Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri
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Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri

Franco Nembrini, Gabriele Dell'Otto

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Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri

Franco Nembrini, Gabriele Dell'Otto

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Esta es la tercera parte de la Divina comedia de Dante Alighieri, en una edición especial con introducción del papa Francisco, imágenes realizadas por el jefe de los ilustradores de la Marvel, Gabriel Dell'Otto, el texto original en italiano antiguo revisado desde Italia junto al texto en español en la misma página y los comentarios de uno de los mejores expertos italianos sobre Dante, Franco Nembrini.

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Information

Publisher
Editorial UFV
Year
2021
ISBN
9788418746659

CANTO XXXII

Vi llover sobre ella tanta alegría,
llevada por las almas santas creadas para
volar por aquella altura […]
.
(XXXII, vv. 88-90)
Image
San Bernardo dirige a la Virgen una gran oración (vv. 1-39), al término de la cual María, Dante y el mismo Bernardo vuelven la mirada hacia Dios (vv. 40-54). Dante confiesa que su lengua será inadecuada para expresar cuanto ha visto y le pide a Dios que la sostenga (vv. 55-75). Entonces, empieza a describir las sensaciones que experimenta al fijar su mirada en Dios (vv. 76-84). Primero, ve que toda la creación encuentra en Él su punto de unidad (vv. 85-96); después, su vista se va haciendo poco a poco más aguda (vv. 97-114), y ve primero el misterio de la Trinidad (vv. 115-126) y luego el de la encarnación (vv. 127-132). Finalmente, su deseo de comprender este último misterio se ve satisfecho por una iluminación repentina, que lo hace partícipe de la vida de Dios y del universo (vv. 133-145).
Hemos llegado a la meta del viaje. Todas las dificultades del camino y el drama de la vida encuentran aquí por fin su sentido, el origen y el fin que recapitula y salva cada cosa. Y nosotros nos disponemos a disfrutar junto con Dante de la visión luminosa y beatífica de Dios.
El canto se abre con la oración de san Bernardo, que pide a la Virgen la gracia suprema: que Dante vea a Dios. Una invocación que se divide en dos partes. La primera, comúnmente llamada Himno a la Virgen (la misma Iglesia lo incluye entre sus oraciones a la Virgen), celebra la grandeza de María; en la segunda, san Bernardo formula su petición.
Empecemos la lectura (vv. 1-6):
«Virgen madre, hija de tu Hijo, la más humilde y alta de las criaturas, término fijo de la eterna voluntad, tú eres quien la humana naturaleza ennobleciste, de modo que su Hacedor no desdeñó convertirse en su hechura […]».
El Himno comienza con una serie de fórmulas que identifican enseguida la unicidad extraordinaria de la Virgen: «Virgen madre», «hija de tu Hijo», «humilde y alta».
«Virgen madre»: Solo María vivió la experiencia única de engendrar un hijo conservando intacta su virginidad. Recordemos que, ante el anuncio del ángel, «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús» (Lc 1,31), ella responde: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1,34).
«Hija de tu Hijo»: En primer lugar, porque ese Hijo era Dios, y por tanto también su Padre; pero también porque, a medida que ese Hijo crecía, ella aceptó hacerse existencialmente discípula suya, y por eso, en cierto sentido, es hija suya.
Más «humilde y alta» que cualquier criatura: No voy a repetir lo que ya hemos dicho en otras ocasiones sobre la humildad,1 me limito a proponer de nuevo el texto que la documenta sobradamente, el Magníficat: «Porque ha mirado la humildad de su sierva. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí» (Lc 1,48-49). El máximo grado de humildad, es decir, la disponibilidad para acoger el designio de Dios sobre uno mismo, coincide con el culmen de la grandeza.
En línea con estas expresiones que manifiestan la unicidad de María está también el verso que cierra el terceto. En efecto, ¿qué significa «término fijo de la eterna voluntad»? Quiere decir que, en la Virgen, el plan de Dios, su «voluntad», que de por sí es «eterna», más allá de los límites del tiempo y de cualquier otro vínculo, se ha dado un «término fijo», un confín inamovible.
En otras palabras: Dios habría podido salvar a la humanidad —ya lo hemos visto—2 con un acto de soberanía absoluta, apareciendo con todo su poderío; en cambio, decidió pasar a través de un «término», de un paso estrecho: el sí de María. La libre adhesión de ella fue la abertura insalvable a través de la cual Dios estableció pasar, la libertad frente a la cual el Altísimo quiso limitar su omnipotencia y someterse al libre asentimiento de una criatura, quedar pendiente de la libertad humana que Él mismo había creado.
Una vez identificada la unicidad de la Virgen, debemos captar otro aspecto igualmente decisivo. Porque, si María es «madre de la Iglesia», es «primicia de la nueva humanidad»;3 la novedad que se ha producido en ella continúa en la historia, es posible también para todos los que siguen el camino que ella abrió.
Volvamos a mirar ahora, desde esta óptica, las expresiones que acabamos de leer. «Virgen Madre», en sentido estricto, se refiere solo a María. Al mismo tiempo, la virginidad y la maternidad, la fecundidad, son características de todos. Todos estamos llamados a una fecundidad, plenamente gratuita, virginal. En efecto, no existe relación ni se da generación más que reconociendo la infinitud del otro, como hemos visto al comentar el Canto XXXI.4 Al mismo tiempo, no existe virginidad que no sea para una fecundidad mayor, aquella por la que la Iglesia nos ha acostumbrado a llamar a las monjas y a los sacerdotes madres y padres.5 Entonces, ser a la vez vírgenes y madres y padres es la vocación de todos los que experimentan la maternidad de María y la paternidad de Dios.
Segunda característica que Dante atribuye a la Virgen: «Hija de tu Hijo». También ella, tomada en su significado más estricto, es una exclusiva de María: solo ella engendró un hijo que es al mismo tiempo aquel que la genera. Pero si la consideramos en su sentido más amplio, de madre que aprende del Hijo, ¡cuántas veces hemos asistido a una situación como esta! Hijos santos que en condiciones complicadas, con familias en graves dificultades, se hacen cargo de ellas hasta llegar a regenerar —literalmente, volver a despertar a la vida— a sus propios padres. Por eso, puede decirse también que ser «hijos de los propios hijos» es una experiencia que puede ser de todos.
Prosigamos. La cuestión de la humildad es de fácil comprensión: es evidente que la humildad de la Virgen es un modelo para todos.
Por último, «término fijo de la eterna voluntad». También aquí la actitud de la Virgen es la clave y el origen de la nuestra. Si Dios necesitó el sí de María para dar comienzo a la obra de redención de la humanidad, lo mismo vale para cada uno de nosotros: para salvarnos, para entrar en nuestra historia, Dios necesita que le abramos las puertas con nuestro sí.
Creo que el segundo terceto, de algún modo, retoma lo que ya hemos dicho: María no es una entidad sobrehumana, sino la mujer en la que la naturaleza humana ha alcanzado su culmen, su máxima nobleza; hasta tal punto que «su Hacedor», aquel que la creó, se dignó hacerse «su hechura». Y también, en este aspecto, el discurso vale para cada persona: es verdad, en sentido estricto, que Dios tomó carne humana en el vientre de María por la nobleza de ella; pero, en sentido amplio, Dios no desdeñó hacerse hombre para afirmar la grandeza, la nobleza, el valor de cada uno, y después quiso proseguir con su presencia en el mundo a través de la carne de los suyos.
Y aquí tengo que detenerme un momento, porque la expresión que emplea Dante, «no desdeñó», despierta siempre en mí el eco de otra poesía que me gusta muchísimo: A su dama, de Leopardi. En un momento se puede leer en ella lo siguiente:6 «Si de las eternas ideas / tú eres una a la que de sensibles / formas no viste el saber eterno» [«Se dell’eterne idee / l’una sei tu, cui di sensibil forma / sdegni l’eterno senno esser vestita»]. Se trata de un himno estupendo a la belleza, más aún, a esa belleza suprema que anhela el corazón humano, que resplandece en cada cosa, pero siempre en una medida insuficiente, y que suscita el deseo de experimentar una belleza sin fin. En resumen, es un himno a Dios, al deseo de Dios; tanto es así que Leopardi identifica la belleza con una de las «eternas ideas», una de las formas de la divinidad.
Solo que Leopardi niega la posibilidad de que esta belleza se haga carne, se pueda encontrar en la vida: «Ya no tengo esperanza / de contemplarte viva»,7 escribía un poco antes. Y aquí, al comienzo de la última estrofa, vuelve a proponer esta imposibilidad usando el mismo verbo de Dante: «Di sensibil forma / sdegni l’eterno senno esser vestita». No creo que Leopardi lo eligiera por casualidad: Dios «no desdeñó» entrar en el mundo, escribe Dante; tú, divina belleza, «sdegni» [‘desdeñas’ (N. del T.)] revestirte de «sensibles formas», tomar carne humana, rebate Leopardi. Aquí se encierra todo el drama humano: reconocer el increíble anuncio de que Dios ha entrado en el mundo asumiendo una carne humana, o rechazarlo.
La alabanza de María prosigue, ligada siempre a su relación con los santos, con la Iglesia, con nosotros. Veamos (vv. 7-9):
«[…] En tu vientre prendió el amor, por cuyo calor, en la eterna paz, germinó esta flor […]».
El amor que ha dado origen a todo —dice san Bernardo— prendió como un fuego en tu vientre, lo hizo todo nuevo. Es la nueva creación a la que da inicio Jesús. Por la ternura, la obediencia y la caridad que custodiaste en tu vida, y por tanto en tu vientre, pudo germinar «esta flor», la «cándida rosa» que Dante está contemplando (cf. Par., XXXI, vv. 1-3): el conjunto de los bienaventurados; es decir, el mundo salvado. En resumen, en la oscuridad de tu vientre, comenzó un mundo nuevo que ha alcanzado todo el espacio y todo el tiempo. La maternidad de María se extiende «hasta el confín de la tierra» (Hch 1,8). En efecto (vv. 10-12):
«[…] Aquí eres, entre nosotros, meridiana luz de caridad, y allá abajo, entre los mortales, fuente viva de esperanza […]».
Entre nosotros, resplandeces de caridad como el sol a mediodía —continúa la oración—, mientras que en la Tierra, para los hombres, eres fuente viva de esperanza. Y aquí no puedo evitar hacer una pausa para recordar con gran afecto dos ocasiones en las que escuché a don Luigi Giussani comentar estos versos. La primera vez dijo: «La más hermosa poesía para mí es el Himno a la Virgen de Dante Alighieri en el Paraíso», y se detuvo sobre todo en esta imagen de la Virgen como «fuente viva de esperanza»:8 «Eres fuente viva de esperanza para todas las gentes del universo, de ti brota ininterrumpida la esperanza, ofreces siempre de nuevo la esperanza como el significado del todo, como la luz de la luz, el color del color, lo distinto de lo distinto. […] Eres fuente viviente de esperanza. Sin esperanza no se puede vivir. […] ¡Que cada mañana, todas las mañanas, esta fuente viva de esperanza sea el sentido de la vida más inmediato, agudo y tenaz, que tengamos!».
La segunda ocasión fue en la peregrinación de Comunión y Liberación al santuario de Loreto con motivo del 50 aniversario del comienzo del movimiento, cuando nos saludó con una expresión que no he podido olvidar: «¡María, tú eres la seguridad de nuestra esperanza! Esta es la frase más importante para toda la historia de la Iglesia; en ella se resume el cristianismo entero».9
Un año después, al morir don Giussani, qué emoción cuando, en la contraportada del número especial de la revista de Comunión y Liberación enteramente dedicado a su vida, encontré el Himno a la Virgen, y debajo, con su letra, esa frase que en los últimos tiempos se había convertido para él en una fórmula cotidiana (y que se ha grabado en su tumba): «¡María, tú eres la seguridad de nuestra esperanza!».10 Es evidente que desde entonces no puedo leer el Himno sin sentir en el corazón el eco de las palabras de don Giussani, y ambos textos se iluminan mutuamente.
Volvamos ahora a la oración de san Bernardo (vv. 13-15):
«[…] Mujer, eres tan grande y tanto vales, que quien desea una gracia y no recurre a ti, quiere que su deseo vuele sin alas […]».
Eres tan grande y es tal tu valor que quien quiere obtener una gracia y no recurre a ti es como si tratase de volar hacia el cumplimiento de su deseo sin tener alas.
Y aquí hallamos la respuesta última y definitiva a lo que nos preguntábamos hace tiempo, y que de algún modo se planteaba otra vez al final del canto anterior: ¿Por qué Ulises está en el infierno? Porque «hicimos de los remos alas para el loco vuelo» (Inf., XXVI, v. 125). ¿Por qué es «loco» el vuelo de Ulises? Porque «quiere que su deseo vuele sin alas», quiere volar usando como alas los remos; o sea, cree poder alcanzar a Dios con las solas fuerzas humanas. Es imposible, porque Dios está más allá de las capacidades humanas, necesitamos la ayuda de la gracia divina y solo si nos sale al encuentro podemos conocer algo de Él; la presencia de Jesucristo en el mundo fue posible y sigue siéndolo solo gracias a la fe de María, a su intercesión. Una capacidad de intercesión que supera incluso la conciencia que tenemos de ella (vv. 16-18):
«[…] Tu benignidad no solo socorre a quien pide, sino que muchas veces libremente se anticipa a la petición […]».
La benevolencia de María no solo responde a nuestras súplicas, sino qu...

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