Lectura fácil
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Cristina Morales

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Cristina Morales

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Son cuatro: Nati, Patri, Marga y Àngels. Son parientas, tienen diversos grados de lo que la Administración y la medicina consideran «discapacidad intelectual» y comparten un piso tutelado. Han pasado buena parte de sus vidas en RUDIS y CRUDIS (residencias urbanas y rurales para personas con discapacidad intelectual). Pero ante todo son mujeres con una extraordinaria capacidad para enfrentarse a las condiciones de dominación que les ha tocado sufrir. La suya es la Barcelona opresiva y bastarda: la ciudad de las okupas, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, los ateneos anarquistas y el arte políticamente correcto.

Esta es una novela radical en sus ideas, en su forma y en su lenguaje. Una novela-grito, una novela politizadora que cruza voces y textos: un fanzine que pone en jaque el sistema neoliberal, las actas de una asamblea libertaria, las declaraciones ante un juzgado que pretende esterilizar forzosamente a una de las protagonistas, la novela autobiográfica que escribe una de ellas con la técnica de la Lectura Fácil…

Este libro es un campo de batalla: contra el heteropatriarcado monógamo y blanco, contra la retórica institucional y capitalista, contra el activismo que usa los ropajes de «lo alternativo» para apuntalar el statu quo. Pero es también una novela que celebra el cuerpo y la sexualidad, el deseo de y entre las mujeres, la dignidad de quien es señalada con el estigma de la discapacidad y la capacidad transgresora y revolucionaria del lenguaje. Es sobre todo un retrato –visceral, vibrante, combativo y feminista– de la sociedad contemporánea con la ciudad de Barcelona como escenario.

Lectura fácil confirma a Cristina Morales como una de las voces más potentes, creativas, inconformistas e innovadoras de la literatura española actual.

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Information

Year
2018
ISBN
9788433939937
Tengo unas compuertas instaladas en las sienes. Cierran en vertical, como las del metro, y me clausuran la cara. Pueden representarse con las manos, haciendo el cucú de los bebés. ¿Dónde está mami, dónde está mami? ¡Aquíiiiiiii!, y en el aquí las manos se separan y el niño se carcajea. Las compuertas de mis sienes no están hechas de manos sino de un material liso, resistente y transparente rematado en una goma que asegura cierre y apertura amortiguados, y su hermetismo. Así son, en efecto, las compuertas del metro. Aunque se pueda ver perfectamente lo que pasa al otro lado, son lo suficientemente altas y resbaladizas como para que no puedas ni saltarlas ni agacharte para pasar por debajo. De igual modo, cuando mis compuertas se cierran, se me pone en la cara una dura máscara transparente que me permite ver y ser vista y parece que nada se interpone entre el exterior y yo, aunque en realidad la información ha dejado de fluir entre un lado y otro y solo se intercambian los estímulos elementales de la supervivencia. Para sobrepasar las compuertas del metro hay que encaramarse a la máquina que pica los billetes y que sirve a su vez de engranaje y de separación entre una pareja de compuertas y otra. O eso o pagar el billete, claro.
A veces no son una dura máscara transparente, mis compuertas, sino un escaparate a través del cual miro algo que no me puedo comprar o a través del cual yo soy mirada, deseada de comprar por otro. Hablo de estas mis compuertas y no lo hago en un sentido figurado. Estoy intentando a toda costa ser literal, explicar una mecánica. Cuando era pequeña no entendía las letras de las canciones porque estaban cuajadas de eufemismos, de metáforas, de elipsis, en fin, de asquerosa retórica, de asquerosos marcos de significado predeterminados en los que «mujer contra mujer» no quiere decir dos mujeres peleándose sino dos mujeres follando. Qué retorcido, qué subliminal y qué rancio. Si por lo menos dijera «mujer con mujer»... Pero no: tiene que notarse lo menos posible que ahí hay dos tías lamiéndose el coño.
Mis compuertas no son una metáfora de nada, nada con lo que yo quiera hacer referencia a una barrera psicológica que me abstrae del mundo. Mis compuertas son visibles. En cada una de mis sienes hay una bisagra retráctil. Desde las sienes y hasta las quijadas se abren sendas ranuras por la que cada compuerta entra y sale. Cuando están desactivadas se alojan detrás del rostro, ocupando cada una su reversa mitad: media frente, un ojo, medio tabique y un orificio nasales, una mejilla, media boca y medio mentón.
La última vez que se activaron fue durante la clase de danza contemporánea de antesdeayer. La profesora bailó seis o siete gozosos y veloces segundos para ella misma y después marcó la coreografía un poco más lento para nosotras, que debíamos memorizarla y repetirla. Volvió a darle al play y se puso la primera delante del espejo para que la siguiéramos. Para mí es fácil seguirla si va despacio. Ejecuto los movimientos con un segundo o menos de retardo, tiempo que necesito para imitarla de reojo y recordar lo que viene después, pero los ejecuto intensa y redondamente, y eso me satisface y me hace sentir una buena bailarina. Soy una buena bailarina. Pero esta vez la profesora tenía más ganas de bailar que de enseñar a bailar y yo no podía seguirla. Contó cincoseis-siete-ocho y arrancó, melena al viento por ella misma provocado, nombrando por encima de la música y sin detenerse los pasos que iba haciendo. Bisagras retráctiles que se activan, planchas de poliuretano que limpia y silenciosamente se deslizan del reverso de la cara a su anverso y se sellan. Ya no bailo sino que balbuceo de mala gana. Hago unos pasos a medias, me salto otros, imito a las compañeras aventajadas a ver si puedo reengancharme y finalmente me paro mientras las demás bailan, me apoyo en la pared y las miro. Parece que les estoy prestando una gran atención para aprenderme bien la coreografía, pero nada más lejos. No estoy deconstruyendo en series de movimientos el ovillo desmadejado que es la danza, no estoy agarrando el extremo del ovillo para no perderme en el laberinto de direcciones que es la danza. Lo que estoy es jugueteando con el ovillo como una gatita, fijándome en la calidad de los cuerpos y de la ropa de mis compañeras.
Entre las siete u ocho alumnas hay un alumno. Es un hombre pero ante todo es un macho, un demostrador constante de su hombredad en un grupo formado por mujeres. Va vestido con descoloridos colorines, mal afeitado, con el pelo largo y la apelación a la comunidad y a la cultura siempre a punto. O sea, un fascista. Fascista y macho son para mí sinónimos. Baila muy trabajosamente, está hecho de madera. Esto último no es en absoluto censurable, como tampoco deben serlo mis compuertas, de las cuales se percataron todas las mujeres y me dejaron tranquila. Sin embargo, el macho hizo como que no las vio, y cuando terminó la coreografía de la que yo me había salido, se me acercó para indicarme en lo que me había equivocado y se ofreció a corregirme. Además del cuerpo, tiene el cerebro de madera, y esto último sí que es censurable. Sí sí, ya ya, le respondí sin moverme del sitio. Si tienes dudas pregúntame cuando quieras, concluyó sonriente. Madre mía de mi vida, menos mal que las compuertas estaban cerradas y que la machedad llegaba amortiguada por mi total carencia de interés hacia el entorno. Este es un claro ejemplo de cuando las compuertas son un escaparate detrás del cual yo estoy en intocable exposición.
No es que antesdeayer no pudiera seguir la coreografía, es que no quería seguirla, es que no me daba la gana de bailar coordinadamente con siete desconocidas y un macho, no me daba la gana de masturbar los sueños de coreógrafa de la bailarina que ha terminado de profesora en un centro cívico municipal y no me daba la gana de fingir el nivel de una compañía profesional de danza cuando en realidad somos un grupo de nenas en una guardería para adultos, y esto de tener la voluntad de no hacer algo la gente no lo entiende.
No sé si con el totalitarismo de Estado era menos desgraciada, pero joder con el totalitarismo del Mercado, me dice mi prima, que hoy ha sollozado en la asamblea de la PAH al conocer que para tener acceso a una vivienda de alquiler social debe ganar como mínimo 1.025 euros al mes. No llores, Marga, le digo dándole un klínex. Debes consolarte con que ahora el Mercado tiene nombre de mujer: es el totalitarismo del Mercadona, donde las cámaras de vigilancia no están en los pasillos sino sobre las cabezas de los empleados, y gracias a eso podemos mangar el desodorante y las compresas y hasta sacar los condones de sus cajas, que tienen la pegatina que pita, y llevárnoslos en los bolsillos. Le tengo dicho a Margarita que se pase a la copa menstrual para dejar de mangar compresas y tampones, así tiene sitio en el bolso para más cosas, la miel, por ejemplo, o el colacao, tan caro. Ella me dice que la copa menstrual vale treinta euros, que ella no tiene treinta euros y que la copa no está en los supermercados sino en las farmacias, y que en las farmacias es dificilísimo mangar, ahí sí que están las cámaras enfocando al cliente y además las puertas suenan cada vez que alguien sale o entra. Yo intenté mangarle a otra amiga una copa menstrual por su cumpleaños y es verdad que no encontré dónde, ni en El Corte Inglés, y que las farmacias dan reparo. ¿Pero y una farmacia donde el farmacéutico sea muy viejo, que sea de noche y esté de guardia? Tú deberías dejar de mangar los condones y pasarte a la píldora, me dice ella, porque el ratito que echas abriendo los cuarenta plásticos de la caja es muy cantoso. Ni hablar, estar chutada de hormonas, estar sistemáticamente medicalizada con tal de darle al macho el gusto de no sacarla. Yo no sé qué coño tiene la píldora de emancipadora. La recetan los dermatólogos para que a las chicas se les vayan los granos, porque por supuesto el acné juvenil es una enfermedad y no se trata de estar más guapa o menos, no, ni de ser un depósito seminal, tampoco. Se trata de la salud de nuestras adolescentes, que no me entero. No se puede ser promiscua sin condones, Marga, nada más que por las enfermedades de transmisión sexual, nada más que por eso. Ah, eso sí son enfermedades, ¿no?, responde ella. ¿Ah, no?, respondo yo. Pero si el sida no existe, Nati, qué dices. Ni el uno por ciento de la población. Más suicidios hay al año en España que diagnósticos de sida. Pero es que yo no follo con españoles, Marga, porque son todos unos fascistas. Joder, Nati, eres más reaccionaria que el copón bendito. Y tú eres una jipi, a ver si te cortas ya esas greñas.
En otra clase de danza de la Guardería para Adultos Barceloneta (GUAPABA), otra profesora de contemporáneo nos dijo que nos quitáramos los calcetines. Íbamos a hacer unas piruetas y quería asegurarse de que no nos resbalábamos. Todo el mundo se quitó los calcetines menos yo, que tenía una ampolla en proceso de curación en el dedo gordo del pie derecho. La profesora repitió la disimulada orden. Era disimulada por dos motivos: prim...

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