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El Planeta está enfermo: enfermo de complejidad. El mejor termómetro de esta complejidad creciente y exponencial está en las calles. Los paisajes urbanos se han convertido en un laboratorio móvil y cambiante donde poder comprobar de primera mano la dificultad que conlleva mantenerse en equilibrio sobre el alambre vital de nuestros tiempos. Desde el análisis de cuestiones aparentemente triviales o cotidianas, Patologías Urbanas pretende acercarse a las tendencias y cambios sociales de las últimas décadas y sus consecuencias sobre los individuos desde un punto de vista crítico; así como esbozar algunos de los rasgos que caracterizan nuestro presente.
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Information
Nota del autor
Tener el privilegio de poder hacer una de las tres cosas más importantes que hay en la vida, como es escribir un libro, implica también tener mucho que agradecer. En primer lugar a mis padres, sin cuyo esfuerzo no estaría ahora escribiendo estas letras. Para seguir, y si nos ceñimos a “Patologías Urbanas”, es de justicia agradecer enormemente a la persona que, cuando apenas yo gateaba en este oficio del periodismo, tuvo la osadía de ofrecerme colaborar en la versión digital de La Vanguardia: me refiero a un periodista de pura raza como es Txema Alegre.
Cinco años han pasado desde entonces y, aunque es un número que tiene muy mala rima, esa es exactamente la edad que en julio de 2009 cumplió “Patologías Urbanas” o, lo que es lo mismo, mi blog de La Vanguardia.es. Han sido cinco años de publicación semanal, más de 250 columnas: Todo un récord del que soy el primer asombrado, pues el subtítulo de mi propuesta inicial era “La vuelta al mundo en 80 patologías”. Afortunadamente, hablar del mundo me pareció demasiado ambicioso y opté por intentar contar cosas sobre ese otro mundo que conocía mejor, esto es, aquél que envuelve –unas veces para regalo y otras como un atún cuando hay prisa en la pescadería– el día a día de mi vida. Pero en este caso mejor hablar de regalos, porque al llegar a la columna número 80, aún me sentía con fuerzas e ideas como para continuar…
También ayudó que al año de publicación, me llamara Jordi Sacristán –director del programa “Tal com som”, de COMRàdio– para ofrecerme un espacio en su programa y dar forma a una sección semanal bajo la misma marca. Y si escribir regularmente en uno de los medios que siempre había admirado por su calidad desde antes de estudiar periodismo, ya me parecía casi un sueño, participar semanalmente en un programa de radio realizado por auténticos profesionales –durante cuatro temporadas– ha sido un gran lujo. Del equipo del programa –Jordi Sacristán, Judit Porta, Iván López y Blanca Lucas– he aprendido cómo se hace un buen espacio de radio. Y sobre todo a disfrutar.
Así, esta cita semanal que a la gran mayoría de lectores llegaba a través de La Vanguardia –sería imposible agradecer a todo su equipo, pero por mencionar a algunos de los que más respeto y admiro citaré a Lluís Foix, a Enric Sierra, a Ismael Nafría o a Eva Rosado– se desdoblaba en ondas de radio, lo que además, dicho sea de paso, me aportaba nuevas ideas, temas, enfoques, etc. Pero sobre todo, el mayor regalo –y para mí el más sorprendente– ha sido la infinidad de lectores, oyentes e internautas que cada semana permanecen a mi lado y que hoy día suman más de 21.000 suscriptores: gracias a todos y cada uno de ellos.
Y como no hay dos sin tres, resulta tremendamente emocionante completar la terna con el libro. Gracias a Emi y a Roser de Niberta pero, sobre todo, a Lluís Pastor por su confianza en mi propuesta. Y a Eva Domínguez –entre otras muchas cosas– por presentármelo. Aún tiemblo de emoción cuando le recuerdo al decirme que apostaba por mi proyecto.
Resulta tremendamente emocionante echar la vista atrás y –pese a no saber si cinco años son muchos o pocos para una columna– ver todos los comentarios que tantos amigos han ido dejando en el blog; releer algunos de los muchos correos recibidos durante estos años desde las partes más remotas del mundo como Israel, China, Canadá o Madagascar, por mencionar algunos de los que más me halagaron; y descubrir, para mi sorpresa, que mis artículos tenían mil y una lecturas diferentes: tantas como personas. Es grato saber que las “Patologías Urbanas”, una vez publicadas, sobrevuelan el ciberespacio para acabar como texto de una clase de español en Nanjing; como lectura de reuniones de un centro de extoxicómanos; como comentarios de instituto en una clase de Sociales o como un paseo por la infancia, según el último correo de un lector catalán desde Argentina, cuando mis pies -y mis ojos- recorren sin saberlo algún barrio que describe el relato vital de su niñez.
No quiero cerrar el capítulo de agradecimientos sin mencionar a mis editores de guardia, que a la sazón son mucho más que eso, pero sin cuyo apoyo, cariño, paciencia y amistad, jamás podría haber escrito este libro. Me refiero a Belén González Morales y a Ignacio Gómez, que tanto me han ayudado con esa mezcla exacta entre humor y materia gris. A esas maestras de vida que son Julia Lastra y Auxi Olavarría, por su incombustible confianza en mí. A Marta Ballada y Oriol Gironés por su imaginación y creatividad con la imagen de marca y a Pepe Medina por su disponibilidad y tan estupendas ilustraciones. Y por último, no tengo palabras para expresar mi gratitud hacia una de las personas más generosas, amén de preparadas, que he tenido la suerte de conocer; cuyas letras introducen mi texto y con cuya mirada he tenido la fortuna de viajar por diversos lugares del mundo, incluida la intangible cartografía de la amistad. A ese agrimensor del saber que es Francisco Jarauta: ¡Gracias, amigo!
Dedico este libro a los buenos amigos que me han acompañado en cada faceta de mi vida ya que, gracias a ellos, he aprendido a moldear mi mirada. A los que viajan conmigo y a los que cada semana comparten este recorrido incierto por el corazón de las ciudades.
A todos, de corazón, mil gracias.
Famara, Agosto de 2009
“El Sistema es un muro
y la persona un huevo frágil
que se estrella contra él”
y la persona un huevo frágil
que se estrella contra él”
Haruki Murakami
El planeta enfermo
El Planeta está enfermo: enfermo de complejidad. Cada vez más, podemos observar en cualquier gesto –desde el más ínfimo al más sofisticado– la tremenda energía y desgaste que supone enfrentarse al mero ejercicio de vivir. El mejor termómetro de esta complejidad creciente y exponencial está en las calles. Los paisajes urbanos se han convertido en el mejor laboratorio móvil y cambiante donde poder comprobar la dificultad que conlleva mantenerse en equilibrio sobre el alambre vital de nuestros tiempos.
Todas las épocas han estado surtidas de complicaciones directamente motivadas por los avatares de sus tiempos. Pero nunca como hasta ahora habían coincidido cambios tan profundos que afectasen a la casi totalidad de los órdenes vitales –como la economía, la política, la sociedad y la cultura–, e impactaran de lleno y en un tiempo record, tanto en la anatomía social del Planeta como en la piel, las mentes y los corazones de sus habitantes.
Las principales transformaciones confluyen en un mismo cronotopo y provocan la necesidad –como resalta Jarauta– de replantearse los esquemas filosóficos que solían interpretar los sistemas de vida. Urge partir hacia un punto cero de coordenadas que permita –gracias a una nueva cartografía– repensar los modelos que una nueva sociedad requiere.
Mas no resulta tarea fácil. Tanto el individuo como la sociedad, parecen inmersos en una suerte de arenas movedizas basadas en complejas estructuras, que solo es posible entender desde un prisma caleidoscópico. Así, nada más nacer, topamos de bruces, sin airbag ni marcha atrás, con la inaccesible misión de construir un relato vital basado en la rentabilidad inmediata, donde la búsqueda de la máxima eficacia deja poco espacio para el amor y las emociones; con una sociedad zapping basada en la inmediatez y el corto plazo, que cambia caprichosamente sus pasos a la velocidad de la luz; con una existencia que fomenta la corrosión del carácter, debido a una velocidad impuesta que apenas deja tiempo ni espacio para fomentar las relaciones humanas.
Este libro pretende fomentar la reflexión y el pensamiento crítico sobre algunas de las tendencias o transformaciones que actualmente padece la sociedad; sobre las muchas patologías urbanas que aparecen en cualquier parte y que somatizan en un enorme vacío emocional y existencial; no tanto como un catálogo de enfermedades, sino como un pequeño faro que invite a pensar sobre las tensiones de una sociedad que se mueve –aparentemente sin rumbo– en una alocada carrera en la que ni los primeros parecen saber hacia qué metas conduce.
Patologías de los afectos

1
Atención
Si empezara estas líneas soltando un exabrupto en contra de mis lectores, al margen de muchos otros indeseables efectos, a buen seguro lograría una cosa: captar su atención. A pesar de la enorme importancia que la información tiene en nuestros días, si no se vierte en el recipiente adecuado, se desparrama y –como las semillas– cae en terreno baldío. Por eso prolifera la idea de que, mucho más importante que la información –recurso sobreabundante y reiterativo–, el bien realmente escaso es la atención, que poco a poco cobra un papel absolutamente privilegiado.
Los procesos se han complicado de tal modo que hasta el gesto más nimio requiere una mayor atención. Ha nacido un nuevo diamante en bruto que, además de ser imprescindible, cotiza en bolsa y se cuantifica en euros. Bien lo saben los publicistas y las agencias de medios, que fijan sus tarifas en función de la atención que son capaces de generar, llegando a cobrar millonarias cifras por un simple spot publicitario. También saben de sus favores los programadores de televisión, para los que unos puntos menos de share significan millones de pérdidas y desprestigio por perder la atención de la audiencia. De igual modo obtienen sus frutos algunos editores de prensa, capaces de inventar una historia –aunque esto conlleve astronómicas cifras de indemnización– con tal de vender más ejemplares de una publicación o tirada concreta. Imaginen.
Que la vida requiere atención no es nada nuevo, pues el cerebro humano y la sociedad la reclaman de su dueño y de sus individuos constantemente. Pero sí resulta novedoso que la necesidad de atención se haya disparado; tanto que obliga a poner una dosis extra si no queremos vivir peligrosamente y tropezar a cada paso. Aunque quizá lo oneroso sea recargar nuestro día a día con otra nueva esclavitud. Hay muchos ejemplos: un despiste de atención puede costarle a un cirujano su carrera profesional; a un broker, millones de pérdidas; a un partido político, unas elecciones; a un piloto, la vida de todo el pasaje; a una pareja, un embarazo; a un opositor, la plaza, etc.
Una sociedad con exceso de información lleva los procesos más sencillos hasta una complejidad extrema y fuerza –constantemente– sus mecanismos hasta el desgaste. La atención, al contrario que la información, no se adquiere en un gran almacén: es un bien volátil. Y el cerebro humano, por muy capaz y potente que sea, tiene sus límites. Por muy interesante que sea un discurso, una película o hasta una pareja, cuando el cerebro –consciente o inconscientemente– decide que ya tiene bastante, afortunadamente se desconecta. Y digo afortunadamente porque si no, como nos contó Borges, caeríamos en el mal de Ireneo Funes, el memorioso , que no podía olvidar nada.
Sin ir más lejos los padres de hace una o dos generaciones, por ejemplo, solían criar familias numerosas con cierta soltura. Ahora en cambio se las ven y se las desean para atender a un par de hijos. Y hasta los propios niños padecen síndromes extremos de pérdida de concentración cuando están con otras personas; mientras que, ante una máquina, son capaces de pasarse horas atentos y olvidarse hasta de comer. El tristemente famoso Informe PISA refleja que el “gran problema” que presentan los adolescentes “es la falta de interés por el conocimiento –ya que, según comentan sus autores– hay que hacer maravillas para intentar captar su atención, porque para ellos todo es un rollo”.
La incapacidad manifiesta de atender a los muchos asuntos que nos reclaman surte justo el efecto contrario y nos abandonamos a la dejadez: cartas, mensajes electrónicos y de móvil, llamadas, citas, facturas, exámenes, ofertas, familiares, entrevistas, normas de circulación, hijos, médicos, amoríos y todo ese largo etcétera que puebla nuestros quehaceres son pospuestos para mejor ocasión o postergados sine díe. Los votantes desconectan de los discursos políticos; las parejas, de las diatribas del cónyuge, y los teleespectadores, del telediario para buscar endorfinas en los anuncios o en los programas basura . No hay vuelta atrás.
Mientras la atención humana siga siendo limitada y el entorno rebose información, tendremos que aprender a gestionar la divisa clave del nuevo milenio. Según Goldhaber, vivimos en una “economía de la atención”, y mejor no malgastarla con esas “locuacidades ensimismadas” que magistralmente describe Javier Marías: “Puesto que la cháchara es continua y omnipresente, crece la tendencia a no otorgar la menor importancia ni a lo que se dice ni a lo que se oye. En parte como defensa ante el imparable aluvión de voces, hay mucha gente que ha optado por no prestarles atención en ningún caso”. ¿Triunfo de la pereza o desconexión inevitable?
2
Insatisfacción garantizada
Un creciente formato de vacaciones cobra cada vez más adeptos: hablamos del turismo espiritual. Ya son legión los que, hastiados de las clásicas ofertas de playa, montaña e incluso destinos exóticos, buscan algo más durante sus días de descanso. La aparente incapacidad de encontrar la paz o la alegría entre sus coordenadas habituales predispone al urbanita moderno a probar nuevas fórmulas a medio camino entre lo mágico y lo místico, mientras los mercaderes de felicidad para llevar hacen su agosto.
Cuanto más lejano y pintoresco sea el escenario, mejor: monasterios nepalíes, ashrams indios, seminarios zen en Japón, cursillos intensivos de yoga en algún destino tropical, meditación para liberar esas emociones maltratadas durante el año, etc. Publicaciones, agencias especializadas e Internet convierten a cualquiera, previo pago de un buen puñado de euros, en explorador del cuerpo y del alma. Cualquier remedio, hasta el pintoresco helado londinense, que supuestamente contenía la fórmula de la felicidad, es válido si ayuda a hacer más liviana la existencia. O al menos eso venden…
Parece un problema de ilusión –o mejor de decepción– que afecta a todas las capas sociales. El descontento se ha instalado en los corazones y nadie se libra de la desgana: el que trabaja porque está extenuado y el que no, porque se siente excluido; el que tiene pareja busca escapar del tedio y el que no, un resquicio por el que huir de la soledad. El que posee dinero porque le a...
Table of contents
- Prólogo
- Nota del autor
- El planeta enfermo
- Patologías de los afectos
- Atención
- Insatisfacción garantizada
- Soledad
- Área reservada
- Sí, ¿quiero?
- ‘Dinkis’
- Impares
- Dependientes
- Química
- Felicidad
- Patología del entorno
- La solución habitacional
- ‘La vie en rose’
- Obsolescencia precoz
- El urbanita elástico
- Paisajes clonados
- Íntimo y personal
- Sin
- Silencio
- Hardware
- ‘Todo a 100’
- Patologías del ser
- Sociedad ‘zapping’
- Les enfants terribles
- XXXL
- Tarde
- La era del producto
- Impaciencia
- Bienestar
- Longevos
- Velocidad personal
- De diseño
- Patologías sociolaborales
- Generación CV
- Precarios
- ‘Burn out’
- Estatus
- Endeudados
- Flexibles
- La vida simple
- ¿Vives o trabajas?
- De mayor, pequeño
- ‘Full Monty’
- Patologías tecnológicas
- Digitalismo
- La caja lista
- Bandeja de entrada
- Error 404
- Móvil
- SMS
- Microbabelia
- ‘Smooth operator’
- ‘Googlear’
- Ecología digital
- La sociedad del criterio