El ruido de los jóvenes
eBook - ePub

El ruido de los jóvenes

José Libardo Porras

Share book
  1. 147 pages
  2. Spanish
  3. ePUB (mobile friendly)
  4. Available on iOS & Android
eBook - ePub

El ruido de los jóvenes

José Libardo Porras

Book details
Book preview
Table of contents
Citations

About This Book

La obra de José Libardo Porras está precedida por el tesón y la claridad. Nunca dudó en dedicar su vida a la escritura dejando de lado prebendas y oportunidades. El lugar que ocupa en la literatura nacional, y por ende en la antioqueña, es merecido sin cuestionamientos. En El ruido de los jóvenes el protagonista es San Bernardo, un barrio de Medellín poblado en su mayoría por emigrantes del campo. Cada relato cuenta de alguno de sus habitantes, de sus logros, de sus tragedias. De esta forma se va crean-do un entramado que plasma al barrio entero como un organismo en el que cada uno de sus miembros interactúa con los otros y al mismo tiempo tiene su propia manera de ser y de estar en el mundo. Y es, además, la historia del narrador; es él quien evoca, sopesa, contempla, aprende y crece. El niño asombrado se convierte en adulto mientras los límites de su mundo se amplían y la ciudad se transforma junto con él y con sus compañeros de infancia. - Emma Lucía Ardila J.

Frequently asked questions

How do I cancel my subscription?
Simply head over to the account section in settings and click on “Cancel Subscription” - it’s as simple as that. After you cancel, your membership will stay active for the remainder of the time you’ve paid for. Learn more here.
Can/how do I download books?
At the moment all of our mobile-responsive ePub books are available to download via the app. Most of our PDFs are also available to download and we're working on making the final remaining ones downloadable now. Learn more here.
What is the difference between the pricing plans?
Both plans give you full access to the library and all of Perlego’s features. The only differences are the price and subscription period: With the annual plan you’ll save around 30% compared to 12 months on the monthly plan.
What is Perlego?
We are an online textbook subscription service, where you can get access to an entire online library for less than the price of a single book per month. With over 1 million books across 1000+ topics, we’ve got you covered! Learn more here.
Do you support text-to-speech?
Look out for the read-aloud symbol on your next book to see if you can listen to it. The read-aloud tool reads text aloud for you, highlighting the text as it is being read. You can pause it, speed it up and slow it down. Learn more here.
Is El ruido de los jóvenes an online PDF/ePUB?
Yes, you can access El ruido de los jóvenes by José Libardo Porras in PDF and/or ePUB format, as well as other popular books in Literature & African Literature. We have over one million books available in our catalogue for you to explore.

Information

Year
2022
ISBN
9789587207361

El ruido de los jóvenes

Pues la ciudad siempre es la misma.
Otra no busques, no la hay
Constantino Kavafis, “La ciudad”
Barrio... barrio que tenés el alma inquieta de un gorrión sentimental...
Alfredo Le Pera - Carlos Gardel, “Melodía de arrabal”

¡Fo!

De madrugada empezó a entrar en el sueño de Medellín una caravana de camiones atiborrados de hombres y mujeres con sus críos, sus animales de corral y sus bártulos; familiones desarraigados de los pueblos de Antioquia que se iban quedando a las entradas de la capital, en los confines correspondientes a sus regiones de origen y ahí sentaban sus reales: los del oriente expandieron La Milagrosa, Buenos Aires, Manrique, Aranjuez y otros barrios por el estilo invadiendo las laderas del oriente; los del occidente dieron vida a Robledo y Castilla en las colinas del occidente; los del norte echaron raíces en Bello y Pedregal, y en Itagüí y Guayabal, los del sur. Al despabilarse y tomar conciencia de sí, ya la ciudad era otra: le ocurrió lo que al borracho que por dormirse en su butaca los bromistas le afeitan media barba y le trasquilan los mechones.
El poblado, erigido en villa siglos antes, no era inmutable, era un ser vivo. ¡Qué horror! Las señoras respetables se fueron de espaldas. Quienes creían llevar en sus venas la sangre de los fundadores se golpeaban la frente y movían la cabeza dubitativamente. En los salones de fiesta, los señoritos suspendían el baile para enfrascarse en análisis de la inexplicable transformación, a ver si enredar la pita les daba entendimiento. Desde los púlpitos llovían malos presagios.
¡Fo! A esos asentamientos periféricos había que cogerlos con pinzas. Por fortuna estaba el dinero, que servía de trampolín para saltar por encima de ellos e ir a establecerse al pie de las faldas, en el valle, en barrios anejos al centro como Naranjal, La América o Belén.
“Dime cuánto tienes y te diré dónde cabes”, proponían los espíritus de estos barrios a los fisgones que se asomaban a su interior desde los bordes, y de acuerdo con el monto que desembolsaran les asignaban sus sitios entre otros que antes pagaron precios similares.
Tratándose de inmigrantes con plata en el bolsillo, en estos barrios confluían los caminos procedentes de los cuatro puntos cardinales.

San Bernardo

Al sur de Belén, en el sector de El Rincón, en límites con Guayabal, vivían los pobres del barrio; los ricos vivían en Rosales, al norte, en límites con Laureles. En el medio se hallaba San Bernardo, donde habitaban gentes ni pobres ni ricas, familias que consumían más carne y más leche que las de El Rincón pero mucho menos que las de Rosales.
San Bernardo parecía la tarea de dibujo de un escolar desprovisto de dotes artísticas: un sol semejante a una naranja, erizado de lanzas de oro y de fuego, sonreía sobre los techos y las terrazas; una escuela reventaba de niños con cuadernos y lápices de cortesía; los señores, con estatura de árbol, departían en las esquinas; una madre del tamaño de su casa arrullaba a su hijo en una mecedora al borde del andén; un perro autografiaba las paredes desconchadas y enmohecidas y ladraba a las nubes grises del cielo azul; al fondo, a la redonda, sobresalían las montañas en tonos de verde inusitados.
Los abuelos habían delineado ese dibujo.
Faltaba el templo. Entonces los mayores señalaron con la vara mágica una colina en el corazón del barrio, hicieron aparecer en la cima toneladas de hierro y madera, cúmulos de piedra y arena y arrumes de ladrillos, asignaron a cada cual sus deberes –las abuelas, cocinar para los trabajadores; las nietas, por su parte, servir la mesa y lavar los platos; los muchachos, hacer mandados, llevar y traer– y emprendieron su construcción: midieron, excavaron, acarrearon materiales, vaciaron fundaciones y columnas, levantaron muros, entretejieron vigas, desplegaron el tejado, recubrieron los pisos, ensamblaron puertas y ventanas con vitrales que tamizaban la luz, y encalaron. El padre Henao, sin despojarse jamás de la sotana, ayudaba aquí y allá, enderezaba lo torcido, empujaba al flojo, animaba y atizaba la fogata del entusiasmo y la acción.
Los jóvenes, a pesar de su escepticismo, diariamente pasaban a registrar el progreso de la edificación. Las viviendas, como vacas que acuden al llamado del vaquero a la hora del ordeño, parecían buscar un puesto que les asegurara por siempre el amparo de su sombra.
Culminada la obra, el vecindario corrió a presenciar el primer encendido de la cruz luminosa que la coronaba. Grandes y chicos volaron. Nadie se perdería el espectáculo. Y se prendió la fiesta.
San Bernardo era una fiesta. Sus muchachas con cuerpo de muchacha eran una fiesta. También eran una fiesta los desafíos de fútbol en los descampados y los baños en los charcos de cristal. Las incursiones furtivas a las fincas donde había mangos y guayabas para empacharnos eran una fiesta.
San Bernardo era una fiesta en el occidente de la ciudad. Hoy es una dulce herida que me arde en el pecho.

La casa

Aunque escaparates, mesas, sillas y demás maderas crepitaran por el calor, adentro se estaba fresco gracias a las puertas, altas como para que los más espigados y rebosantes de amor pasaran sin quitarse el sombrero, y al tejado igualmente alto, que conservaba el aire como sin estrenar.
Los muros de tapia eran expertos en guardar secretos: lo que se decía o sonaba aquí o allá, aquí o allá se quedaba. Los corredores invitaban a correr.
El patio parecía paleta de pintor y sus colores se intensificaban o apagaban al ritmo de las lluvias: una semana reverdecían los helechos y a la semana siguiente florecían los anturios o los rosales.
El naranjo, el breval y el aguacate del solar, que daban frutos de enero a diciembre, sumados a la era de tomates y cebollas que cultivábamos todos, complementaban lo que semanalmente nos llegaba de la finca.
Al entrar uno de la calle, cualquier sed se extinguía.
En el interior, cuya luz requeríamos para vivir y no hallábamos fuera, se percibía que los obreros constructores habían dejado ahí parte de la vida.

Los padres

Papá repintaba la cuna para que acogiera, como al primero, al hijo que estaba por llegar.
Sería mujer. Aunque nuestros padres decían que sería lo que Dios quisiera, decidieron que fuera mujer.
Imaginaba a la mujercita llenando la casa con su llanto, con su grito renovador, a gatas en el patio, en los corredores y en los cuartos, auscultando los rincones, e imaginaba a papá con ella, en su tamaño, hablándole al oído palabras inventadas: lenguaje de quien engendró prole numerosa.
Papá dejó la finca en manos de un mayordomo porque una fiesta se anunciaba en el hogar, y no podía faltar.
Repintaba la cuna que fuera de todos los hermanos, recomponía enseres, revisaba el tejado a la caza de goteras, retocaba las paredes… Mamá, en su preñez, lo veía trabajar.
Papá se casó seguro de que ella podría multiplicar un pan para cualquier multitud de hijos y juntar retazos de colores hasta coser una colcha que los abrigara a todos en invierno.
—¡Por más que le haga, esta cocina nunca se ve arreglada! –exclamaba ella mientras lavaba los platos. Después lavaría la ropa y ordenaría la casa.
Recogía lo que dejábamos tirado por ahí.
—Si la casa no está limpia, yo me siento enferma –explicaba.
Si una vecina llegaba a contarle que su marido se había marchado o que su hijo reprobó en el colegio, ella suspendía sus labores y escuchaba. Escuchaba.
—Ya volverá. Váyase tranquila. –La despedía, y se quedaba cavilando un momento tras cerrar la puerta, antes de retomar su oficio.
Un cuarto de siglo antes se juntaron para hacer una sola vida entre ambos.
—¡La más boba! –replicaba mamá cuando él, para explicarnos la razón de su larga convivencia, decía: “Ofelia es la mujer más inteligente de la Tierra”.

La tienda de don Pablo

Soy un niño. Acabamos de llegar al barrio y por primera vez entro a la tienda de don Pablo. Él deja de cepillar su sombrero de paño, me observa con minucia, me pregunta el nombre, de dónde vengo y cuál es mi familia. Respondo. Le devuelvo las preguntas y escucho.
No sé cuántos años atrás, don Pablo Márquez había venido de Segovia, que es una tierra encantada donde las gallinas cagan pepitas de oro.
Lo veo alejar tempestades y sequías, desgusanar el ganado y aliviar el dolor con solo pronunciar una letanía secreta; veo duendes y brujas, almas en pena...
—Llegaban a la media noche –alcanza a decir antes de atender a una clienta.
Se desentiende de mí. Sin embargo, sus palabras resuenan. En el aire flotan los interrogantes. ¿Esos seres de ultratumba le causaban miedo? Si era así, ¿qué sentía? ¿Temblaba?, ¿sudaba a chorros?, ¿perdía el entendimiento y el habla?
Después supe que el asma, durante la noche, le ponía la pata en el pecho. No obstante, en la mañana abría su tienda para seguir participando a lo hombre en la guerra de la vida. Supe que estaba perdiendo la vista. Supe que era un hombre cansado.
La tienda de don Pablo tenía cuatro puertas: las dos que daban a la avenida 76 eran nuestra trinchera contra el aburrimiento: ahí nos parábamos a ver pasar a San Bernardo; la tercera tenía en el dintel una penca sábila que pervivía verde y fresca sin que la alimentaran. Pero la puerta más grande, la que nos llevaba más lejos, era la que don Pablo construía con palabras:
—Les trenzaban las crines a las bestias, se les sentaban a horcajadas en el pecho a los hombres y les dañaban el sueño, escondían los objetos o hacían ruidos con ellos, extraviaban a los viajeros…
¿Cómo eran?, ¿dónde vivían?, ¿cómo las atrapaban?, ¿cómo se libraba uno de ellas?... Las respuestas nos llegaban desde el otro lado del mostrador, donde había un cajón repleto de puntillas torcidas, billetes rotos, monedas de un centavo, algunas herramientas, novenarios viejos y quién sabe cuántas cosas más. Al modo de una frontera, el mostrador preservaba un mundo de misterio, empezando por la libreta de los fiados que sabía todo sobre las familias del barrio.
La tienda de don Pablo, con su almanaque de Pielroja y su cuadro de El hombre que vendió a crédito y el que vendió al contado, que él parecía no ver, era el núcleo de nuestra calle: ahí fuimos creciendo, como robles, mientras veíamos a las colegialas del Montini y La Inmaculada ofrecer al aire sus pelos sueltos, mientras veíamos envejecer a Ismael y al Ganso, mientras se nos iba ensanchando el mundo.
¡La tienda de don Pablo! Es una frase de hermoso sonido.
En su sitio emplazaron una cacharrería y después un bar solo para adultos.

Don Carlos

Aunque en vez de revolotear por el patio ya estábamos en fila, como él lo ordenaba a través del micrófono, don Carlos nos llamaba “¡Mequetrefes!”. Mequetrefes, ¡mequetrefes esto y aquello!, ¡mequetrefes eso y lo de más allá! Los grandes nos hacían gestos obscenos y comentaban que estábamos temblando y a punto de mearnos en los pantalones. Era el primer día de escuela.
La palabra “mequetrefes”, gritada por el director en frases amontonadas e inconclusas, me suscitaba temor y vergüenza, y deseos de que eso no fuera sino una pesadilla para despertar al instante en mi cama, en mi habitación, en mi casa. Veía claro que ese no era mi lugar ni esa mi gente, y no entendía que los estudiantes de los grados superiores se pudieran divertir.
En el aula, la señorita Orfilia nos distribuyó por parejas en pupitres grises, y a continuación pasó por cada puesto preguntándole a cada uno quién era y qué quería ser, por qué iba a estudiar. Yo contesté que era uno de los menores en un mundo de hermanos y hermanas, que hacía poco habíamos llegado de una finca, donde nacimos y desde donde nuestro papá nos enviaba semanalmente un bulto de frutas, y que aún no sabía lo que quería ser cuando creciera. Los otros se carcajearon y alborotaron. A la señorita Orfilia le costó restablecer el orden.
La cara se me incendió, el sudor me corría por la espalda, la boca se me llenó de arena y espuma, gagueé y enmudecí. Una sensación de cansancio me agobiaba y no podía sino pensar en lo tonto ...

Table of contents