¿Cuánto vale una vida?
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¿Cuánto vale una vida?

Lección inaugural en el Collège de France

Didier Fassin, Margarita Polo

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Lección inaugural en el Collège de France

Didier Fassin, Margarita Polo

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¿Qué dice de nuestras sociedades el hecho de que en algunos países los muy ricos puedan vivir hasta quince años más que los muy pobres? ¿Por qué algunas vidas parecen valer más que otras? Como han demostrado las ciencias sociales, la duración de la vida y el estado de salud con el que las personas la transitan y la terminan no tienen que ver con condiciones "naturales", sino con los efectos de las distintas formas de la desigualdad, que son también expresiones de injusticia. ¿Podemos seguir hablando de longevidad sin incluir en el análisis la calidad y dignidad de las vidas?En este libro, que recoge la conferencia que dio como inauguración de su Cátedra de Salud Pública en el Collège de France, Didier Fassin profundiza en los temas que vienen ocupando su investigación y sus intervenciones públicas en los últimos años: las particulares formas que adquiere la desigualdad cuando se trata de la salud de las personas y, sobre todo, el enorme desafío moral que significa para el mundo contemporáneo reparar esas disparidades.En el tono didáctico que sus lectores reconocen, con mirada y pluma de etnógrafo, Fassin señala las limitaciones de la "expectativa de vida" como forma de medir la duración hipotética de una vida biológica. Las mujeres viven más años que los hombres en promedio, ejemplifica, pero están más expuestas a la violencia, la discriminación y el avasallamiento de sus derechos. "Hablar de desigualdad de las vidas ya no es solo interrogarse sobre las disparidades de su duración, sino considerar las diferencias entre lo que son y lo que los individuos tienen derecho a esperar de ellas", escribe.Con este libro, que incluye también una entrevista especialmente realizada al autor, Siglo XXI se suma al Collège de France para poner al alcance del público hispanohablante las principales lecciones inaugurales y de clausura de la prestigiosa institución francesa, que es otra manera de difundir entre los lectores la producción intelectual más actualizada y relevante.

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Information

Year
2021
ISBN
9789878011318
¿Cuánto vale una vida?
Lección inaugural de la cátedra anual de Salud Pública 2019-2020 del Collège de France, pronunciada el 16 de enero de 2020
Señor director,
colegas, amigas y amigos,
“Voy a hablar del hombre […]. Defenderé, pues, confiadamente la causa de la humanidad ante los sabios que me invitan y no quedaré descontento de mí mismo si consigo ser digno del tema y de mis jueces”. Así inicia Jean-Jacques Rousseau su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, de 1754.[7] La Academia de Dijon, a cuya pregunta responde, no es, ciertamente, el Collège de France, institución ya más que bicentenaria para entonces; pero esta tarde hablo ante ustedes sobre el mismo tema y con una intención similar, aunque con una pequeña diferencia: voy a reemplazar el término “hombre” con la expresión “ser humano”. Y, en especial, voy a fundar mi argumentación sobre premisas contrarias a las del filósofo ginebrino que, en efecto, continúa así:
Considero en la especie humana dos clases de desigualdades: una, que llamo natural o física, porque ha sido instituida por la naturaleza, y que consiste en las diferencias de edad, de salud, de las fuerzas del cuerpo y de las cualidades del espíritu o del alma; otra, que puede llamarse desigualdad moral o política porque depende de una especie de convención […] y consiste en los diferentes privilegios de que algunos disfrutan en perjuicio de otros, como el ser más ricos, más respetados, más poderosos, y hasta el hacerse obedecer.
Entre esas desigualdades, no puede existir un “enlace esencial”, según afirma Rousseau, porque “esto equivaldría a preguntar en otros términos si los que mandan son necesariamente mejores que los que obedecen”. Sucede que, en el siglo XVIII, aún no existía la noción de lo que hoy en día llamamos “desigualdades sociales en materia de salud”.
Para que surgiera la idea según la cual el lugar y el entorno en que nace un individuo determinan su estado físico y psíquico, su riesgo de contraer enfermedades y su probabilidad de morir, fue necesario que se produjera lo que Ian Hacking –quien fue titular de la cátedra de Filosofía e Historia de los Conceptos Científicos en el Collège–, llama “la domesticación del azar”, ese proceso mediante el cual, a partir de finales del siglo XVIII, poco a poco el determinismo de las “leyes universales de la naturaleza” fue desvaneciéndose en beneficio de las “leyes estadísticas de la sociedad”, que supuestamente dan cuenta de la regularidad y, a la vez, de la variabilidad de los fenómenos considerados naturales.[8] Esto atañe a todos los ámbitos, de la medicina a la economía, del suicidio al crimen, gracias a la combinación de varios factores: el surgimiento de la idea de población, la expansión de la recopilación de datos, el desarrollo de la aritmética política y el refinamiento del razonamiento probabilístico, resultado de los trabajos de Condorcet, Quetelet, Poisson y algunos otros autores.
Se descubre entonces que la duración media de la vida depende de las circunstancias sociales. En esta historia, un hecho saliente es el estudio publicado por Louis-René Villermé en 1830, que ataca encarnizadamente las teorías neohipocráticas predominantes desde hacía más de un siglo, según las cuales el ambiente, tanto físico como humano –vale decir, la insalubridad y el hacinamiento–, era la causa de las diferencias espaciales comprobadas en materia de mortalidad.[9] En efecto, por haber detectado diferencias importantes en la proporción de decesos según los diversos barrios de la capital, Villermé utiliza con ingenio fuentes muy variadas –de modo prioritario, datos fiscales– y demuestra que esas diferencias no reflejan el estado sanitario ni la densidad urbana, sino que se corresponden casi exactamente con la proporción de residencias no gravadas: cuanto más elevado es el índice de exención del impuesto –es decir, cuanto más pobre es la población–, más se incrementa el porcentaje de fallecimientos. Luego de una larga demostración, en la cual cita otros trabajos contemporáneos al suyo, especialmente el de Louis-François Benoiston de Châteauneuf, llega a la conclusión de que “(pese a todo lo que se dice en el gran mundo), la salud de los pobres es precaria, su talla está menos desarrollada y su mortalidad es excesiva, en comparación con el desarrollo del cuerpo, la salud y la mortalidad de las personas más favorecidas por la fortuna”.[10] A la luz de ese fervor de estudios que cuantifican las características tanto sociales como médicas de los individuos, desde entonces las diferencias observadas de cara a las contingencias de la vida comienzan a comprenderse no como fenómenos naturales distribuidos más o menos aleatoriamente, sino como desigualdades sociales que obedecen a leyes estadísticas y son testimonio de injusticias.
Esta evolución no solo traduce cambios en los ámbitos del pensamiento y de la ciencia. Se inscribe también en el contexto de la revolución industrial, con la creciente pauperización y la toma de conciencia de la cuestión social. El descubrimiento de las disparidades ante la muerte coincide con el aumento de las desigualdades ante la vida. Ya no se habla solamente de pobres; surge un interés por las clases trabajadoras, que son también clases que viven en la miseria. Louis Chevalier, para quien fue creada la cátedra de Historia y Estructura Sociales de la Ciudad de París y su Región, describe la terrible situación de esos sectores,
que se torna exasperante en los momentos más intensos de las crisis y arrastra al extremo del hambre, de la enfermedad y de la muerte a casi la mitad de la población de París, es decir, casi la totalidad de la población obrera, pero que también recrudece en periodos normales y su alcance nunca mengua por debajo de la cuarta parte del total de la población.[11]
Si bien se describe a los obreros como a víctimas de una urbanización desenfrenada y un capitalismo mortífero, que se traducen en niveles muy elevados de mortalidad infantil, también se los percibe como la causa de su propia situación trágica, debido a sus costumbres depravadas, al alcoholismo de los hombres, a la impudicia de las mujeres y a la falta de cuidado de los padres hacia los niños. Es que, tanto ayer como hoy, rara vez las reformas sociales están exentas de juicios morales, ya que las soluciones que sugieren los expertos y las respuestas que aportan los gobiernos privilegian los enfoques paternalistas, al modo de Frédéric Le Play, o liberales, como los que aplicó Alexis de Tocqueville, en vez del socialismo científico que se desarrolla en paralelo.
En cuanto a la comprensión del funcionamiento de la sociedad, el péndulo describió un arco en su oscilación cognitiva –entre el discurso de Rousseau, a finales del Antiguo Régimen, y el estudio de Villermé, en vísperas de las Tres Gloriosas jornadas revolucionarias de 1830–, dado que se reconocieron las consecuencias de las desigualdades en la duración y la calidad de las vidas. Esa oscilación se enmarca en una nueva forma de gubernamentalidad, que Michel Foucault describe como “el nacimiento de la biopolítica” que dio título a su curso de 1978. La biopolítica, concepto cuya influencia en las ciencias sociales y las humanidades es considerable y que obra como una regulación de la población, traduce la sustitución de la soberanía, “el viejo derecho de hacer morir o dejar vivir”, por el biopoder, “poder de hacer vivir o de arrojar a la muerte”, ya que “por primera vez en la historia, sin duda, lo biológico se refleja en lo político; el hecho de vivir ya no es un basamento inaccesible que solo emerge de tiempo en tiempo, en el azar de la muerte y su fatalidad; pasa en parte al campo de control del saber y de intervención del poder”.[12] En efecto, la biopolítica asocia, por un lado, nuevos territorios de conocimiento de la población, como la higiene pública, la demografía, la epidemiología, la economía, la sociología y, por otro lado, nuevos dispositivos de acción sobre ella, por medio de la planificación familiar, la educación sanitaria, las políticas sociales, el control de la inmigración, y caracteriza así “un poder cuya más alta función” es ahora “invadir la vida enteramente”.[13] La salud pública, objeto de la cátedra para la cual ustedes me han hecho el honor de elegirme, se halla en la intersección de esos nuevos conocimientos y esas nuevas acciones. Según la definición clásica que ofrece Charles-Edward Amory Winslow en 1920, es “la ciencia y el arte de prevenir las enfermedades, de prolongar la vida y de promover la salud y la eficiencia físicas merced a esfuerzos organizados de la comunidad”, incluso para “garantizar un nivel de vida adecuado para el mantenimiento de la salud”. [14] Un proyecto de esa índole, ciencia y arte a la vez, supone formas de saber y modos de intervención desarrollados a partir del siglo XIX en el plano ya no individual, sino colectivo.
Si bien podemos discutir la cronología de lo que el titular de la cátedra de Historia de los Sistemas de Pensamiento llama “biopolítica” –que, como ya he expuesto, adquirió formas relativamente sofisticadas en contextos tan distantes uno de otro como el Imperio Romano a comienzos de nuestra era y el Imperio Inca en el siglo XV–,[15] es cierto que la invención de ese concepto es una suerte de fulgor fecundo que esclarece, historizándola, la comprensión de las relaciones entre el mundo social y la vida biológica. Eso no puede sino volver más notable la circunstancia de que, al tratar de esas relaciones, Foucault ignore por completo la cuestión de las disparidades ante la vida que, con todo, reside en el núcleo mismo del fenómeno que analiza. El término “desigualdad”, que no figura en el índice temático correspondiente a las más de tres mil páginas de sus Dits et écrits, no pertenece a su léxico intelectual. Esa ausencia probablemente deba interpretarse en relación con su negativa a adoptar cualquier postura normativa. La injusticia es atribuible a sus compromisos militantes, no a su aparato teórico. En cuanto legado nietzscheano, sus investigaciones genealógicas no apuntan a cambiar el mundo: invitan a cambiar nuestra mirada acerca del mundo.
Por lo demás, la división tradicional del trabajo intelectual tiende a dejar las desigualdades a las disciplinas científicas que manejan técnicas cuantitativas, como la demografía, la epidemiología y la sociología, ya que suele admitirse que las disparidades se objetivan mediante el análisis estadístico y probabilístico. Así, en su tesis complementaria para el doctorado en Letras, Maurice Halbwachs –profesor del Collège de France que tendrá uno de los destinos más trágicos ya que, después de su elección en mayo de 1944, será detenido por la Gestapo en julio y morirá en Buchenwald el año siguiente– teoriza las diferencias de mortalidad a partir de un debate matemático para oponerse a la idea del hombre medio de Adolphe Quetelet. Las variaciones de la mortalidad en función de la profesión o de los ingresos muestran –según escribe– que, lejos de ser un fenómeno fatal, “la muerte, y la edad en la cual se produce, resulta ante todo de la vida, de las condiciones en que esta se desarrolló”, ya que dichas condiciones son “por lo menos, tanto sociales cuanto físicas”. Pero su análisis va más lejos de lo que podría ser apenas una lectura estructural de las disparidades. Hace que las desigualdades se sostengan sobre una doble base, política y moral. En efecto, según él, “la causa esencial” de esas variaciones de mortalidad reside en las variaciones de “la importancia atribuida a la vida humana” y “hay muchos motivos para pensar que, por lo general, una sociedad tiene la mortalidad que se le condice, que la cantidad de muertos y su distribución por las diversas edades es buena expresión de la importancia que una sociedad otorga al hecho de que la vida sea prolongada”.[16] Igual constatación hace respecto de la distribución por categoría socioprofesional, por nivel de riqueza y por sexo. En definitiva, la tasa de mortalidad traduce el valor que la sociedad otorga a la vida humana en general y a la vida de los diferentes grupos que la integran en especial.
* * *
Pero ¿cómo detectar ese valor? Al respecto, hay dos enfoques principales. El primero, ético, considera la vida como un bien incalculable, lo cual, de todos modos, no excluye un tratamiento diferenciado en los hechos. El segundo, económico, en cambio, atribuye a la vida un precio, lo que suele ir acompañado por disparidades. Si bien en este sentido el uso no siempre es riguroso, la lengua inglesa tiende a trazar una distinción entre estos dos enfoques y habitualmente se refiere a value en el primer caso y a worth en el segundo.
Así, por un lado, el valor absoluto de la vida es un elemento central de la ética de numerosas religiones y filosofías. Para el dogma cristiano, entonces, la vida es sagrada. Es un bien superior inconmensurable que, por consiguiente, no puede ser objeto de cuantificación ni –como se desprende de esto– de jerarquización. Lo dicho explica la resistencia de la Iglesia católica a la compensación monetaria de los homicidios du...

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