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La casa se alzaba en un pequeño promontorio, justo en las afueras del pueblo. Estaba sola y daba a una ancha extensión cultivable de la campiña occidental. No era una casa admirable en sentido alguno; tenía unos treinta años de antigüedad, era achaparrada, más bien cuadrada, de ladrillo, con cuatro ventanas en la fachada delantera y de tamaño y proporciones que conseguían ser bastante desagradables a la vista.
La única persona para quien la casa resultaba en cierto modo especial era Arthur Dent, y ello sólo porque daba la casualidad de que era el único que vivía en ella. La había habitado durante tres años, desde que se mudó de Londres, donde se irritaba y se ponía nervioso. También tenía unos treinta años; era alto y moreno, y nunca se sentía enteramente a gusto consigo mismo. Lo que más solía preocuparle era el hecho de que la gente le preguntara siempre por qué tenía un aspecto tan preocupado. Trabajaba en la emisora local de radio, y solía decir a sus amigos que su actividad era mucho más interesante de lo que ellos probablemente pensaban.
El miércoles por la noche había llovido mucho y el camino estaba húmedo y embarrado, pero el jueves por la mañana había un sol claro y brillante que, según iba a resultar, lucía sobre la casa de Arthur Dent por última vez.
Aún no se le había comunicado a Arthur en forma debida que el ayuntamiento quería derribarla para construir en su lugar una vía de circunvalación.
A las ocho de la mañana de aquel jueves, Arthur no se encontraba muy bien. Se despertó con los ojos turbios, se levantó, deambuló agotado por la habitación, abrió una ventana, vio un bulldozer, encontró las zapatillas y, dando un traspié, se encaminó al baño para lavarse.
Pasta de dientes en el cepillo: ya. A frotar.
Espejo para afeitarse: apuntaba al cielo. Lo acopló. Durante un momento el espejo reflejó otro bulldozer por la ventana del baño. Convenientemente ajustado, reflejó la encrespada barba de Arthur. Se afeitó, se lavó, se secó y, dando trompicones, se dirigió a la cocina con idea de hallar algo agradable que llevarse a la boca.
Cafetera, enchufe, nevera, leche, café. Bostezo.
Por un momento, la palabra «bulldozer» vagó por su mente en busca de algo relacionado con ella.
El bulldozer que se veía por la ventana de la cocina era muy grande.
Lo miró fijamente.
«Amarillo», pensó, y fue tambaleándose a su habitación para vestirse.
Al pasar por el baño se detuvo para beber un gran vaso de agua, y luego otro. Empezó a sospechar que tenía resaca. ¿Por qué tenía resaca? ¿Había bebido la noche anterior? Supuso que así debió de ser. Atisbó un destello en el espejo de afeitarse.
«Amarillo», pensó, y siguió su camino vacilante hacia la habitación.
Se detuvo a reflexionar. La taberna, pensó. ¡Santo Dios, la taberna! Vagamente recordó haberse enfadado por algo que parecía importante. Se lo estuvo explicando a la gente, y más bien sospechó que se lo había contado con gran detalle: su recuerdo visual más nítido era el de miradas vidriosas en las caras de los demás. Acababa de descubrir algo sobre una nueva vía de circunvalación. Habían circulado rumores durante meses, pero nadie parecía saber nada al respecto. Ridículo. Bebió un trago de agua. Eso ya se arreglaría solo, concluyó; nadie quería una vía de circunvalación, y el ayuntamiento no tenía en qué basar sus pretensiones. El asunto se arreglaría por sí solo.
Pero qué espantosa resaca le había producido. Se miró en la luna del armario. Sacó la lengua.
«Amarilla», pensó.
La palabra amarillo vagó por su mente en busca de algo relacionado con ella.
Quince segundos después había salido de la casa y estaba tumbado delante de un enorme bulldozer amarillo que avanzaba por el sendero del jardín.
Míster L. Prosser era, como suele decirse, muy humano. En otras palabras, era un organismo basado en el carbono, bípedo, y descendiente del mono. Más concretamente, tenía cuarenta años, era gordo y despreciable y trabajaba para el ayuntamiento de la localidad. Cosa bastante curiosa, aunque él lo ignoraba, era que descendía por línea masculina directa de Gengis Kan, si bien las generaciones intermedias y la mezcla de razas habían escamoteado sus genes de tal manera que no poseía rasgos mongoloides visibles, y los únicos vestigios que aún conservaba míster L. Prosser de su poderoso antepasado eran una pronunciada corpulencia en torno a la barriga y cierta predilección hacia pequeños gorros de piel.
De ningún modo era un gran guerrero; en realidad, era un hombre nervioso y preocupado. Aquel día estaba especialmente nervioso y preocupado porque había topado con una dificultad grave en su trabajo, que consistía en quitar de en medio la casa de Arthur Dent antes de que acabara el día.
–Vamos, míster Dent –dijo–, usted sabe que no puede ganar. No puede estar tumbado delante del bulldozer de manera indefinida.
Intentó dar un brillo fiero a su mirada, pero sus ojos no le respondieron.
Arthur siguió tumbado en el suelo y le lanzó una réplica desconcertante.
–Juego –dijo–; ya veremos quién se achanta antes.
–Me temo que tendrá que aceptarlo –repuso míster Prosser, empuñando su gorro de piel y colocándoselo del revés en la coronilla–. ¡Esta vía de circunvalación debe construirse y se construirá!
–Es la primera noticia que tengo –afirmó Arthur–. ¿Por qué tiene que construirse?
Míster Prosser agitó el dedo durante un rato delante de Arthur; luego dejó de hacerlo y lo retiró.
–¿Qué quiere decir con eso de por qué tiene que construirse? –le preguntó a su vez–. Se trata de una vía de circunvalación. Y hay que construir vías de circunvalación.
Las vías de circunvalación son artificios que permiten a ciertas personas pasar con mucha rapidez de un punto A a un punto B, mientras que otras avanzan a mucha velocidad desde el punto B al punto A. La gente que vive en un punto C, justo en medio de los otros dos, suele preguntarse con frecuencia por la gran importancia que debe tener el punto A para que tanta gente del punto B tenga tantas ganas de ir para allá, y qué interés tan grande tiene el punto B para que tanta gente del punto A sienta tantos deseos de acudir a él. A menudo ansían que las personas descubran de una vez para siempre el lugar donde quieren quedarse.
Míster Prosser quería ir a un punto D. El punto D no estaba en ningún sitio en especial, sólo se trataba de cualquier punto conveniente que se encontrara a mucha distancia de los puntos A, B y C. Llegaría a tener una bonita casita de campo en el punto D, con hachas encima de la puerta, y pasaría una agradable cantidad de tiempo en el punto E, donde estaría la taberna más próxima al punto D. Su mujer, por supuesto, quería rosales trepadores, pero él prefería hachas. No sabía por qué; sólo que le gustaban las hachas. Se ruborizó profundamente ante las muecas burlonas de los conductores de los bulldozers.
Empezó a apoyarse en un pie y luego en otro, pero estaba igualmente incómodo descargando el peso en cualquiera de los dos. Estaba claro que alguien había sido sumamente incompetente, y esperaba por lo más sagrado que no hubiera sido él.
–Tenía usted derecho a hacer sugerencias o a presentar objeciones a su debido tiempo, ¿sabe? –dijo míster Prosser.
–¿A su debido tiempo? –gritó Arthur–. ¡A su debido tiempo! La primera noticia que he tenido fue ayer, cuando vino un obrero a mi casa. Le pregunté si venía a limpiar las ventanas y me contestó que no, que venía a derribar mi casa. No me lo dijo inmediatamente, desde luego. Claro que no. Primero me limpió un par de ventanas y me cobró cinco libras. Luego me lo dijo.
–Pero míster Dent, los planos han estado expuestos en la oficina de planificación local desde hace nueve meses.
–¡Ah, claro! Ayer por la tarde, en cuanto me enteré, fui corriendo a verlos. No se ha excedido usted precisamente en llamar la atención hacia ellos, ¿verdad que no? Me refiero a decírselo realmente a alguien, o algo así.
–Pero los planos estaban a la vista...
–¿A la vista? Si incluso tuve que bajar al sótano para verlos.
–Ahí está el departamento de exposición pública.
–Con una linterna.
–Bueno, probablemente se había ido la luz.
–Igual que en las escaleras.
–Pero bueno, encontró el aviso, ¿no?
–Sí –contestó Arthur–, lo encontré. Estaba a la vista en el fondo de un archivador cerrado con llave y colocado en un lavabo en desuso en cuya puerta había un letrero que decía: Cuidado con el leopardo.
Por el cielo pasó una nube. Arrojó una sombra sobre Arthur Dent, que estaba t...