo hermoso y lo horrible. Sé que ciertos recuerdos están allí, lo sé porque el estómago se mueve. Y a veces se mueve también la barriga. Es el diafragma que produce ondas: una lámina sutil, una membrana ahí clavada, con las raíces en el centro de nuestro cuerpo. Es de ahí de donde parte todo. El diafragma hace jadear, estremecerse, pero también orinar, defecar, vomitar. Es de ahí de donde parte el impulso durante el parto. Y también estoy seguro de que hay sitios que recogen lo peor: conservan los desechos. Yo no sé dónde estará ese sitio dentro de mí, pero está lleno. Y ahora está saturado, tan colmado que ya no cabe nada más. Mi lugar de los recuerdos, o mejor de los desechos, está ahíto. Parecería una buena noticia: ya no hay espacio para el dolor. Pero no lo es. Si los desechos ya no tienen un sitio adonde ir, empiezan a colarse también donde no deben. Se meten en los sitios que acogen recuerdos distintos. El relato de aquel policía ha colmado definitivamente esa parte de mí que recuerda las peores cosas. Esas cosas que afloran de nuevo cuando crees que todo está yendo mejor, cuando se abre ante ti una luminosa mañana, cuando vuelves a casa, cuando piensas que en el fondo merecía la pena. En esos momentos, como una regurgitación, como una exhalación, de alguna parte resurgen recuerdos oscuros, tal como los residuos de un vertedero, enterrados bajo tierra, cubiertos de plástico, encuentran de un modo u otro su camino para salir a flote y envenenarlo todo. De ahí que precisamente en esa zona del cuerpo conserve el recuerdo de aquellas palabras. Y es inútil buscar su latitud exacta, porque, aunque encontrara ese sitio, no serviría de nada apretarlo entre los puños, acuchillarlo, estrujarlo para hacer salir palabras como pus de una ampolla. Todo está allí. Todo debe quedarse allí. Y punto.
El policía me contaba que el chico, su informador, había escuchado la única lección que merece la pena escuchar y la había grabado a hurtadillas. No para traicionar, sino para volverla a escuchar a solas. Una lección acerca de cómo hay que estar en el mundo. Y se la había hecho escuchar toda: un auricular en su oreja, el otro en la del chico, que con el corazón a mil había puesto en marcha el audio del discurso.
–Ahora tú escribe sobre ello, veamos si alguien se cabrea... Si es así significa que esta historia es cierta y tenemos confirmación. Si escribes sobre ello y nadie hace nada, entonces, o es una gran bola de algún actor de serie B y nuestro chicano nos ha tomado el pelo, o bien... nadie se cree las chorradas que escribes, y en ese caso estamos jodidos.
Y se echó a reír. Yo asentí. No prometía nada, trataba de entender. El que dio aquella presunta lección habría sido un viejo capo italiano, delante de un consejo de chicanos, italianos, italoamericanos, albaneses y excombatientes kaibiles, los legionarios guatemaltecos. Al menos eso decía el chico. Nada de informaciones, cifras y detalles. Nada que se aprendiera de mala gana. Entras en una habitación de una forma y sales de otra. Llevas la misma ropa, llevas el mismo corte de pelo, llevas los pelos de la barba igual de largos. No tienes señales de adiestramiento, cortes en los arcos supraciliares o la nariz rota, no te han lavado el cerebro con sermones. Entras, y a primera vista sales igual a como eras cuando te empujaron dentro. Pero igual sólo por fuera. Por dentro todo es distinto. No te han revelado la verdad última, sino que simplemente han puesto en su sitio exacto unas cuantas cosas. Cosas que hasta aquel momento no habías sabido cómo utilizar, que no habías tenido el coraje de abrir, de acomodar, de observar.
El policía me leía de una agenda la transcripción que se había hecho del discurso. Se habían reunido en una habitación, no muy lejos de donde estamos ahora. Sentados al azar, sin ningún orden, no en forma de herradura como en las funciones rituales de afiliación. Sentados como uno se sienta en los círculos recreativos de los pueblos de provincias del sur de Italia o en los restaurantes de Arthur Avenue, para ver un partido de fútbol en televisión. Pero en aquella habitación no había ningún partido de fútbol ni ninguna reunión entre amigos, todos eran gente afiliada con distintos grados a las organizaciones criminales. El viejo italiano se levantó. Sabían que era hombre de honor y que había venido a Estados Unidos después de haber vivido mucho tiempo en Canadá. Empezó a hablar sin presentarse; no había motivo. Hablaba una lengua espuria, italiano mezclado con inglés y español, y a veces empleaba el dialecto. Me habría gustado saber su nombre, así que probé a preguntárselo al policía fingiendo una curiosidad momentánea y casual. El policía no intentó siquiera contestarme. Sólo se oyeron las palabras del capo.
«El mundo de los que creen que se puede vivir con la justicia, con las leyes iguales para todos, con un buen trabajo, la dignidad, las calles limpias, las mujeres iguales a los hombres, es sólo un mundo de maricas que creen que pueden engañarse a sí mismos. Y también a quienes les rodean. Las chorradas sobre el mundo mejor dejémoselas a los idiotas. Los idiotas ricos que se compran ese lujo. El lujo de creer en el mundo feliz, en el mundo justo. Ricos con sentimiento de culpa o con algo que esconder. Who rules just does it, and that’s it. Quien manda lo hace y basta. O bien puede decir, en cambio, que manda por el bien, por la justicia, por la libertad. Pero ésas son cosas de mujeres, dejémoselas a los ricos, a los idiotas. Quien manda, manda. Y punto.»
Traté de preguntar cómo iba vestido, cuántos años tenía. Preguntas de poli, de cronista, de curioso, de obsesivo, que cree que con esos detalles puede deducir la tipología del capo que pronuncia esa clase de discurso. Mi interlocutor me ignoró y continuó. Yo lo escuchaba y tamizaba las palabras como si fueran arena para encontrar la pepita, el nombre. Escuchaba aquellas palabras, pero buscando otra cosa. Buscando indicios.
–Quería explicarles las reglas, ¿comprendes? –me dijo el policía–. Quería que les entraran bien adentro. Yo estoy seguro de que éste no ha mentido. Garantizo que el mexicano no es un cabrón. Juro sobre mi alma por la suya, aunque nadie me crea.
Volvió a mirar la agenda y siguió leyendo.
«Las reglas de la organización son las reglas de la vida. Las leyes del Estado son las reglas de una parte que quiere joder a la otra. Y nosotros no nos dejamos joder por nadie. Hay quien hace dinero sin riesgos, y esos señores siempre tendrán miedo de quien, en cambio, el dinero lo hace arriesgándolo todo. If you risk all, you have all, ¿estamos? Si piensas en cambio que te tienes que proteger o que puedes librarte sin cárcel, sin escapar, sin esconderte, entonces es mejor aclararlo pronto: no eres un hombre. Y si no sois hombres, salid de inmediato de esta habitación y tampoco nos esperéis, que por más que os hagáis hombres, jamás de los jamases seréis hombres de honor.»
El policía me miró. Sus ojos eran dos rendijas, entornados como para concentrarse en aquello que recordaba muy bien: había leído y escuchado aquel testimonio decenas de veces.
«¿Crees en el amor? El amor se acaba. ¿Crees en tu corazón? El corazón se detiene. ¿No? ¿No amor y no corazón? ¿Entonces crees en el coño?1 Pero hasta el coño después de un tiempo se seca. ¿Crees en tu mujer? En cuanto se te acabe el dinero te dirá que la descuidas. ¿Crees en los hijos? En cuanto dejes de darles dinero dirán que no los quieres. ¿Crees en tu madre? Si no le haces de niñera dirá que eres un hijo ingrato. Escucha lo que digo: tienes que vivir. Hay que vivir para uno mismo. Es por uno mismo por lo que hay que saber ser respetado y luego respetar. La familia. Respetar a quien os sirve y despreciar a quien no sirve. El respeto lo conquista quien puede daros algo, lo pierde el que es inútil. ¿Acaso no sois respetados por quien quiere algo de vosotros? ¿Por quien os tiene miedo? ¿Y cuando no podéis dar nada? ¿Cuando ya no tenéis nada? ¿Cuando ya no servís? Se os considera basura. Cuando no podéis dar nada, no sois nada.»
–Yo –me dijo el policía– he deducido que el capo, el italiano, era alguien que contaba, alguien que conocía la vida. Que la conocía de verdad. El mexicano no puede haber grabado ese discurso él solo. El chicano fue al colegio hasta los dieciséis años y lo pescaron en una timba en Barcelona. Y el calabrés de este tío ¿cómo iba a inventárselo un actor o un fanfarrón? Que si no fuera por la abuela de mi mujer tampoco yo habría entendido esas palabras.
Yo había escuchado ya discursos de filosofía moral mafiosa a decenas en las declaraciones de los arrepentidos, en las escuchas policiales. Pero éste tenía una característica insólita, se presentaba como un adiestramiento del alma. Era una crítica de la razón práctica mafiosa.
«Yo os hablo, y alguno de vosotros hasta me cae simpático. A algún otro, en cambio, le partiría la cara. Pero hasta al más simpático de vosotros, si tiene más coños y dinero que yo, lo prefiero muerto. Si uno de vosotros se convierte en mi hermano y yo lo elijo en la organización como mi igual, el destino es indudable, intentará joderme. Don’t think a friend will be forever a friend. Seré asesinado por alguien con quien he compartido comida, sueño, todo. Seré asesinado por quien me ha dado refugio, por quien me ha escondido. No sé quién será, de lo contrario ya lo habría eliminado. Pero sucederá. Y si no me mata, me traicionará. La regla es la regla. Y las reglas no son las leyes. Las leyes son para los cobardes. Las reglas son para los hombres. Por eso nosotros tenemos reglas de honor. Las reglas de honor no te dicen que tienes que ser justo, bueno, correcto. Las reglas de honor te dicen cómo se manda. Qué tienes que hacer para manejar gente, dinero, poder. Las reglas de honor te dicen qué hacer si quieres mandar, si quieres joder al que tienes encima, si no quieres que te joda el que tienes debajo. Las reglas de honor no hay que explicarlas. Están y basta. Se han hecho solas con la sangre y en la sangre de cada hombre de honor. ¿Cómo puedes elegir?»
¿Aquella pregunta iba por mí? Busqué la respuesta más justa. Pero esperé prudentemente antes de hablar, pensando que quizá el policía todavía estaba repitiendo las palabras del capo.
«¿Cómo puedes elegir en pocos segundos, en pocos minutos, en pocas horas lo que tienes que hacer? Si eliges mal, pagas durante años una decisión tomada en cuestión de nada. Las reglas están, están siempre, pero has de saber reconocerlas y has de saber cuándo rigen. Y l...

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