El Gatopardo
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El Gatopardo

Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Ricardo Pochtar

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El Gatopardo

Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Ricardo Pochtar

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Una de las cumbres de la literatura del siglo XX. Una novela majestuosa, bellísima y repleta de matices.

Sicilia, 1860. El tiempo parece discurrir con parsimonia en estas tierras, marcadas por los ritmos de una campiña de árida belleza y un orden social inamovible, cuya cúspide ocupa la aristocracia terrateniente. Pero la historia está a punto de dar una sacudida con el desembarco de Garibaldi. Don Fabrizio, príncipe de Salina, hombre imponente, orgulloso, sensual y lúcido, patriarca de una de las familias más poderosas de la isla, contempla impertérrito estos tiempos convulsos que acaso supongan el hundimiento de su mundo o tal vez traigan cambios que en realidad permitirán que todo siga igual. Mientras tanto, su impetuoso sobrino Tancredi abraza la causa garibaldina y se enamora de la bella Angelica, hija de un advenedizo social... Recibida en su día con polémica, la única novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa es hoy ya un clásico indiscutible, que recuperamos en una nueva edición que incluye posfacio de Carlo Feltrinelli.

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Information

Year
2019
ISBN
9788433940155

Cuarta parte

Noviembre de 1860
Al multiplicarse los contactos tras el compromiso nupcial, don Fabrizio comenzó a sentir una singular admiración por los méritos de Sedàra. Acabó habituándose a las mejillas mal afeitadas, al acento plebeyo, a los trajes extravagantes y al persistente aroma de sudor, y estuvo en condiciones de apreciar la rara inteligencia de aquel hombre; muchos problemas que al príncipe le parecían insolubles don Calogero los resolvía en un abrir y cerrar de ojos; liberado de las mil trabas que la honestidad, la decencia e incluso la buena educación suelen imponer a las acciones de muchos otros hombres, el alcalde avanzaba por el bosque de la vida con la seguridad de un elefante que, arrancando árboles y aplastando madrigueras, camina en línea recta sin advertir ni siquiera los arañazos de las espinas y los gemidos de sus víctimas. En cambio al príncipe, educado en pequeños y amenos valles recorridos por los céfiros corteses de los «por favor», «te agradecería», «me harías la merced», «has sido muy amable», las charlas con don Calogero lo transportaban a un páramo barrido por vientos estériles y, aunque en el fondo de su corazón seguía prefiriendo las quebradas de los montes, no podía dejar de admirar el ímpetu de aquellas corrientes de aire que de las encinas y cedros de Donnafugata conseguían arrancar arpegios hasta entonces nunca oídos.
Poco a poco, casi sin darse cuenta, don Fabrizio iba exponiendo sus problemas a don Calogero: estos eran múltiples, complejos y ni siquiera él los conocía a fondo, no porque le faltase penetración, sino por una especie de indiferencia que le hacía despreciar ese tipo de cosas, meras minucias, y que, en definitiva, derivaba de la pereza, y también de la facilidad con que en cada ocasión había logrado salir del paso desprendiéndose de alguna veintena de hectáreas, cantidad desdeñable para quien las poseía por millares.
Los consejos que don Calogero proponía después de haber escuchado el relato del príncipe, y de haberlo reorganizado a su manera, eran muy oportunos y su efecto era inmediato, pero el resultado final de esas recomendaciones concebidas con implacable eficacia, y que el bueno de don Fabrizio ejecutaba con mano blanda e insegura, fue que con el paso de los años la Casa de los Salina adquirió fama de mezquindad para con sus servidores, y aunque totalmente inmerecida, esta fama acabó destruyendo su prestigio en Donnafugata y en Querceta, mientras que, por otra parte, su patrimonio continuó desmoronándose.
No sería justo dejar de mencionar que en Sedàra aquellas visitas más frecuentes al príncipe también habían producido sus efectos. Hasta aquel momento, solo se había encontrado con aristócratas en reuniones de negocios (es decir, de compraventa) o como resultado de rarísimas, y minuciosamente sopesadas, invitaciones a fiestas: dos tipos de acontecimientos durante los cuales estos singulares especímenes sociales no suelen mostrar sus mejores atributos. Aquellos encuentros lo habían llevado al convencimiento de que la aristocracia solo estaba integrada por hombres-oveja, que existían únicamente para entregar la lana de las propiedades a sus tijeras de esquilar, y para que el nombre, iluminado por un prestigio cuyo origen no conseguía descubrir, pasase a manos de su hija.
Pero cuando conoció al Tancredi de la época posgaribaldina topó con un ejemplar de joven noble, tan duro como él, capaz de cambiar en condiciones bastante ventajosas sus sonrisas y sus títulos por encantos y bienes ajenos, pero también de disimular esos actos «sedarescos» tras un velo de gracia y fascinación que don Calogero era consciente de no poseer, y que sin darse cuenta acababan subyugándolo aunque en modo alguno alcanzase a percibir sus orígenes. Más tarde, al familiarizarse con la personalidad de don Fabrizio, volvió a encontrar, desde luego, esa blandura y esa incapacidad de defenderse que formaban parte de la imagen preconcebida de aquel noble-oveja, pero también apreció una fuerza de atracción de diferente tono pero de intensidad comparable a la del joven Falconeri; además, se encontró con cierta energía canalizada hacia la abstracción, una tendencia a buscar la forma de vida en lo que surgía de él mismo y no en lo que pudiese quitarle a los demás; esa capacidad de abstracción le impresionó muchísimo, aunque solo la percibiera oscuramente, sin poder expresarla en palabras como acaba de intentarse aquí; pero también se dio cuenta de que gran parte de ese atractivo emanaba de la cortesía y comprendió lo agradable que puede resultar un hombre bien educado, porque en el fondo este solo es alguien capaz de eliminar las manifestaciones desagradables de muchos aspectos de la condición humana, y de ejercer una especie de altruismo provechoso (fórmula esta donde la eficacia del adjetivo le permitió tolerar la inutilidad del sustantivo). Poco a poco don Calogero fue entendiendo que una comida compartida no tiene por qué ser un huracán de ruidos masticatorios y de manchas de grasa; que una conversación puede muy bien no parecerse a una pelea entre perros; que conceder el paso a una mujer es señal de fuerza y no, como él creía, de debilidad; que se puede obtener más de un interlocutor diciéndole «no he sabido explicarme» que «usted no ha entendido ni jota»; y que, cuando se emplea ese tipo de recursos, los alimentos, las mujeres, las conversaciones y los interlocutores resultan favorecidos, pero también se benefician quienes saben tratarlos con la debida delicadeza.
Sería imprudente afirmar que don Calogero pusiera inmediatamente en práctica aquellas enseñanzas; a partir de ese momento se afeitó un poco mejor y se escandalizó menos por la cantidad de jabón utilizado en la colada: eso fue todo; pero también entonces se inició, para él y para los suyos, ese proceso de constante refinamiento social que al cabo de tres generaciones acaba transformando a unos labriegos brutos pero eficientes en unos caballeros indefensos.
La primera visita de Angelica, como prometida, a la familia Salina se había desarrollado con arreglo a una dirección escénica impecable. La actitud de la muchacha había sido perfecta, hasta el punto de que parecía obedecer ademán por ademán, palabra por palabra, las indicaciones de Tancredi; pero, como en aquella época las comunicaciones eran tan lentas, hubo que descartar tal posibilidad e imaginar que dichas indicaciones eran anteriores al compromiso oficial; hipótesis audaz incluso para quien estuviese convencido de la notable capacidad de previsión del principito, pero no del todo descabellada. Angelica llegó a las seis de la tarde, vestida de blanco y rosa; sobre las suaves trenzas negras derramaba su sombra una pamela aún estival, adornada con racimos artificiales y doradas espigas que discretamente evocaban los viñedos de Gibildolce y los graneros de Settesoli. En la sala de entrada olvidó a su padre y, haciendo ondear la amplia falda, subió con agilidad los no pocos peldaños de la escalera interior para ir a echarse en brazos de don Fabrizio: le dio dos buenos besos en las patillas a los que el príncipe correspondió con genuino afecto; quizá se detuvo un poco más de lo necesario para aspirar el aroma de gardenia en las mejillas adolescentes. Luego Angelica se ruborizó, dio medio paso hacia atrás y dijo: «Me siento tan, tan feliz...» Volvió a acercarse y, poniéndose de puntillas, le susurró al oído: «¡Tiazo!» Con aquel felicísimo gag escénico, tan eficaz como el cochecito de Eisenstein, la hermosa muchacha dejó extasiado al príncipe y se adueñó para siempre de su sencillo corazón. Mientras tanto, don Calogero iba subiendo la escalera y explicaba que su mujer lo sentía muchísimo pero justo la noche anterior había tropezado en la casa y había sufrido una torcedura en el pie izquierdo, bastante dolorosa por cierto. «Tiene el tobillo que parece una berenjena, príncipe.» Don Fabrizio, que luego de aquella caricia verbal estaba radiante, se dio el gusto de anunciar, sobre todo porque las revelaciones de Tumeo disipaban cualquier duda sobre la inocuidad de su gesto, que inmediatamente iría a ver a la señora Sedàra, perspectiva que llenó de espanto a don Calogero, quien para desanimarlo no tuvo más remedio que endilgarle una segunda enfermedad a su consorte: en este caso, una jaqueca que a la pobrecilla la tenía postrada en la oscuridad.
Pero el príncipe ya estaba ofreciendo el brazo a Angelica; atravesaron varios salones casi a oscuras, vagamente iluminados por unas lamparillas de aceite que apenas permitían encontrar el camino; al fondo resplandecía el «salón de Leopoldo», donde esperaba el resto de la familia; mientras atravesaban las tinieblas desiertas, hacia el luminoso centro del hogar, sus movimientos tenían el ritmo de una iniciación masónica.
La familia se agolpaba en el umbral. La princesa había hecho a un lado sus reservas; la cólera marital, lejos de limitarse a rechazarlas, literalmente las había aniquilado; besó varias veces a la futura sobrina y la estrechó con tanta fuerza que en la piel de la bella joven quedó marcada la forma del famoso collar de rubíes de los Salina: Maria Stella había decidido ponérselo, aunque fuese de día, para subrayar la importancia de la fiesta; Francesco Paolo, el hijo de dieciséis años, estaba feliz ante aquella oportunidad excepcional de darle también él un beso a Angelica, bajo la mirada impotente y celosa de su padre; Concetta estuvo particularmente amable: su alegría era tan intensa que se le llenaron los ojos de lágrimas; las otras hermanas se apretujaban a su alrededor, alegres y bulliciosas precisamente porque no estaban conmovidas; el padre Pirrone, que, santo varón, tampoco era insensible a los encantos femeninos –le gustaba ver en ellos una prueba irrefutable de la bondad divina–, sintió cómo todos sus reparos se deshacían ante la tibieza de la gracia (con “g” minúscula). Y en un murmullo le dijo: «Veni, sponsa de Libano»; luego tuvo que esforzarse para evitar que acudieran a su memoria otros versículos más encendidos; mademoiselle Dombreuil, como corresponde a las gobernantas, lloraba de emoción y sus desilusionadas manos apretaban los hombros florecientes de la muchacha mientras le decía: «Angelicà, Angelicà, pensons à la joie de Tancrède.» Solo Bendicò, habitualmente sociable, emitía sordos gruñidos, hasta que Francesco Paolo, irritado y con los labios aún temblorosos, lo llamó al orden.
En veinticuatro de los cuarenta y ocho brazos de la araña había velas encendidas, y cada una de ellas, cándida y ardiente al mismo tiempo, evocaba la imagen de una doncella que estuviera derritiéndose de amor; sobre su curvo tallo de cristal, las flores bicolores de Murano miraban hacia abajo, admiraban a la joven y le dirigían una sonrisa frágil e irisada. La gran chimenea estaba encendida, más en señal de júbilo que para caldear el ambiente, aún tibio, y la luz de las llamas palpitaba sobre el suelo, despertaba intermitentes resplandores en el oro gastado de los muebles; era el fuego doméstico, el símbolo de la casa, y en él los tizones aludían al chispear de los deseos, las brasas a refrenados ardores.
La princesa, que dominaba a la perfección el arte de reducir las emociones al mínimo común denominador, narró sublimes episodios de la niñez de Tancredi; y tanto insistió en ellos que realmente era cosa de pensar que Angelica debía considerarse afortunada ante la perspectiva de casarse con un hombre que a los seis años había sido tan razonable como para someterse sin chistar a las lavativas de rigor, y a los doce tan audaz como para robar un puñado de cerezas; mientras se evocaba este episodio de bandolerismo temerario, Concetta se echó a reír y dijo: «Este es un vicio que Tancredi aún no ha logrado superar: ¿recuerdas, papá, cuando hace un par de meses cogió esos melocotones que tanto apreciabas?»; y de repente se puso triste, como si hubiera sido la presidenta de una sociedad de fruticultores damnificada por el robo.
Pronto la voz de don Fabrizio hizo a un lado todas aquellas tonterías; habló de Tancredi tal como era en ese momento, el joven despabilado y solícito, siempre dispuesto a salirse con una de aquellas ocurrencias que tenían la virtud de fascinar a quienes lo querían y de enfurecer a los demás; contó que durante una estancia en Nápoles lo presentaron a la duquesa de Sanloquesea y esta se prendó tanto de él que quería verlo por su casa mañana, tarde y noche, aunque estuviese en la cama, porque, decía, nadie contaba tan bien como él les petits riens; don Fabrizio se apresuró a aclarar que en aquel entonces Tancredi aún no había cumplido los dieciséis años y que la duquesa tenía más de cincuenta, pero los ojos de Angelica relampaguearon porque estaba muy bien informada sobre los jovencitos palermitanos; en cuanto a las duquesas napolitanas, le bastaba su intuición.
Pero incurriría en un error quien pensase que Angelica reaccionó de aquella manera porque amaba a Tancredi: tenía demasiado orgullo, era demasiado ambiciosa para tolerar esa anulación, pasajera, de la personalidad sin la cual el amor es imposible; además, su propia juventud y su falta de experiencia social aún le impedían apreciar las verdaderas cualidades del muchacho, todos los matices que había en ellas; sin embargo, aunque no lo amase, sí estaba enamorada de él –entonces–, lo cual es algo bastante distinto; los ojos azules, la amabilidad burlona, ciertos tonos graves que su voz adoptaba de improviso, le provocaban, incluso al recordarlos, una turbación muy especial, y en aquellos días solo deseaba entregarse a esas manos; luego las olvidaría por otras, como de hecho sucedió, pero por el momento le entusiasmaba bastante la idea de caer en ellas. Por tanto, cuando se mencionó aquella hipotética relación galante (que, por otra parte, nunca había existido), fue presa de la más cruel y absurda de las pasiones: los celos retrospectivos; sin embargo, el arrebato no duró mucho porque le bastó con analizar fríamente las ventajas eróticas y no eróticas que entrañaba su matrimonio con Tancredi.
Don Fabrizio seguía alabando a Tancredi; llevado por el afecto, hablaba de él como si fuese un Mirabeau: «Ha empezado pronto y ha empezado bien; llegará lejos.» La tersa frente de Angelica se inclinaba para asentir; en realidad el porvenir político de Tancredi le traía sin cuidado. Era una de las tantas muchachas para quienes los acontecimientos públicos pertenecen a otro universo, y ni siquiera era capaz de imaginar que un discurso de Cavour pudiese, con el tiempo y a través de múltiples y diminutos engranajes, influir en su propia vida y transformarla. Pensaba en siciliano: «Tenemos el furmento51 y eso nos basta; ¡qué camino ni qué ocho cuartos!» Ingenuidad juvenil de la que más tarde abjuraría, porque, al cabo de los años, llegó a convertirse en una de las más viperinas Egerias de Montecitorio y la Consulta.52
«¡Además, Angelica, Tancredi es realmente muy divertido! Todo lo sabe, todo sabe verlo de un modo distinto. Cuando se está con él, y si está en vena, el mundo resulta más risueño que de costumbre, aunque a veces también más serio.» Que Tancredi fuese divertido no era una sorpresa para Angelica; que fuese capaz de revelar mundos nuevos era algo que no solo esperaba sino que incluso tenía motivos para dar por descontado desde finales del mes anterior, en los días del célebre pero no único beso registrado oficialmente: comparado con el otro ejemplar del que disponía –regalo del joven y robusto jardinero que había conocido hacía más de un año en Poggio a Caiano– aquel había sido un verdadero tesoro de sabor y suavidad. Pero a Angelica no le importaban demasiado las agudezas, ni tampoco la inteligencia, del novio; en todo caso distaba muchísimo de asignarles el valor que tenían para el querido don Fabrizio, tan entrañable, sí, pero también tan «intelectual». Para ella, Tancredi era la posibilidad de ocupar un puesto elevado en el mundo noble de Sicilia, mundo lleno de maravillas, según ella, bastante distintas de las que en realidad contenía; también confiaba en que fuese un amante fogoso. Si además era superior en el plano intelectual, mejor aún; pero a ella, personalmente, eso no le importaba demasiado. Podían divertirse igual. Por el momento, hubiese querido tenerlo allí, sutil o necio, al menos para que hurgase en su nuca, bajo las trenzas, como solía hacer, entre otras cosas.
«¡Oh, Dios, cómo me gustaría que estuviese ahora aquí con nosotros!»
Con esta exclamación, que conmovió a todos por su evidente sinceridad y también porque ignoraban cuál era su verdadero motivo, concluyó aquella primera visita en la que todo había ido sobre ruedas. En efecto: poco después Angelica y su padre se despidieron; precedidos por un mozo de cuadra provisto de un farol cuya oscilante luz dorada iba encendiendo la hojarasca rojiza de los plátanos, padre e hija emprendieron el regreso a aquella casa en la que Peppe ’Mmerda jamás había podido entrar porque unos tiros de lupara le habían reventado los riñones.
Un hábito en el que don Fabrizio había vuelto a refugiarse una vez recuperada la calma era el de las lecturas al anochecer. En otoño, después del rosario, como estaba demasiado oscuro para salir, la familia se reunía junto a la chimenea hasta que llegaba la hora de la cena: el príncipe les leía, por entregas, una novela moderna; aunque adoptaba una actitud grave, la benevolencia le rezumaba por todos los poros.
Aquellos eran, precisamente, los años en que, a través de las novelas, se fueron formando los mitos literarios que todavía hoy dominan en las mentes europeas; sin embargo, Sicilia, en parte por su tradicional impermeabilidad a lo nuevo, en parte por su generalizada ignorancia de cualquier idioma extranjero, en parte, también hay que decirlo, por la vejatoria censura borbónica que se ejercía a través de las aduanas, desconocía la existencia de Dickens, de Eliot, de Sand, de Flaubert, e incluso de Dumas. Con todo, mediante una serie de subterfugios, un par de volúmenes de Balzac habían llegado a las manos de don Fabrizio, quien se había atribuido el cargo de censor familiar; los había leído y luego, disgustado, se había deshecho de ellos pasándoselos a un amigo por el que no sentía excesivo aprecio: eran, había dicho, el fruto de un ingenio poderoso, sí, pero también extravagante y con ciertas «ideas fijas» (hoy diríamos que era «monomaníaco»); juicio apresurado, como puede verse, pero no carente de agudeza. Así pues, el nivel de las lecturas era más bien bajo, condicionado como estaba por el respeto al virginal pudor de las muchachas, a los escrúpulos religiosos de la princesa, y también al propio sentido de la dignidad del príncipe, que de ninguna manera se hubiese permitido leer «porquerías» en presencia de toda la familia.
Se acercaba el diez de noviembre y con ello el final de la estancia en Donnafugata. Llovía mucho, un maestral enfurecido soltaba bofetadas de lluvia contra las ventanas; a lo lejos retumbaban los truenos; de vez en cuando, algunas gotas, que habían logrado penetrar en los rudimentarios humeros sicilianos, chirriaban un instante sobre el fuego salpicando de negro los tizones de leña de olivo. La novela que estaba leyéndoles era Angiola Maria,53 y aquella noche habían llegado a las últimas páginas: por tibias y confortables que fuesen las butacas, la descripción del espantoso viaje de la jovencita a través de la helada Lombardía hacía tiritar el corazón siciliano de las muchachas. De pronto se oyó un gran alboroto en el cuarto contiguo, y Mimì, el criado, irrumpió en la sala: «¡Excelencias! –gritó casi sin aliento y olvidando su habitual corrección–, ¡excelencias, ha llegado el señorito Tancredi! Está en el patio haciendo descargar las maletas del coche. ¡Santa Madre de Dios, con este tiempo!» Y salió corriendo.
La sorpresa transportó a Concetta a una época que ya solo existía en el recuerdo; exclamó: «¡Querido!», pero el propio sonido de su voz la hizo regresar al desagradable presente y, como se imaginará, ese brusco paso de un tiempo íntimo y ardiente a otro público y helado le provocó un dolor muy intenso; por suerte la exclamación, cubierta por el entusiasmo general, pasó inadvertida.
Precedidos por las zancadas de don Fabrizio, todos corrieron hacia la escalera; atravesaron a toda prisa los oscuros salones, bajaron; por la gran puerta, abierta de par en par, se veía la escalera de entrada y el patio; el viento penetraba en la casa haciendo temblar las telas de los retratos y arrastrando consigo el olor a tierra y la humedad; sobre el fondo relampagueante del cielo, los árboles del jardín se agitaban y crujían como sedas desgarradas. Don Fabrizio ya se disponía a salir cuando en el último peldaño apareció un bulto informe y pesado: era Tancredi, que estaba envuelto en una enorme capa azul de la caballería piamontesa, tan empapada de agua que debía de pesar cincuenta kilos y en vez de azul parecía negra. «¡Ten cuidado, tiazo: no me toques, estoy hecho una sopa!» La luz del farol de la escalera dejó entrever su rostro. Entró, soltó la cadenilla que sujetaba la capa al cuello, dejó caer la pesada prenda que, con un ruido viscoso se despl...

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