IV. NOCIONES DE CRÍTICA PARA UN MUNDO SIN CONTIENDA
Antonio Ortuño pone en Twitter: Los narradores se disputan los lectores; los poetas, los premios; los críticos, sin lectores ni premios, directamente se mientan la madre. Dos minutos después, sin estar en el mismo diálogo, Jorge Harmodio dice: La escritura cada vez se parece más a la programación. Pareciera ser que el centro de la reflexión literaria está en los soportes y no en las dinámicas que producen dichos soportes; en los padecimientos del escritor, su prestigio y su caída y no en la maqueta y los artefactos narrativos o poéticos que se escriben. ¿Podremos algún día definir categorías propias e ir más allá de los nombres?
El signo de nuestra época es un profundo y persistente malestar. En el desierto de la conciencia se debaten los hunos contra los cortos, chamanes del mundo electrónico y guías de la excelencia, neoconservadores xenófobos y demócratas tolerantes que han pactado con los financiadores electorales. Hoy que la estabilidad global pone en evidencia su desgaste (desempleo mundial, cracs financieros, infelicidad en masa), el avasallador cúmulo de acontecimientos se impone sobre nuestra percepción y anula la capacidad reflexiva de largo plazo para dar paso a la coyuntura. El instante se vuelve omnipresente, queda el asombro y la expectación ante lo que ocurre. La opinión publicada se confunde con la opinión pública.
Para los nacidos en la década de los setenta las utopías se derrumbaron cuando recién iniciaba nuestra participación como adultos en la sociedad contemporánea. Apenas alcanzamos a ser observadores del quiebre de los ideales y el proclamado fin de la historia. Somos herederos de la liberación sexual, de los movimientos del 68 y de aquellos que presenciaron la perestroika y la caída del muro de Berlín vista por televisión. Nos tocó una época de vacío utópico que exigía, a un mismo tiempo, construir esquemas de cambio y propuestas de novedoso pragmatismo sin los ambages ideológicos de la díada izquierda-derecha. El big bang global nos tomó por sorpresa y actuar en el espacio público era como pensar estrategias de mercadotecnia: atajar lo novedoso, irrumpir lo incierto, dar cuenta de quiénes éramos.
Ahora, nuestra generación comparte un limbo reflexivo. Llegamos demasiado tarde a los grandes cambios de la historia y demasiado pronto para construir algo nuevo. Padecemos el síndrome de Peter Pan. Como Alphaville, Cher o Dorian Gray, nuestro deseo es foreverear y nos enfrentamos a los dilemas del individualismo (empleo, idea de pareja, búsqueda de lo divino o tratamiento de la psique) dando muchas veces la espalda a la responsabilidad de asumir el futuro en forma colectiva.
Mientras las preguntas con que se busca construir un nuevo modelo de desarrollo flotan en el aire, distintas y distantes han sido las posturas y corrientes que han intentado asumir la reflexión y la responsabilidad en el actuar. En algunos casos se han manifestado en el pragmatismo, en otros tantos en posturas radicales, en otros en el arte replicante de lo que simplemente sucede, sin interpretaciones. Pero los más nos hemos mantenido al margen, a la expectativa, criticando desde los ámbitos particulares.
Artistas, politólogos, científicos, sociólogos, académicos, escritores, militantes de partidos, activistas de organizaciones no gubernamentales, representamos una amplísima gama de esferas que reflexionan y opinan sin la mesura de verse los unos a los otros. La velocidad de nuestro tiempo impide comprender en el sentido original de la palabra: abrazar, ceñir, rodear por todas partes algo.
No existen redes de vinculación (lo que existe son modelos de simulación virtual) porque no sabemos qué hacer sin los centros. Cada uno realiza su esfuerzo sin mirar al que tiene enfrente, quizá por estar más preocupado por derrotar a sus propios temores que por pensar en la rarísima idea de la otredad.
Es cierto: los ideales absolutos están en la ruina y los referentes revolucionarios perdieron toda legitimidad y anclaje social. Se descree de la política y sólo se atiende a ella en su calidad de espectáculo. Sin embargo, las personas no han dejado de ser personas ni han dejado de sentir la viva necesidad de sentido. La embriaguez del consumo no nos separa de la muerte, ni de la enfermedad, ni del miedo. Nos desplaza sólo temporalmente. Tampoco la exaltación de la competencia ni el éxito como sucedáneo de la felicidad son suficientes. Si no, ¿por qué la depresión se convierte lentamente en una categoría universal?
Las repercusiones anímicas de la deshumanización, del aislamiento y la fugacidad, no sólo en el terreno de las ideologías sino de las relaciones humanas más cotidianas, se han dejado sentir enseguida y asistimos así a una conciencia mélangé y provisoria donde proliferan los sustitutos de sentido: la multiplicación de sectas, el interés por las filosofías orientales, la meditación zen, la superación personal, la sorprendente reedición de Séneca, Epicuro y Marco Aurelio y sus fragmentos sobre el arte de ser feliz, el prozac, los grupos anónimos de ayuda, el psicoanálisis visto como religión laica. Como dice el sociólogo Felipe Gaytán, parece que, en efecto, cualquier sentido es mejor que ninguno.
Toda crisis es ambivalente y nuestra generación trata en realidad de identidades en tránsito, es decir, a la deriva y sin puerto fijo. El reto estaría en aprovechar los perfiles polifacéticos, el acceso a la información y la oportunidad del encuentro para trabajar sobre un panorama convulso en el que quizá es posible construir los asideros, la escala de valores y la agenda de discusión con que podríamos (generacionalmente) enfrentar el siglo XXI y atrevernos a creer más allá del zapping del control remoto con que asimilamos la nota diaria y el lugar común de la parodiada coyuntura.
Los términos público-privado, cuerpo, ética, guerra, religión, por mencionar algunos de ellos, ya no explican del todo al mundo. Es necesario dar paso a nuevos referentes semánticos para dar cuenta de la complejidad. Con toda proporción guardada, lograr algo así sólo será posible en el tejido de una red multidisciplinaria donde los distintos actores y pensadores del nuevo relevo generacional se sienten a discutir. No para buscar consensos orgánicos, ni posturas unánimes, sino para estimular la reflexión solidaria sobre los problemas de nuestro tiempo, problemas de los que somos responsables. El humanismo no tiene futuro si no dialoga con la ciencia.
Algunos de los conceptos y categorías con los que hasta ahora hemos ordenado el mundo han dejado de ser efectivos. Nuestra brújula semántica no tiene sentido ante la complejidad de los fenómenos que no podemos nombrar. Bien dice Bachelard: Es necesario no poner nombres viejos a cosas nuevas.
«La imaginación al poder», bandera enarbolada por la generación de la ruptura que buscó acotar la versión instrumental de la política, demandaba una nueva sensibilidad, donde convergieran la inteligencia en la toma de decisiones, por encima de la llamada realpolitik. Muchos años después la política y la sensibilidad de la imaginación se encuentran separadas, cuando no encontradas. Hoy como nunca la política es más instrumental en sus objetivos inmediatos que programática por voluntad ética y de principios. Su visión de futuro no rebasa el juego de los monopolios que imponen las reglas de pertenecer al presupuesto. No hay utopías, ni de izquierda ni de derecha, sólo existe un pragmatismo que apuesta por mostrar lo útil como verdadero. La imaginación se ha quedado sin soporte real de transformar el mundo más allá de las ideas.
¿Dónde estamos con relación a la promesa del progreso y la certeza de un destino ofrecido por aquellos constructores del proyecto de la modernidad? El mundo es demasiado complejo para ser gobernado por axiomas como la razón que enfiló el desencantamiento del mundo y el cálculo de nuestro futuro. Pero el mundo no ha podido ser confinado a la razón. ¿Cómo imaginar otros contenidos semánticos para hacer nuevas distinciones?
A simple vista, pareciera ser que la agenda literaria no es otra cosa sino la suma de un cúmulo de causas, una serie desordenada de reflexiones sobre la intimidad, la violencia, el modelo económico o las poéticas del desencanto. Lo cierto es que estas estéticas no son un fenómeno aislado sino más bien un conjunto de temas que tienen una relación directa con los procesos sociales.
La crítica al pensamiento neoliberal, los vacíos de discurso, la crisis de los centros frente a las periferias, la confrontación reflexiva de libertades públicas versus libertades individuales, la crisis de los modelos educativos, son dilemas sin alternativa que, entre otras cosas, ponen en evidencia la distancia que existe entre opinión pública y acción común, entre pensamiento e imaginario colectivo.
Los estudios que cataloguen el contenido y su valor como mecanismo de conocimiento, están aún por llegar. Haber deconstruido la idea de los géneros literarios y el reto que significa superar el giro lingüístico para establecer una nueva semántica especulativa del pensamiento literario, será otra tarea importante de la crítica venidera. Por lo pronto, la única apuesta que me propongo es la de definir algunas estéticas de lo que se mira alrededor.
¿Qué discursos, formas narrativas y gustos están trabajando los escritores nacidos a partir de 1970? ¿Cuáles son sus obsesiones? ¿Cuál su biblioteca? ¿Cómo piensan literariamente? ¿Qué objetos, imágenes y lecturas hay apilados en su mesa de trabajo? Aquí un intento que busca comprender esa isla infinita de lo que sucede (con todo y sus nubes) desde una condición de náufrago donde la limitación nacional e identitaria, el tiempo y el vértigo de lo inmenso, hacen de este ensayo una imposibilidad capaz de abarcar todos los conjuntos.
La realidad está formada por varias capas de mentiras que se apilan unas sobre otras.
MARTÍN SOLARES
ESTÉTICAS (MENÚ)
Estatus 1. El monopolio de la violencia
Ya nadie viene a Comala porque somos huérfanos. Con Juan Rulfo la literatura mexicana estuvo lista para convertirse en algo mundialmente local. Nada puede hacerse después de su nombre. No por ahora, pero quizá tras una larga transición. Iba a decir tradición. El patriarca se convirtió en la sombra del caudillo. Rulfo es el padre del romanticismo mexicano. Al menos de un romanticismo tardío, extraviado en las marañas de nuestra identidad. El genio creativo, la originalidad, la novela total pero breve que significa Pedro Páramo ocasionó una suerte de parálisis. Un arquetipo referencial que colocó a los escritores mexicanos en el mismo sitio en que, por ejemplo, Thomas Mann puso a su propio hijo. El suicida Klaus Mann vivió en los márgenes, obligado al silencio en casa para que la garra pudiera horadar la tierra, la pluma escribir. Cosas parecidas sucedieron con los hijos de Horacio Quiroga y Carlos Fuentes. En el dolor del padre se origina la sombra. Con mi nube (si la tenemos) sucede un proceso similar: nos gusta autoinmolarnos, me critico para que nadie más lo haga, reconozco al padre, pero en el fondo lo desprecio, pero en el fondo siempre vuelvo a él. Pedro Páramo. Todos estamos muertos.
La violencia es el común denominador de la literatura mexicana porque si miramos nuestra historia los tiempos de paz son relativamente cortos. Frente a los realismos, que empiezan con la literatura de la revolución mexicana, que siguen con Ricardo Garibay y derivan en el realismo sucio de Guillermo Fadanelli, nuestra generación entiende el arte como un juego. Incluso en la novela policíaca. Sólo basta echar una mirada a lo que se está haciendo hoy. El género que más publicaciones está teniendo es el negro. Se trata de toda una renovación. De Tiempo de alacranes a Mi nombre es Casablanca, a Los minutos negros, a Abril rojo en el caso de la literatura peruana,1 lo de hoy son los detectives metafísicos. No la grafomanía meteórica e hiperactiva de Paco Ignacio Taibo II. Se trata de asuntos largamente meditados. Nos topamos con estructuras aparentemente simples pero estructuralmente diseñadas con pistas complejas que llevan a otras novelas (intertextualidad) o al cine (referencialidad). También se tienden puentes con la cultura popular, pero utilizándola para construir desvaríos o mitologías. El inventor de la sirenita, Rigo Tovar, aparece como un mensajero del más allá para cantarnos lecciones de lógica. El amor es ciego. Rigo es ciego. Rigo es amor. La literatura policíaca no es realismo ni documento sino el juego de la realidad.
Cantar la ira significa hacerla memorable, pero lo que es memorable está siempre próximo a aquello que resulta impresionante y perpetuamente estimable.
PETER SLOTERDIJK
La violencia se volvió un tumor enquistado en el norte del país y ya ha hecho metástasis en todo el territorio. La literatura del norte representa el fenómeno literario mexicano más importante del siglo, sus temas favoritos son el narcotráfico y la frontera, temas que también ya han hecho metástasis, a pesar de que se viva en el Estado de México. Los ancestros de la literatura de la revolución, los abuelos que le dieron origen en la literatura del desierto (Jesús Gardea, Severino Salazar, Federico Campbell, Ricardo Elizondo) y los padres fundadores, Daniel Sada, Luis Humberto Croswhite, Élmer Mendoza, Eduardo Antonio Parra y Juan José Rodríguez, desataron un fenómeno que, como los cárteles, se extendió en todo el país.
En el D.F. se escribe sobre el narco, en Colima se escribe sobre el narco, en Puebla se escribe sobre el narco. Hay nuevos tumores expansivos y peligrosos, secos, originales, radiactivos, poderosos, de segunda generación, como las novelas Los trabajos del reino, Una isla sin mar, Conducir un tráiler y Fiesta en la madriguera,1 cuyos mundos literarios se sostienen solos y la violencia es el accidente histórico que lo tuerce todo, pero también existen ...