Paisajes del comunismo
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Paisajes del comunismo

Owen Hatherley, Noelia González Barrancos

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Paisajes del comunismo

Owen Hatherley, Noelia González Barrancos

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A lo largo del siglo XX, el comunismo tomó el poder en Europa del Este y rehizo la ciudad a su imagen y semejanza. Destruyendo la planificación urbana del pasado imperial, se propuso transformar la vida cotidiana; sus amplios bulevares, sus épicos rascacielos y sus vastas urbanizaciones fueron una declaración enfática de una idea no capitalista. Ahora, los regímenes que los construyeron están muertos y desaparecidos, pero de Varsovia a Berlín, de Moscú a la Kiev post-revolucionaria, los edificios, su legado más evidente, permanecen, poblados por personas cuyas vidas se dispersaron y pusieron en peligro con el colapso del comunismo y la introducción del capitalismo.'Paisajes del Comunismo' es un viaje de descubrimiento histórico que nos sumerge en el mundo perdido de la arquitectura socialista. Owen Hatherley, un joven crítico urbano brillante e ingenioso, muestra cómo se ejercía el poder en estas sociedades rastreando los bruscos y repentinos zigzags del estilo arquitectónico oficial comunista: el rococó supersticioso y despótico del alto estalinismo, con sus monumentos conmemorativos patrioteros, sus palacios y sus castillos secretos para policías; la obsesión de Alemania Oriental por los paneles prefabricados de hormigón; y los sistemas de metro de Moscú y Praga, una espectacular reivindicación del espacio público que fue más allá de lo que cualquier vanguardia se atrevió a hacer. Es una historia íntima de la Europa comunista del siglo XX contada a través de sus edificios; es también un libro sobre el poder y lo que el poder hace en las ciudades. Sobre todo, 'Paisajes del Comunismo' es un revelador viaje de descubrimiento que nos sumerge en la vorágine de la arquitectura socialista. A lo largo de sus viajes por el antiguo imperio soviético, Hatherley se pregunta qué es lo que puede recuperarse de las ruinas del comunismo, si es que hay algo que pueda servir de base a nuestras ideas contemporáneas sobre la vida urbana.

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08
Memoriales
«Toda dictadura, sea de un hombre o de un partido, desemboca en las dos formas predilectas de la esquizofrenia: el monólogo y el mausoleo. México y Moscú están llenos de gente con mordaza y de monumentos a la Revolución».
OCTAVIO PAZ[226]
Monumentos sin barba
Poco tiempo después de que se nacionalizaran las tierras, se publicaran todos los tratados secretos y se produjeran otras maniobras más abiertamente controvertidas, el nuevo Gobierno comunista del antiguo Imperio ruso decretó una «llamada a la propaganda monumental». No se trataba de una acción propia de un Gobierno que confía en su longevidad. Lenin, en un acto bien conocido e impropio en él, se echó a bailar el día que la Comuna de Petrogrado de 1917 superó el par de meses aproximado que se permitió la Comuna de París de 1871; cada uno de los días posteriores se contaba como «la Comuna más uno», «la Comuna más dos», y así sucesivamente, hasta que se empezaron a suceder los días y los años. Es posible que la Comuna, con la participación estrecha de estetas como Gustave Courbet o Arthur Rimbaud, tuviera algunas ideas sobre la construcción de monumentos propios, pero es mucho más conocida por derribarlos. El caso más célebre es el de la columna Vendôme, derribada por tratarse de un monumento al imperialismo y el poder absoluto; un crimen que se atribuyó personalmente a Courbet. La idea de «propaganda monumental» fue un intento de dejar algo que fuera permanente de un modo ostensible, al menos más duradero que el temporal «arte callejero de la revolución», si bien a sabiendas de que una contrarrevolución retiraría los resultados tan pronto como fuera posible.
El enfoque adoptado fue quizá más prosaico que las ideas en sí: bustos y pequeñas estatuas de diferentes hombres con barba, por lo general, de yeso, debido a la escasez de materiales derivada de la guerra civil y el bloqueo internacional, aunque la elección fue ecléctica, lo cual no deja de llamar la atención: Marx y Engels, por supuesto, pero también Robespierre, el anarquista Mijaíl Bakunin, el poeta ucraniano Tarás Shevchenko, formaron parte de una lista que combinaba a casi todos los héroes revolucionarios, ya fueran políticos o poetas, siguieran o no la línea general del momento. En lo que respecta a la estética, la mayoría eran bastante tradicionales, aunque un busto cubofuturista de Bakunin también formaba parte del programa. Por supuesto, ninguno de ellos eran líderes vivos; no estaban Lenin ni Trotski ni, claro está, Stalin. La única superviviente escultórica de esta euforia inmediatamente posterior a la revolución no luce rostro humano alguno; se trata de una roca del Campo de Marte en San Petersburgo, que cuenta con una inscripción para conmemorar a los pocos que murieron durante la toma de poder.
«Memorial» y «monumento conmemorativo» suelen ser términos sinónimos que denotan objetos que pretenden hablar del pasado, ya sea con un tono de heroicidad o de congoja. En este sentido, pertenecen a la memoria. Sin embargo, si se recuerda dicho programa de 1918 para la propaganda monumental es por su propuesta más inverosímil, que, a diferencia del resto, no se pasó uno o dos años decorando una calle de Petrogrado o Moscú. Se trata del Monumento a la Tercera Internacional de Vladímir Tatlin. Ya nos hemos topado anteriormente con este proyecto que no llegó a erigirse, el más célebre del comunismo revolucionario. En sentido estricto, era más un edificio que una obra escultórica monumental, pero Tatlin lo cargó de tal manera de contenido simbólico que la intención fue que ejerciera de monumento y encarnación de la revolución con más veracidad que las diferentes figuras encallecidas de prohombres, esa nueva forma de idolatría socialista. La obra sería socialista en cuanto al contenido, pues albergaría la Internacional Comunista y su labor diaria de hacer que el mundo ardiera en llamas. Sería también socialista en la forma, al estar fracturada en símbolos que solo hicieran referencia al movimiento político al que iba dedicado, dado que los volúmenes giratorios de cristal del interior de la estructura de acero en espiral habían de encarnar de manera literal la revolución y la dialéctica. Tatlin sabía que todo aquello era imposible (lamentablemente, no había suficiente acero en Rusia para construirlo; en aquel momento, ni siquiera había el suficiente en Petrogrado para construir una maqueta de acero, de manera que fue ensamblado en madera antes de su exhibición en la Casa de los Sindicatos). En realidad, fue una declaración sobre el monumento conmemorativo y su forma arquitectónica. Es iconoclastia en su sentido original. Exige que en la nueva sociedad dejemos de crear estatuas de prohombres, pues hacerlo sería inadecuado en esa sociedad igualitaria que deseamos crear. Por el contrario, construiremos estructuras que serán a la vez abstractas y simbólicas, tecnologizadas y ensoñadoras, revolucionarias y juguetonas (como se señaló en su momento, la torre de Tatlin se asemejaba en gran medida a un tobogán en espiral). Condensarán una nueva clase de ciudad. Nada construido a partir de ese momento lograría acercarse lo más mínimo a la extravagancia espacial, el espectáculo revolucionario salvaje, de este monumento. Si se hubiera construido en el lugar concebido originalmente, sobre el río Nevá, en el centro de San Petersburgo, la ciudad entera habría tenido que reconcentrarse y transformarse a partir de él. No era un monumento estático ni una obra fija de arquitectura de albañilería recargada; por el contrario, rotaba, se movía, emitía llamadas a la revolución en toda Europa desde el mástil radiofónico situado en su cúspide. Mayakovski lo captó como nadie al llamarlo «el primer monumento sin barba».[227]
Que se construyeran miles y miles de monumentos con barba —y bigote— en los países socialistas es una pequeña señal del fracaso de aquellas esperanzas revolucionarias prematuras. Si no fuera por el rostro recién afeitado de Mao, estaríamos hablando de decenas de miles. Aun así, de todas las construcciones dejadas por los regímenes autodenominados comunistas, pocas son tan evidentes —o tan intrigantes— para el visitante extranjero, o tan eternamente controvertidas en los propios países, como los memoriales y monumentos conmemorativos que el comunismo se erigió a sí mismo. Se enfrentan con un destino difícil y ambiguo. En primer lugar, son contados los que han sobrevivido en su emplazamiento original dentro del antiguo bloque del Este, mientras en la antigua URSS también han reducido su número al mínimo. Lo que perdura es una extraña mezcolanza, que no siempre ha perdurado por las razones que cabría esperar. Los Stalin fueron los primeros en desaparecer durante la década de 1960, a excepción de unos cuantos que, lamentablemente, permanecen en Georgia, como veremos más adelante, en su ciudad natal de Gori. Los reaccionarios Partidos Comunistas de Rusia o Ucrania han erigido algún que otro nuevo Stalin; en 2010 se construyó uno en la ciudad industrial ucraniana de Zaporiyia. En todos los países que forman hoy parte de la Unión Europea han desaparecido los Lenin que en su día se encontraban por doquier, así como los diversos líderes comunistas locales antaño inmortalizados, desde el letón Pēteris Stučka al húngaro Béla Kun o el polaco Julian Marchlewski. Comunistas que fueron víctimas de Stalin fueron retirados junto con estalinistas leales como Klement Gottwald. De hecho, los comunistas han sobrevivido mejor en la antigua RDA, a consecuencia, en parte, de su anexión a un país occidental de tradición marxista, de manera que en Berlín (Este), Leipzig o Chemnitz (la antigua Karl-Marx-Stadt) los Marx y Engels son intocables. Contra toda lógica, algunos de los supervivientes más habituales de la propaganda monumental son los conjuntos más «estalinistas» en cuanto a la forma: los numerosos monumentos al Ejército Rojo que se dejaron en pie en ciudades liberadas tras 1945, muchos de los cuales siguen luciendo inscripciones del propio Stalin. Sobreviven en gran medida como parte de un acuerdo informal con Gorbachov al retirar al Ejército Rojo en 1990, en virtud del cual dichos conjuntos a gran escala, situados a menudo en fosas comunes, se mantendrían en señal de respeto a los más de veinte millones de ciudadanos soviéticos asesinados. Es más que justo, aunque su forma asombrosamente autoritaria, a menudo realista socialista, sea un recordatorio de por qué aquellas liberaciones no fueron bien recibidas por todos.
Los monumentos conmemorativos que sí han sobrevivido y que pueden visitarse —y que, en muchos casos, se encuentran en un estado nada ruinoso, además de recibir en no pocos casos ofrendas florales— son, por lo general, los de escala más despiadada y dominante, deliberadamente despóticos. Superhombres soldado enormes gesticulan y se lanzan a la embestida, madres altísimas blanden espadas enhiestas, escarpaduras de hormigón se vuelven zigurats y templos en cuyos corazones arden —o no arden, en muchos casos— llamas eternas. La escala, con sus enormes plazas, escalones y demás espacios ceremoniales, no favorece todas las cosas que una ciudad capitalista debería tener: movimiento, comercios, anuncios, fútfol, como lo llaman ellos. Como resultado, algunos de estos monumentos son inesperadamente apreciados. La historiadora búlgara Maria Todorova escribe: «Mientras que la evidencia monumental del periodo comunista mengua visiblemente, se hace más patente ahora, cuando su presencia no es obligatoria. Adquiere el estatus de los monumentos precomunistas, apreciados en el pasado». Aquellos monumentos prerrevolucionarios, como el Monumento a la Libertad de Riga, eran apreciados por ser un recordatorio de que algo que no fuera la dominación soviética era posible. ¿Hay, en cambio, algo que sugiera en los monumentos soviéticos —con sus músculos, barbas, armas y demás— que algo que no sea capitalismo es posible?
La revolución embalsamada:
tres mausoleos
Más que ofrecer espacios de posibilidad, los espacios rituales más vehementes del socialismo real están sellados como una tumba, literalmente. Es posible que brinden el mejor argumento arquitectónico a favor de la trillada teoría de que la URSS supuso un extraño giro industrial al despotismo oriental, bajo el cual los líderes de las revoluciones que habían de poner fin a toda jerarquía, todo culto al poder personal, recibían un trato propio de faraones. Lo habitual era lograr la magia mediante la tecnología avanzada. Lenin fue embalsamado, no momificado. Se creaba así un ritual que obligaba a la gente a hacer cola fuera del mausoleo para avanzar, a continuación, en fila india alrededor del cuerpo sagrado —colocado a propósito en un féretro poligon...

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