Formas de volver a casa
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Formas de volver a casa

Alejandro Zambra

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Formas de volver a casa

Alejandro Zambra

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Formas de volver a casa habla de la generación de quienes, como dice el narrador, aprendían a leer o a dibujar mientras sus padres se convertían en cómplices o víctimas de la dictadura de Augusto Pinochet. La esperada tercera novela de Alejandro Zambra muestra el Chile de mediados de los años ochenta a partir de la vida de un niño de nueve años.

El autor apunta a la necesidad de una literatura de los hijos, de una mirada que haga frente a las versiones oficiales. Pero no se trata sólo de matar al padre si no también de entender realmente lo que sucedía en esos años. Por eso la novela desnuda su propia construcción, a través de un diario en que el escritor registra sus dudas, sus propósitos y también cómo influye, en su trabajo, la inquietante presencia de una mujer.

Con precisión y melancolía, Zambra reflexiona sobre el pasado y el presente de Chile. Formas de volver a casa es la novela más personal de uno de los mejores narradores de las nuevas generaciones. Un libro que ratifica lo que Ricardo Piglia ha dicho sobre Alejandro Zambra: «Un escritor notable, muy perceptivo frente a la diversidad de las formas.»

Formas de volver a casa ha recibido el Premio Altazor y el Premio del Consejo Nacional del Libro de Chile en 2012.

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Information

Year
2011
ISBN
9788433933041
Subtopic
Clásicos

III. La literatura de los hijos

Me fui de casa a fines de 1995, poco después de cumplir veinte años, pero desde la adolescencia deseaba abandonar esas veredas demasiado limpias, esos pasajes aburridos en que había crecido. Buscaba una vida plena y peligrosa o tal vez simplemente quería lo que algunos hijos quieren desde siempre: una vida sin padres.
Viví en pensiones o piezas pequeñas y trabajé en cualquier cosa mientras terminaba la universidad. Y cuando terminé la universidad seguí trabajando en cualquier cosa, porque estudié Literatura, que es lo que estudia la gente que termina trabajando en cualquier cosa.
Años después, sin embargo, ya cerca de los treinta, conseguí un puesto como profesor y logré en cierto modo establecerme. Ensayaba una vida plácida y digna: pasaba las tardes leyendo novelas o mirando la tele durante horas, fumando tabaco o marihuana, bebiendo cervezas o vino barato, escuchando música o escuchando nada, porque a veces permanecía largo rato en silencio, como si esperara algo, como si esperara a alguien.
Fue entonces cuando llegué, cuando regresé. No esperaba a nadie, no buscaba nada, pero una noche de verano, una noche cualquiera en que caminaba a pasos largos y seguros, vi la fachada azul, la reja verde y la pequeña plaza de pasto reseco justo enfrente. Es aquí, pensé. Es aquí donde estuve. Lo dije en voz alta, entre maravillado y absorto, y recordé la escena con precisión: el viaje en micro, el cuello de la mujer, el almacén, el árbol, el angustioso viaje de vuelta, todo.
Pensé entonces en Claudia y también en Raúl y en Magali; imaginé o intenté imaginar sus vidas, sus destinos. Pero de pronto los recuerdos se apagaron. Por un segundo, sin saber por qué, pensé que todos estaban muertos. Por un segundo, sin saber por qué, me sentí inmensamente solo.
En los días siguientes volví al lugar de forma casi obsesiva. Premeditada o inconscientemente dirigía mis pasos hacia la casa y sentado en el pasto miraba la fachada mientras caía la noche. Se encendían primero los faroles de la calle y más tarde, pasadas las diez, se iluminaba una ventana pequeña en el segundo piso. Durante días el único signo de vida en esa casa era la luz más bien leve que aparecía en el segundo piso.
Una tarde vi a una mujer que abría el portón y sacaba las bolsas de basura. Me pareció un rostro familiar y en principio pensé que era Claudia, aunque la imagen que conservaba era tan remota que a partir de ese recuerdo era posible proyectar muchos rostros. La mujer tenía los pómulos de una persona delgada, pero había engordado de manera tal vez irremediable. Su pelo rojo formaba una tela dura y resplandeciente, como si acabara de teñirse. Y a pesar de ese aspecto llamativo parecía molestarle el solo hecho de que alguien la mirara. Caminaba como fijando la vista en las junturas del cemento.
Esperé a verla nuevamente. Algunas tardes me llevaba una novela, pero prefería los libros de poemas, porque me permitían más pausas para espiar. Me daba pudor pero también me daba risa volver a ser un espía. Un espía que, de nuevo, no sabía bien lo que quería encontrar.
Una tarde me decidí a tocar el timbre. Al ver venir a la mujer pensé, con pánico, que no tenía un plan, que ni siquiera sabía cómo presentarme. A punta de balbuceos le dije que se me había perdido un gato. Ella me preguntó el nombre del gato, no supe qué contestar. Me preguntó cómo era. Le dije que blanco, negro y café.
Entonces es gata, dijo la mujer.
Es gato, respondí.
Si es de tres colores no puede ser gato. Los gatos de tres colores son hembras, dijo ella. Y agregó que de cualquier manera no había visto gatos perdidos en el barrio últimamente.
La mujer iba a irse cuando le dije, casi gritando: Claudia.
Quién eres tú, respondió.
Se lo dije. Le dije que nos habíamos conocido en Maipú. Que habíamos sido amigos.
Ella me miró largamente. Yo me dejé mirar. Es extrañísima esa sensación. La de esperar ser reconocido. Al final me dijo: ya sé quién eres. Yo no soy Claudia. Soy Ximena, la hermana de Claudia. Y tú eres el niño que me siguió esa tarde, Aladino. Así te decía Claudia, nos reíamos mucho cuando se acordaba de ti. Aladino.
No sabía qué decir. Precariamente entendía que sí, que Ximena era la mujer a la que había seguido hacía tantos años. La supuesta novia de Raúl. Pero Claudia nunca me dijo que tenía una hermana. Sentía el peso, la necesidad de encontrar alguna frase oportuna. Me gustaría ver a Claudia, dije, con poca voz.
Yo pensé que andabas buscando a un gato. A una gata.
Sí, respondí. Pero he pensado muchas veces, estos años, en ese tiempo en Maipú. Y me gustaría ver a Claudia.
En la mirada de Ximena había hostilidad. Se quedó callada. Le hablé, improvisando nerviosamente, sobre el pasado, sobre el deseo de recuperar el pasado.
No sé para qué quieres ver a Claudia, dijo Ximena. No creo que llegues nunca a entender una historia como la nuestra. En ese tiempo la gente buscaba a personas, buscaba cuerpos de personas que habían desaparecido. Seguro que en esos años tú buscabas gatitos o perritos, igual que ahora.
No entendí su crueldad, me pareció excesiva, innecesaria. De todos modos Ximena apuntó mi teléfono. Cuando ella venga se lo doy, dijo.
¿Y cuándo crees que va a venir?
En cualquier momento, respondió. Mi padre está a punto de morir. Cuando muera, mi hermana viajará desde Yanquilandia a llorar sobre su cadáver y a pedir su parte de la herencia.
Me pareció ridículo, falsamente juvenil eso de llamar Yanquilandia a los Estados Unidos, y a la vez pensé en ese diálogo con Claudia, en el Templo de Maipú, sobre las banderas. Finalmente su destino estaba en ese país que cuando niña despreciaba, pensé, y pensé también que debía irme, pero no pude evitar una última pregunta de cortesía:
¿Cómo está don Raúl?, le pregunté.
No sé cómo está don Raúl. Debe estar bien. Pero mi padre se está muriendo. Chao, Aladino, dijo ella. No entiendes, nunca vas a entender nada, huevón.
Volví a caminar por el barrio varias veces, pero miraba la casa desde lejos, no me atrevía a acercarme. Pensaba con frecuencia en ese diálogo amargo con Ximena. Sus palabras de alguna forma me perseguían. Una noche soñé que me encontraba con ella en el supermercado. Yo trabajaba promoviendo una cerveza nueva. Ella pasaba con el carro lleno de comida para gatos. Me miraba de reojo. Me reconocía pero evitaba saludarme.
Pensaba también en Claudia, pero como se piensa en un fantasma, como se piensa en alguien que de alguna manera, de una forma irracional y sin embargo muy concreta, nos acompaña. No esperaba su llamado. Me costaba imaginar a su hermana dándole mi número, contándole de esa visita intempestiva, la extraña aparición de Aladino. Pero así fue: algunos meses después de esa conversación con Ximena, una mañana temprano, poco antes de las nueve, Claudia me llamó. Fue muy amable. Me parece entretenido que volvamos a vernos, me dijo.
Nos juntamos una tarde de noviembre, en el Starbucks de La Reina. Me gustaría recordar ahora, con absoluta precisión, cada una de sus palabras y anotarlas en este cuaderno sin mayores comentarios. Me gustaría imitar su voz, acercar una cámara a los gestos que hacía cuando se adentraba, sin miedo, en el pasado. Me gustaría que alguien más escribiera este libro. Que lo escribiera ella, por ejemplo. Que estuviera ahora mismo, en mi casa, escribiendo. Pero me toca escribirlo a mí y aquí estoy. Y aquí me voy a quedar.
No me costó reconocerte, dice Claudia –a mí tampoco, respondo, pero durante largos minutos me distraigo buscando el rostro que tengo en la memoria. No lo encuentro. Si la hubiera visto en la calle no la habría reconocido.
Nos acercamos a recoger el café. No suelo ir al Starbucks, me sorprende ver mi nombre garabateado en el vaso. Miro el vaso de ella, el nombre de ella. No está muerta, pienso de repente, con alegría: no está muerta.
El pelo de Claudia es ahora corto y la cara muy flaca. Sus pechos siguen siendo escasos y su voz parece la de una fumadora, aunque fuma sólo en Chile –parece que en Estados Unidos ya no permiten fumar en ninguna parte, le digo, de pronto contento de que la conversación sea simplemente social, rutinaria.
No es eso. Es raro. En Vermont no me dan ganas de fumar, pero llego a Chile y fumo como loca, dice Claudia. Es como si Chile me resultara incomprensible o intolerable sin fumar.
Es como si Chile te resultara infumable, le digo, bromeando.
Sí, dice Claudia, sin reírse. Ríe después. Diez segundos después entiende la broma.
Al principio el diálogo sigue el rumbo tímido de una cita a ciegas, pero a veces Claudia acelera y empieza a hablar en frases largas. La trama de pronto se esclarece: Raúl era mi padre, dice, sin más preámbulos. Pero se llamaba Roberto. El hombre que murió hace tres semanas, mi padre, se llamaba Roberto.
La miro asombrado, pero no es un asombro en estado puro. Recibo la historia como si la esperara. Porque la espero, en cierto modo. Es la historia de mi generación.
Nací cinco días después del golpe, el 16 de septiembre de 1973, dice Claudia, en una especie de estallido. La sombra de un árbol cae caprichosamente sobre su boca, no veo el movimiento de sus labios. Eso me inquieta. Siento que me habla una foto. Recuerdo ese poema hermoso, «Los ojos de esta dama muerta me hablan». Pero mueve las manos y la vida regresa a su cuerpo. No está muerta, pienso de nuevo y de nuevo siento una alegría inmensa.
Magali y Roberto tuvieron a Ximena cuando él acababa de entrar a estudiar Derecho en la Universidad de Chile. Vivieron por separado hasta que ella quedó de nuevo embarazada y entonces, a comienzos de 1973, se casaron y decidieron vivir en La Reina mientras encontraban un lugar propio. Magali era mayor. Había estudiado Inglés en el Pedagógico y era partidaria de Allende, pero no participaba de un modo activo. Roberto era en cambio un militante disciplinado, aunque tampoco estaba en situaciones de riesgo.
Los primeros años de dictadura los pasaron aterrados y encerrados en esa casa de La Reina. Pero a finales de 1981 Roberto se reconectó: volvió a circular por algunos lugares que hasta entonces había evitado y rápidamente asumió responsabilidades, al comienzo muy menores, como informante. Cada mañana esperaba, en las escaleras de la Biblioteca Nacional, en un banco de la Plaza de Armas, e incluso algunas veces en el Zoológico, a sus contactos, y luego volvía a trabajar a una oficina pequeña en la calle Moneda.
Poco después Magali arrendó la casa en Maipú y se fue a vivir allí con las niñas. Era la mejor manera de protegerlas, lejos de todo, lejos del mundo. Roberto, en tanto, corría riesgos, pero cambiaba de apariencia constantemente. A comienzos de 1984 convenció a su cuñado Raúl para que se fuera y le dejara su identidad. Raúl salió de Chile por la cordillera, a Mendoza, sin un plan definido, pero con algo de dinero para comenzar una vida nueva.
Fue entonces cuando Roberto consiguió esa casa en el pasaje Aladino. De nuevo Maipú aparecía como un lugar seguro, donde era posible no despertar sospechas. Vivía muy cerca de su mujer y de sus hijas y su nueva identidad le permitía verlas más seguido, pero primaba la cautela. Las niñas casi no veían a su padre y Claudia ni siquiera sabía que vivía cerca. Lo supo esa noche, la noche del terremoto.
Aprender a contar su historia como si no doliera. Eso ha sido, para Claudia, crecer: aprender a contar su historia con precisión, con crudeza. Pero es una trampa ponerlo así, como si el proceso concluyera alguna vez. Solamente ahora siento que puedo hacerlo, dice Claudia. Lo intenté mucho tiempo. Pero ahora he encontrado una especie de legitimidad. Un impulso. Ahora quiero que alguien, que cualquiera me pregunte, de la nada: quién eres.
Yo soy el que pregunta, pienso. El desconocido que pregunta. Esperaba un encuentro cargado de silencios, una serie de frases sueltas que luego, como hacía cuando niño, en soledad, tendría que juntar y descifrar. Pero no, al contrario: Claudia quiere hablar. Cuando venía en el avión, dice, miré las nubes un rato largo. Me pareció que hacían un dibujo débil y desconcertante pero a la vez reconocible. Pensé en los bocetos de un niño rayando una hoja o en los dibujos que hacía mi madre mientras hablaba por teléfono. No sé si ocurrió una vez o muchas veces, pero tengo esa imagen de mi mamá rayando papeles mientras hablaba por teléfono.
Miré después, dice Claudia, a las azafatas que alisaban sus faldas mientras conversaban y reían en el fondo del pasillo y al desconocido que dormitaba a mi lado con un libro de autoayuda abierto en el pecho. Y entonces pensé que mi madre había muerto hacía diez años, que mi padre acababa de morir, y en vez de honrar silenciosamente a esos muertos yo experimentaba la necesidad imperiosa de hablar. El deseo de decir: yo. El vago, el extraño placer, incluso, de responder: me llamo Claudia y tengo treinta y tres años.
Lo que más quería durante ese largo viaje hasta Santiago era que el desconocido que viajaba a su lado despertara y le preguntara: quién eres, cómo te llamas. Quería responderle con alegría leve y rápida, coquetamente, incluso: Me llamo Claudia y tengo treinta y tres años. Quería decirle, como en las novelas: Me llamo Claudia, tengo treinta y tres años y ésta es mi historia. Y empezar a contarla, por f...

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