Últimas tardes con Teresa de Jesús
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Últimas tardes con Teresa de Jesús

Cristina Morales

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Últimas tardes con Teresa de Jesús

Cristina Morales

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La voz de Teresa de Jesús reimaginada desde la libertad y la radicalidad: una novela audaz sobre una mujer que rompió moldes.

Con prólogo de Juan Bonilla.

Corre 1562 y Teresa de Jesús, a sus cuarenta y siete años, está alojada en el palacio de Luisa de la Cerda en Toledo. Consuela a su anfitriona de la melancolía provocada por la muerte de su esposo, espera a que prospere la fundación de su nuevo convento y se dedica a escribir un texto destinado a convertirse en una obra decisiva en el nacimiento del género autobiográfico, El libro de la Vida, que deberá complacer a sus superiores eclesiásticos y defenderla ante sus detractores.

Pero... ¿y si la santa hubiera redactado en paralelo otro manuscrito, un diario más íntimo, no destinado a complacer ni a defenderla ante nadie, sino a evocar su vida pasada y tratar de explicarse como ser humano? Eso es lo que imagina Cristina Morales, dando voz a una Teresa, si no libre de ataduras y compromisos, sí consciente de ellos y contra ellos luchando. Una Teresa que se busca en sus recuerdos y se autoexplora en su escritura: evoca su infancia con juegos de romanos y mártires, los padecimientos y humillaciones de su madre en sus múltiples embarazos, su vida entre la disciplina y la rebeldía, su destino como mujer en una sociedad pensada por y para los hombres...

«Dios mío, ¿debo escribir que en mi juventud fui ruin y vanidosa y que por eso ahora Dios me premia? ¿Debo escribir para dar gusto al padre confesor, para dar gusto a los grandes letrados, para dar gusto a la Inquisición o para darme gusto a mí misma? ¿Debo escribir que no abrazo reforma alguna? ¿Debo escribir porque me lo han mandado y he hecho voto de obediencia? Dios mío, ¿debo escribir?»

El resultado es la sugestiva reinvención de una figura imprescindible de la literatura universal, escrita desde la libertad y la radicalidad que la propia Teresa de Jesús representó.

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Information

Year
2020
ISBN
9788433941367

Introducción a Teresa de Jesús

NOTA A LA EDICIÓN: ¡JA JA JA JA!

La lectora se encuentra, en esencia, con la misma obra que vio la luz en 2015. Los cambios hechos en el texto son insignificantes a excepción de dos cosas: una adivinanza punk de la que he introducido más pistas, a ver si así se amplía el círculo de iniciadas y se engrosa el pogo; y, por supuesto, el título. Yo considero el título parte fundamental de un texto. Parece una perogrullada, pero hay editoriales que no lo ven así y que presionan a sus autoras (y también a sus autores)1 para cambiarlos, en el entendido de que el título es una cuestión mercadotécnica y no literaria. En el entendido de que la tarea de la escritora es de tapas para adentro (como la liberal concepción de la vida privada) y que lo que pasa tapas para afuera (la liberal concepción de la vida pública) es un asunto de diseñadoras, comerciales, distribuidoras, libreras, prescriptoras clásicas e influencers modernas del que ella no debe preocuparse. Bajo esa concepción, la escritora es una proveedora más, al nivel del proveedor de folios o de café para la máquina que hay en pasillo de la editorial.
Pero el radicalismo liberal no existe: la estricta división entre lo público y lo privado es la patraña de la que se vale para recortar esa libertad privada con la que se le llena la boca. Esas tapas para adentro que deberían ser el fuero juzgo de la autora, su señorío, su cortijo, su lo que le saliera del coño se ven constantemente hostigadas por los que dominan de tapas para afuera. La privada escritura debe adaptarse a la vida pública que la editorial le quiere dar al libro (en este caso, la conmemoración de los 500 años del nacimiento de Santa Teresa –de una determinada visión de Santa Teresa), y no al revés. Has escrito, princesa (sic), una novela bastante buena (sic). Tienes muy buen español (sic). Pero cambia la palabra «tetas» por la palabra «pechos» (sic). Pero no hagas vomitar a Santa Teresa a través de la celosía (sic). Pero haz que Santa Teresa se enamore de alguien (sic). ¡No, de una mujer no! (sic).
El primer título que imaginé para esta novela es Soy Teresa de Jesús. Respondía al hecho de que yo me sentía ante el encargo que me había hecho la editorial como Santa Teresa ante el encargo de escribir sus confesiones. Mi editora era mi García de Toledo.
Escribí tres comienzos de novela de unas cinco páginas cada uno. Los dos primeros no convencieron a la editora y, antes de elaborar el tercero, me dio las siguientes pautas: debes consignar una Teresa ya adulta –porque yo le había propuesto una niña y una niña es puro presente (sic), tiene poco que contar (sic)–. El lenguaje debe ser menos lírico, menos experimental, más claro y más narrativo (sic) y, el tono, más calmado (sic). Por último, debía estar escrito en primera persona. Eso me parecía dificilísimo y en última instancia inmoral.
Le escribí inmediatamente al que sigue siendo mi primer lector, que encima de pegarse el curro de leerme todo lo inédito, encima de haberse hace seis años pegado el curro de leerse el manuscrito de esta novela, el tío va y se la vuelve a leer y por si fuera poco le escribe un prólogo donde despliega la noción teresiana de basura, joder cuánto arte, ni el historiador carmelita descalzo Teófanes Egido,2 ni La Banda Trapera del Río, ¡ni Siniestro Total!
Pues voy y le digo Juan, tío, mira con lo que me viene la doña, ¡con que tengo que escribir en primera persona! Y Juan Bonilla, como mentor y maestro mío que es, me dice las verdades: ¿quién era yo para hablar por boca de una escritora que ya escribió todo lo que quiso escribir?, ¿a qué teatrito me estaba prestando ante la necesidad, ante el no poder decirle que no a un encargo literario de una editorial importante que, encima, me daba un anticipillo? ¿Y qué hago, Juan?, le pregunto poniéndome en sus manos. Pues decir que no, me responde. ¡No puedo decir que no! Claro que puedes decir que no. No puedo decir que no, hostia, parece mentira, ¡que yo no soy Juan Bonilla como para ir diciendo que no cada vez que me tocan la polla!
Trabajo en la novela con las pautas marcadas entre marzo y septiembre de 2014. A la editora, en general, le gusta, pero el título Soy Teresa de Jesús le pareció pedante (sic, claro). Propongo entonces un título antipedante, o sea, un título-homenaje: Últimas tardes con Teresa de Jesús, al que, por supuesto, no le concede ni un minuto de deliberación; se lo toma a cachondeo. Yo lo justifico diciendo que, si bien las referencias a Juan Marsé no son evidentes, los juegos de mártires que aparecen en la novela son inspiración directa de las «aventis» de Si te dicen que caí: esas torturas medio en serio medio en broma de los chavales marsianos que juegan a las checas en las barracas del Guinardó. Lo justifico también diciendo que Juan Marsé es autor de la casa y le va a molar. Lo justifico también diciendo que desde que llegué a Barcelona en 2012 Juan Marsé es el autor al que más he leído, el que más me ha consolado y el que mejor me ha enseñado esta ciudad. Lo justifico diciendo, inocente de mí, que esta es mi novela, que este es el segundo título que propongo y que la llamo como me da la gana.
Noche en mala posada es el primer título que me propone la editora. Según ella, procede de una frase de Santa Teresa que viene a decir «la vida es una mala noche en una mala posada». Yo nunca encontré la referencia bibliográfica fidedigna de la misma, pero si la ponéis en Google sale en los recopilatorios esos de frases célebres. En un sitio de internet se dice que la frase pertenece a Camino de perfección y que es esta: «Que no queramos regalos, hijas; bien estamos aquí; todo es una noche la mala posada. Alabemos a Dios.»
En el peloteo final de títulos, yo digo Introducción a Teresa de Jesús (otra vez a vueltas con las justificaciones: digo que para mí esta novela ha supuesto toda una investigación, una visión de la vida y obra de la santa a través de textos de ella, de estudios sobre ella, de recorridos museísticos sobre ella y de obras artísticas en ella inspiradas hechas por seglares y por religiosos de ahora y de hace quinientos años,3 estudios teresianos que nunca jamás me habían dado a probar cuando estaba en secundaria –que es donde nos enseñan a los españoles quién fue Teresa de Jesús... ¡como para fiarse!–, y que por todo ello me gusta la confusión con lo ensayístico que el título propicia).
En ese peloteo la editora me devuelve Malas palabras (lo extrae de una frase de mi propia novela) y, como no podía ser de otro modo, gana.
Decir que me pidieron confeccionar un traje a medida no es aquí una justificación como aquellas que mi editora imponía que le diera. No es una justificación que invoque la comprensión de las lectoras por no encontrarse ante el producto genuino de la autora. No es esta una captatio benevolentiae de esas que con tanta elegancia y astucia esparcía Teresa por toda su obra (que no era ella quien escribía sino Dios, que se lo dictaba todo; que perdón por estas cuartillas tan mal escritas pero qué se podía esperar de una mujer ruin y vanidosa e ignorante y pecadora, etc.). La captatio iba destinada a sortear las amenazas de los dominicos, que eran al mismo tiempo sus editores y sus inquisidores (y esta pavorosa coincidencia con el presente mercado literario merece unas risas por nuestra parte, merece hasta la onomatopeya, la merece hasta en mayúsculas y con admiraciones: ¡JA JA JA JA!).
No es justificación y no es captatio benevolentiae, la nota esta. Lo que quiere es ser una desromantización de lo que las lectoras y las jóvenes y/o noveles autoras (así como los lectores y los jóvenes y/o noveles autores) conciben como los templos de la literatura: lugares donde la relación autora-editora es de confianza y complicidad; lugares donde se busca y se alienta lo revulsivo, lo que ponga patas arriba la tradición literaria bebiendo de la tradición literaria y creando, quizás, otra tradición literaria, aunque ni falta que haría. Frente a eso, lo que la editora nos pedía a sus examinadoras de inéditos –que de eso trabajaba yo antes de subir a la categoría de escritora de la casaera algo bueno, bonito y barato (sic), de una autora con mucha presencia en redes sociales (sic) y que a ser posible no tuviera apellido catalán (¡sic, sic, sic, en una editorial que tenía su sede en Barcelona!). Los grupos editoriales y mediáticos no son templos de nada salvo de un neoliberalismo mal barnizado de hipsteridad. Son sitios cutres donde se hacen fiestas cutres en las que hay barra libre porque, sin alcohol, no habría quien aguantara tanto cutrerío.
Esa lectora y esa autora joven a quien ir a esas fiestas y entrar en el gran bloque de oficinas cantándoles su nombre en recepción a los seguratas le hacía ilusión, era yo. También era yo quien, aprovechando la gran estructura de correctoras (la inmensa mayoría externas, falsas autónomas y mal pagadas como yo misma fui en varias ocasiones)4 que se leen tu manuscrito hasta tres veces para aplicar el código penal del idioma que es la ortografía, como dice Pérez Andújar; aprovechando esas tres lecturas que iban después de la de la editora, digo, dejaba yo incólumes las correcciones introducidas por mi dominica hasta el último momento, haciéndole creer que el texto se reescribiría según sus propósitos, pero quitándolo casi todo y recuperando mi escritura original en la corrección final, antes de meter las galeradas definitivas en imprenta. Los editores, para quien no lo sepa, nunca se leen los libros que editan una vez publicados.
Ese «casi» doloroso es uno de los quids de la cuestión: la censura es poderosa y esquivarla o combatirla, bien lo sabía Santa Teresa, una tarea ardua. Una tarea que, si te dedicas a escribir o a traducir, sea literatura, sea prensa, sea ensayo científico o sean manuales de aspiradoras, te lleva la vida entera, el arte y la artería toda te llevan. No es solo que las condiciones materiales de la creación literaria no sean la milonga de la creadora genial que despliega todas sus potencias en un torrente imparable por el que sus editores se verán anegados, no. Es que, una vez firmado el contrato de superexplotación material y simbólica que a las autoras noveles nos obligan a firmar por dos duros (cuando los hay), viene el tapas para adentro: cómete eso que llaman editing (que propongo rebautizar como censuring) y, si no te lo quieres comer (hay quien se lo come con gusto, o sin gusto pero tapándose la nariz, como me tomo yo los sobres de Espidifén para el dolor de regla, que da risa verme en el trance), si no te lo quieres comer, digo, resiste como una jabata y calla como una puta, que al fin y al cabo es lo que todas somos (también la dominica, no vaya a creerse). Por el agotamiento ante la dura resistencia es por donde el «casi» de la censura se cuela y, aun habiéndola vencido en buena medida, aun, incluso, habiendo con legítimo orgullo declarado nuestra victoria sobre ella, deja su rastro.
«Esta no es mi novela, esta solo es casi mi novela», parece que estoy sugiriendo. Pero no, para nada. Tampoco es que yo sea una enamorada de la noción de autoría y venga a parapetarme en que lo que sale de estos dedos que teclean es mío y de nadie más. Soy, de hecho, copiadora habitual de textos de otros en mis obras literarias y dancísticas, unas veces citándolos y otras no,5 y distribuyo textos míos sin firmar en formato fanzinero de los que cualquiera puede apropiarse con tranquilidad absoluta.
De lo que sí que soy una enamorada, una apasionada, una fan, una friki, una stalker, una psicópata, es de la defensa de los cuatro derechos mal pertrechados que nos asisten a las escritoras frente a nuestros patrones, que son quienes tienen el poder de decisión sobre nuestros textos y sus condiciones de publicación. Porque no hay comunidad de intereses entre autora y editora, porque esa relación es dialéctica y no erótica, es por lo que jamás hay que compartir (fraccionar, minimizar, banalizar) nuestro derecho a la completa autoría y decir que determinada obra fue escrita gracias a los buenos consejos de nuestra patrona. Lo que hay que decir es que esta obra fue escrita a pesar de esos buenos consejos. Nuestras ideas y su modo de llevarlas a cabo sufren sistemáticos intentos de violación por nuestros editores, sean literarios, de prensa, de revista científica o de catálogo de colchones. A veces la violación se consuma, a veces nos libramos tras un forcejeo quedando nosotras y nuestro texto magullados y traumados, y a veces plantamos cara y dejamos malherido a nuestro violador. A veces hasta lo matamos. Toda esa violencia que nuestro escrito padece y contra la que se revuelve es parte del texto. Lo constituye, lo determina. No hace de él algo «menos original» según la romántica concepción del acto creador. Del mismo modo que no compramos el discurso machista según el cual la violación hace a la mujer perder su dignidad hasta tal punto que es mejor que te maten a que te violen (¡porque deberías haber muerto intentando evitarlo; de lo contrario, no habrá sido la penetración tan en contra de tu voluntad!); del mismo modo que nosotras el que compartimos es el discurso de la Despentes, que desplaza el juicio de la dignidad hacia el violador (¡él es el indigno por la violencia que ejerce!) y dice que mejor violada que muerta porque así nos lo cobraremos después y, con suerte, nos reapropiaremos de nuestra fuerza de trabajo sexual; del mismo modo, insisto, que no nos dan gato por liebre con los machos violentos y nuestra pureza sexual, no nos van a hacer creer que la novela que nos encargan es menos nuestra por haber librado una batalla de troquelados y dulcificaciones. Nosotras y nuestros textos estamos vivos, en un mundo de mierda pero vivos, y es gracias a esa cabezonería por seguir vivas y escribiendo que podemos seguir señalando la mierda.
Negar la violencia editorial es hacerles un favor a nuestras patronas-editoras-violadoras (¡con qué clarividencia declaraba la escritora Luna Miguel en una entrevista que lo que quería de los escritores de hoy era que nos dejaran escribir, que no nos violaran y no nos mataran!).6 Negar esa violencia es seguir alimentando el mito de descubridoras de tesoros literarios, de adalides de la cultura y la modernura, que mantiene a las editoras (y también a los editores) en sus posiciones de poder violador. Negar que nos violan solo sirve para que nos sigan violando.
O sea, que ni captatio benevolentiae ni hostias: patada en los huevos, navaja a la yugular y carcajada al aire.
Barcelona, 14 de enero de 2020
Confesarse han las hermanas una ves en la semana, o, a lo menos, a más tardar, en quinze días a su confesor [...].
Trabajen con mucho estudio ser breves en la confesión, desechando y apartando con discreción las narrativas que no pertenescen a la tal confesión, confesando solamente y symplemente sus pecados [...].
La priora y las hermanas tengan tal padre o confesor aseñalado, el cual sea onesto y devoto, sabio y discreto y aprobado en la observancia reglar, no en edad muy juvenil, mas de madura edad, al qual en los negocios y cosas arduas humildemente llamen, y sin su consejo ninguna cosa temerariamente hagan.
Constituciones de un monasterio femenino
de la Orden de Nuestra Señora del
Monte Carmelo bajo la advocación
de Nuestra Señora de la Encarnación
La gracia del Espíritu Santo sea con mi reverendísimo padre confesor y custodie su descanso, y le caliente esta noche fría, amén.
Son muy dadas las doce y tengo los ojos como platos. Las viejas dormimos poco, todo lo contrario que los viejos. Seguro que su reverencia duerme larga y profundamente y que a estas horas ya lleva dos acostado, respirando desde el estómago mismo. Yo estómago tengo poco, y sueño menos. Pero así aprovecho para ejecutar lo que el fraile me ha encomendado, que no es tarea fácil. Mientras él descansa, yo trabajo.
Sea, sea la gracia del Espíritu Santo con el dominico que ha acercado la boca a la celosía y bajando la voz me ha dicho: «Escribid las gracias y mercedes que el Señor os concede, madre Teresa, para mejor entender yo vuestra confesión.» Y ha añadido: «Para entenderos mejor a vos misma.» Y todavía ha susurrado: «Para que los grandes letrados os entiendan.» También yo me he acercado a la ...

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