VII
Siguiendo esta línea de emancipación, la literatura del yo guardará de sus orígenes religiosos algo de su carácter ascético y místico, y seguirá siendo una escuela del dominio de sí, una ascesis profana para la reunificación del ser del hombre, disperso en los caprichos de las solicitudes mundanas. La apologética religiosa cede el lugar a una apologética personal que se esfuerza por justificar la existencia y el valor del yo. La aparición de las Confesiones de Rousseau, en 1782 y 1789, se sitúa en el contexto cronológico y espiritual de Lavater, Jung-Stilling y Moritz; las Confesiones llevan a cabo la naturalización del espacio de adentro paralela e independientemente de aquella que se cumple en Alemania. Pero la gloria europea de las Confesiones eclipsa el modesto ámbito de difusión de los escritos germánicos. Es Rousseau, con la autoridad de su genio, quien impone la literatura del yo al público internacional, ya apasionado por el autor del Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1755), de El contrato social (1762), de Julia o la Nueva Eloísa (1761) y del Emilio o De la educación (1762). Las marcas religiosas son todavía numerosas en Rousseau, a quien podemos relacionar con el pietismo europeo por intermedio de Fénelon y de los cenáculos vaudenses. El título de su autobiografía es significativo; Rousseau se confiesa a un Dios no confesional, pero se confiesa muy especialmente a la humanidad a quien le pide un juicio último y de quien espera un veredicto favorable sobre su vida y su obra. El interés psicológico no está exento de intención dogmática.
Podemos fechar en las Confesiones la consagración europea de la literatura del yo. Hasta allí, salvo algunas excepciones de calidad, los ensayos, la religión de los médicos, la masa de escritos íntimos, no constituían obras literarias. En la persona de Rousseau, un escritor de genio, ya reconocido como educador del pensamiento y de la inteligencia por un número inmenso de europeos, confía sus secretos a todos los amigos que posee en el mundo. Ese evento sin precedente tiene una fuerza que se acrecienta por el encanto musical del estilo, la magia de las imágenes, la riqueza de las ideas. De allí datan las letras de nobleza literaria de la autobiografía en la cultura de Occidente. Existe de allí en más un modelo que fija un contenido, algunos temas obligados, e impone un proyecto y un tono. Los temas podrán alejarse más o menos del prototipo, enriquecerlo o discutirlo, pero las divergencias tendrán un foco común; la obra que hace historia es aquella que suscita la imitación, el escarnio, el pastiche, la parodia.
El éxito comercial hará el resto. Las Confesiones abren un nuevo mercado; su lectura congrega a un público dispuesto a acoger libros del mismo orden y esa nueva demanda enardece tanto a los eventuales escritores como a los editores de ese género de textos. El yo, hasta ayer despreciable, deviene un objeto de consumo y de curiosidad general; según André Monglond había en Francia gente de edad que redactaba sus recuerdos pero sin osar divulgar aquello que corría el riesgo de aparecer como signo de chochera senil; “apenas aparecen las Confesiones, todo cambia; a los viejos que la leen, Rousseau les da enseguida la libertad de complacerse en las pequeñas naderías de su infancia y les comunica la audacia de contarlas”. Las Confesiones proponen a los diletantes un vocabulario y una sintaxis, una estilística y una retórica, ...