Poeta chileno
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Poeta chileno

Alejandro Zambra

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Poeta chileno

Alejandro Zambra

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Alejandro Zambra vuelve en grande a la novela con este magnífico libro sobre familias hechizas, poetas y poetastros. Una hermosa, desenfadada y seriamente divertida declaración de amor a la poesía.

Durante buena parte de esta novela Gonzalo es un poetastro que quiere ser poeta y un padrastro que se comporta como si fuera el padre biológico de Vicente, un niño adicto a la comida para gatos que años más tarde se niega a estudiar en la universidad porque su sueño principal es convertirse –también– en poeta, a pesar de los consejos de Carla, su orgullosamente solitaria madre, y de León, un padre mediocre dedicado a coleccionar autitos de juguete.

El poderoso mito de la poesía chilena –un personaje secundario dice, aludiendo a los veredictos de la Academia Sueca, que los chilenos son bicampeones mundiales de poesía– es revisitado y cuestionado por Pru, una periodista gringa que se convierte en testigo accidental de ese esquivo e intenso mundo de héroes e impostores literarios.

«La verdadera seriedad es cómica», decía Nicanor Parra, y esta novela sobre poetas que desprecian las novelas lo demuestra brillantemente.

El laberinto masculino actual, los trágicos vaivenes del amor, las familias –o familiastras– fugaces, la omnipresente desconfianza en instituciones y autoridades, el deseo valiente y obcecado de pertenecer a una comunidad en parte imaginaria, el sentido de escribir y de leer en un mundo hostil que parece desmoronarse a toda velocidad... Son muchos los temas que este libro hermoso, contundente y desenfadado pone encima de la mesa. Autor de obras que se han vuelto emblemáticas, como Bonsái, Formas de volver a casa, Mis documentos o Facsímil, Alejandro Zambra regresa en grande a la novela con este libro que lo confirma como una de las voces fundamentales de la literatura latinoamericana en lo que va de siglo.

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III. Poetry in motion

I’m gonna eat your sweet pussy –dice Vicente, en un inglés de mierda, porque no sabe inglés, lo poco que sabe lo aprendió mirando porno. Ella sí que sabe español, porque hizo un minor en la universidad, pero ahora no habla español, ahora solo gime, más que probablemente en inglés.
Vicente tiene dieciocho años y Pru treinta y uno, acaban de conocerse: unas horas atrás, después de una jornada algo tediosa con sus amigos poetas en un bar de Plaza Italia, Vicente esperaba la micro nocturna cuando vio a una gringa vomitando en el paradero y se le acercó, y aunque en el pasado reciente de Pru no había motivos para que confiara en nadie, instintivamente confió en ese chico alto de ojos inmensos que, sin mediar preguntas ni presentaciones, le recogió el pelo para ayudarla a vomitar y hasta le hizo un tímido cariño en la nuca, un cariño como de hermano, como de compañero de juerga o de juegos. Pru le dijo thank you y por supuesto que él estaba en condiciones de responder you are welcome pero prefirió responder de nada, y ya no hablaron más durante los diez o quince minutos de una caminata que no conducía a ninguna parte, porque a veces se camina simplemente para recibir la purificadora oleada del viento en la cara.
Unas semanas antes de que Pru emprendiera el viaje a Chile, en un sobrepoblado bar de Greenpoint, una amiga chilena de un amigo belga le había asegurado que en Chile los taxistas eran, en su mayoría, fascistas, militares retirados y extorturadores, pero que afortunada o curiosamente no tenían la costumbre de asaltar ni de secuestrar a nadie, en el peor de los casos daban unas cuantas vueltas de más, o hablaban estupideces machistas o xenófobas, o machistas y xenófobas, por lo que en Santiago era sensato tomar un taxi a cualquier hora. Así que Pru detuvo un taxi y le dio a Vicente un abrazo y un beso en la mejilla que en Estados Unidos hubieran resultado comprometedores, pero ella llevaba suficiente tiempo en Chile como para notar que en Chile todo el mundo se abraza y se besa en las mejillas a cada rato, y aunque Vicente quería prolongar la escena y al menos preguntarle el nombre no hizo nada por retenerla, no le dijo nada, en parte también porque no podía decirle nada que no sonara francamente estúpido, si hasta preguntarle el nombre en inglés sonaría, pensaba Vicente, en esas condiciones, irritantemente escolar, y en ese momento él ignoraba que hablando lento y claro –él no hablaba ni lento ni claro pero hubiera podido intentarlo– la gringa lo entendería, así que se resignó a verla partir, pero cuando el conductor miró a Pru directo a las tetas y le preguntó adónde iba, como si efectivamente sus tetas fueran las encargadas de responder a esa pregunta, y ella pudo ver la cara del hombre, que era una cara como rocosa y airada que podía perfectamente ser la cara de un fascista-torturador-asesino y por supuesto que podía ser la cara de un violador, Pru pensó que era ridículo seguir el remoto consejo de esa amiga chilena de su amigo belga, una mujer con la que por lo demás había hablado solo cinco minutos, porque cómo va a ser seguro subirse a un auto conducido por un fascista-torturador-asesino-violador a las dos de la mañana.
Pru siguió caminando con Vicente, que la miraba como se mira a la persona más divertida del mundo, y no se equivocaba tanto aunque en ese momento él no podía saber que Pru era divertida porque, a no ser que uno encuentre cómico que alguien vomite en la calle, hasta entonces ella no había hecho nada ni siquiera mínimamente jocoso. Pru le mostró una tarjeta donde figuraba la dirección del hostal donde se alojaba, de manera que ya no caminaban sin rumbo sino rumbo a Providencia, al corazón de Providencia, como diría algún engolado promotor turístico. Habían caminado tres cuadras en silencio cuando Pru le dijo nuevamente, pero ahora con mayor solemnidad y serenidad, thank you, y él le respondió que no se preocupara, que ese era su trabajo, porque Santiago de Chile estaba lleno de gente vomitando en las esquinas, cada noche él mismo se encargaba de ayudar a esos numerosos exhibicionistas del vómito, y la gringa no estaba segura de haber entendido del todo –sabía que Vicente bromeaba aunque no pillaba exactamente la broma. Iba a preguntarle, pero no quería hablar en español, se sentía incapaz, pensaba que no conseguiría más que tropezar con las palabras, así que le habló en un inglés pausado y claro que para Vicente era apenas un poco más inteligible que el chino cantonés, aunque la miraba a los ojos y movía la cabeza como el mejor alumno del curso o como un alumno no tan bueno, incluso muy malo, que únicamente se esfuerza porque le tiene ganas a la profesora.
Una cuadra antes de llegar al hostal Vicente le indicó con señas que se detuvieran en el minimarket, donde compró una botella grande de agua mineral. Se sentaron en la cuneta a compartir la botella y Pru empezó a contarle, al principio vacilando, tanteando el terreno, la historia de cómo había llegado ahí, y su relato era medio incoherente, pero eso no importaba nada, pues su interlocutor era incapaz de entenderla, y eso era lo óptimo, porque aunque Pru necesitaba hablar sin filtros no había nadie en el mundo en quien confiara lo suficiente como para soltarlo todo, así que ese interlocutor desconocido que la entendía poco o nada era el confidente ideal, era mejor que el más calificado de los terapeutas –no quería opiniones ni veredictos, al contrario; quería que alguien se limitara a escucharla o a presenciar, como Vicente, su relato, sin preguntas ni contrapreguntas, sin gestos compasivos, sin palabras explícitas de solidaridad.
Igual Vicente entendía que Pru hablaba del viaje a Chile y de San Pedro de Atacama y que en ese viaje algo o tal vez todo había salido mal, y que un novio o una novia la había traicionado o abandonado, y que la historia que escuchaba era triste, aunque ella intentaba contarla como si no lo fuera. Vicente entendía que Pru se reía de sí misma y que había en su tono algo así como un delicioso pudor pero también un cierto desenfado; entendía que, si supiera inglés, captaría una variedad de ritmos y unos énfasis y decenas de bromas que Pru lanzaba para defenderse de la seriedad. Y pensaba que si él tuviera que contar una historia triste le gustaría contarla de esa misma manera.
Cuando ya se volvía inevitable despedirse, fue él quien se largó a hablar sobre los viajes y sobre la soledad y sobre las cuatro veces que se había subido a un avión y sobre cualquier cosa, y Pru le entendía mucho más que lo que Vicente le había entendido a ella –era un discurso confuso, que a ella le daba risa, porque le resultaba evidente que lo único que él quería era retenerla, y le encantaba esa mezcla de elocuencia con nerviosismo, parecía un conductor de televisión transmitiendo en vivo, obligado a improvisar, un conductor divertido, un conductor genial. Y estaba todo bien, porque ella tampoco quería apagar la tele, lo que menos quería en ese momento era despedirse: cuando las palabras comenzaban a escasear Pru lo abrazó seriamente y quiso que el abrazo se prolongara, y cuando él sintió que, considerando la duración y la profundidad del abrazo sería casi imposible que ella lo rechazara, le dio un tímido beso en el cuello. Entonces ella pensó que no debería acostarse ni con Vicente ni con nadie, pero también pensó, de forma más o menos simultánea, que lo había pasado tan mal que se merecía un revolcón con ese guapísimo desconocido al que probablemente nunca volvería a ver, así que puso su mano derecha en el culo de Vicente y con la mano izquierda le agarró con firmeza el paquete. Fue entonces cuando él dijo su primera frase en inglés:
Do you like it?
En el beso largo que se dieron quedaba un poquitito de vómito, pero a Vicente no le importó.
You are really hot –dice ahora, en un inglés de mierda, mientras lame los muslos de Pru–. You are a really, really hot girl. And I’m gonna eat your sweet pussy.
Despierta a mediodía, asombrado, conmovido y ansioso: quiere recordarlo todo, siente el deseo urgente de anotarlo todo, no solamente los detalles del encuentro, sino que también, por ejemplo, quiere ser capaz de recordar los pormenores de esa pieza de hostal que no tuvo tiempo ni de mirar la noche anterior, lo que le provoca una suerte de latido culposo, porque Vicente piensa que son los poetas y no los narradores los que deben capturar absolutamente todos los detalles de cada experiencia vivida, pero no para contarlos, no para vociferarlos en un relato, sino para inscribirlos, por así decirlo, en su sensibilidad, en su mirada: para vivirlos, en una palabra. Inspecciona entonces con avidez las imágenes emblemáticas que decoran las paredes: hay pósters de Violeta Parra, de Víctor Jara, de Salvador Allende, de Joe Vasconcellos, de las Torres del Paine, de Isla de Pascua, de Valdivia, de San Pedro de Atacama, además de una foto pequeña de Barack Obama, lo que parece inexplicable, seguramente se trata de un guiño hospitalario. Toma nota mental también de las artesanías chilotas, dispuestas con cierta arbitrariedad, los cacharritos de greda de Quinchamalí, unos horrendos cisnes de rafia y esos diminutos sombreritos mexicanos tan habituales en Chile que un ojo desprevenido podría suponer que forman parte de la artesanía chilena.
Qué pensará la gringa de todo esto, conjetura Vicente, mientras la mira tendida en la cama, semicubierta por una frazada roja. Quiere pedirle el número de teléfono, pero Pru está irrevocablemente dormida y sus ronquidos parejos y tenues traslucen, le parece a Vicente, cierto desamparo. Mira el tatuaje ya medio desleído en la parte superior de la espalda: es el tangrama de un barco, con las piezas ligeramente separadas entre sí. Le hace un último cariño en el pelo, aunque no es exactamente un cariño, más bien quiere tocar esos mechones rubios, un poco como un peluquero planificando su labor. Cierra la puerta con cuidado, baja a la recepción, alza las cejas para saludar a un tipo barbudo y enorme vestido o disfrazado de hippie que lo mira con cara de pocos amigos mientras rasguea la guitarra con timidez, como si estuviera recién aprendiendo a tocarla.
Vicente sale al despiadado sol del verano santiaguino, y está a punto de emprender la vuelta a casa cuando le entra un mensaje de su padre diciéndole que a la una y media va a almorzar en Providencia, que si quiere sumarse, y Vicente piensa en unos locos con mayonesa o en unos adorables erizos y decide ir –tiene más de una hora para caminar diez cuadras, pero la felicidad le impide ir lento; los que caminan lento, piensa, en tono mental grandilocuente, están cansados o heridos, y él siente una demoledora alegría, una felicidad sin contrapesos, una plenitud que sería difícil comunicar con palabras: sería posible, quizás, dibujar esa plenitud, a condición de que el trazo no se detuviera nunca. Llega demasiado pronto al restorán, pide un vaso de agua de la llave, está hambriento pero no toca ni el pebre ni las rodajas de marraquetas que le acerca el mozo, prefiere ser prudente, porque no tiene plata y sabe que su padre podría, a última hora, como tantas otras veces, como el cincuenta por ciento de las veces, dejarlo plantado.
Saca su libretita, le parece milagroso no haberla perdido en el trajín de la noche, se felicita por no haberla perdido, quiere escribir un poema o más bien dicho el comienzo de un poema, porque para él un poema es algo que se comienza y solo a veces se termina. Anota de inmediato la imagen que lo ronda:
la luz cenital en la piel descascarada
Cómo le gusta eso de la luz cenital, es tan elegante. Y ese verbo, descascarar: últimamente todo lo anda descascarando. Porque todo tiene cáscara, incluso las cáscaras tienen cáscara, piensa. Y entonces escribe muy rápido, en letra ininteligible:
incluso las cáscaras tienen cáscara
Luego empieza una nueva página donde va trazando el poema con otra letra, una letra que no parece de su generación de nativos digitales, pero que también, en cierto modo, lo parece, porque esos caracteres de imprenta corresponden en rigor a una diestra imitación de Times New Roman o de Garamond o algo por el estilo:
incluso la cáscara
tiene cáscara
incluso la máscara
tiene máscara
incluso lo oscuro
oscurece
incluso el sol
gira
en torno
al sol
Todos los versos empiezan con minúsculas, porque así se escribe ahora, piensa Vicente; empezar los versos con mayúscula, especialmente si se trata de un primer verso, es señal de conservadurismo estético.
Deja el poema pendiente y empieza otra página porque recuerda su deseo o su obligación de retener los detalles y decide enlistarlos rápidamente:
– piel blanca
– caminata
– Obama
– antebrazos rojizos
– ojos verdes
– melena
– cicatriz pie
– uñas pies restos pintura rojo oscuro
– ronquidos
– menos alta que yo pero igual muy alta
– vello púbico menos rubio casi café
– mediodía
– tangrama barco espalda
– codos resecos
Y enseguida, en otra página, otra lista:
– condones
– antologías
– papel tamaño carta u oficio color celeste
Falta el verbo: comprar. Quiere comprar papel celeste, porque se le ha metido en la cabeza que sus poemas se v...

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