Manual de escritura para científicos sociales
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Manual de escritura para científicos sociales

Cómo empezar y terminar una tesis, un libro o un artículo

Howard Becker, Teresa Arijón

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Manual de escritura para científicos sociales

Cómo empezar y terminar una tesis, un libro o un artículo

Howard Becker, Teresa Arijón

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Muchos fantasmas agobian a quienes deben escribir textos académicos o no académicos: entre los más recurrentes, el ideal de la escritura perfecta o la convicción de que un texto bien concebido se escribe "de un tirón" y es reflejo fiel de la claridad de ideas y del talento natural… En esta versión actualizada y ampliada del Manual de escritura para científicos sociales, Howard Becker, cuyas obras de metodología son un clásico desde hace décadas, apela a su experiencia como sociólogo, como docente en seminarios de escritura y como editor, a fin de desmontar una a una esas fantasías que no hacen sino entorpecer y dilatar la producción de textos.Su mensaje es claro: para aprender a escribir, nada mejor que respirar hondo… y empezar a hacer borradores o listas de ideas; luego, revisar, seleccionar, organizar, redactar, corregir y repetir el procedimiento hasta dar con una formulación aceptable. Con ingenio y sentido del humor, Becker describe aspectos específicos de esa práctica: el palabrerío que sugiere profundidades conceptuales inexistentes, las metáforas incomprensibles, la preferencia por construcciones "elegantes" pero poco precisas. Todos estos mecanismos, sostiene, no son apenas veleidades personales, sino parte de la estructura social, sumamente competitiva, en la que se inserta la escritura académica. En esta nueva edición, Becker pone el foco también en los diferentes circuitos de producción y circulación, desde los artículos en revistas especializadas, que imponen formatos rígidamente estandarizados a los textos, hasta la posibilidad de publicar en editoriales para públicos más amplios o recurrir a la autogestión.Manual y ensayo sociológico a la vez, este libro propone modificar los hábitos de trabajo y empezar a escribir sin preocuparse por el estatus, la aprobación de los pares o la bibliografía. Sensible y minucioso lector de textos propios y ajenos, muy atento a los cambios que la tecnología ha introducido en la labor intelectual, Becker muestra, a través de casos ilustrativos, la trastienda del angustiante mito de la página en blanco, y ofrece recursos retóricos y prácticos para conjurar esos temores.

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1. Rudimentos de escritura para estudiantes de posgrado
En el transcurso de mi carrera profesional, varias veces he dictado seminarios de escritura para estudiantes de posgrado (y otros). Eso requirió una buena dosis de audacia. Después de todo, cuando enseñamos un tema se supone que sabemos algo al respecto. Haber escrito profesionalmente como sociólogo durante muchos años me confiere ese conocimiento. Además, varios maestros y colegas no solo han criticado mi prosa sino que me han dado innumerables lecciones para mejorarla. Por otra parte, “todo el mundo sabía” que los sociólogos escribían muy mal; tanto es así que cuando un crítico o un aficionado literario quería hacer un chiste sobre el “arte de escribir mal” le bastaba con mencionar la palabra “sociología”, así como los comediantes de otros tiempos provocaban las risas del público con solo decir “Peoria” o “Cucamonga”[1] (véanse, por ejemplo, el ataque de Cowley, 1956, y la respuesta de Merton, 1972). Pero la experiencia y las lecciones no me han puesto a salvo de cometer los errores que todavía comparto con aquellos colegas.
Sin embargo, impulsado por los constantes relatos de los problemas crónicos que los estudiantes y mis colegas en el campo sociólogo tenían con la escritura, en algún momento de los años setenta afronté el desafío. Anuncié el curso en la cartelera. El número de asistentes a la primera clase me sorprendió. No solo se anotaron diez o doce estudiantes de posgrado, sino también un par de investigadores de posdoctorado e incluso algunos de mis colegas docentes más jóvenes, patrón de matrícula que se repitió en años posteriores. Sus preocupaciones y sus problemas con la escritura superaban el temor de quedar en ridículo por tener que volver a las aulas.
Mi audacia fue más allá de dictar un curso cuyo tema no dominaba. Ni siquiera me preparé para la clase, porque (al ser sociólogo, no profesor de composición ni de retórica) no tenía la menor idea de cómo dictarla. De modo que, ese primer día, entré al salón sin saber qué haría. Después de unas pocas y balbucientes observaciones preliminares, tuve una revelación. Hacía ya varios años que venía leyendo las “Entrevistas con escritores” que publicaba The Paris Review, y siempre había sentido un interés levemente obsceno en aquello que los autores entrevistados revelaban sin pudor acerca de sus hábitos de escritura. De modo que me dirigí a una exestudiante de posgrado y vieja amiga, que estaba sentada a mi izquierda, y le dije: “Louise, ¿cómo escribes?”. Le expliqué que no estaba interesado en ninguna observación ad hoc sobre su preparación académica sino, por el contrario, en los detalles materiales, concretos: si escribía a máquina o a mano (aún no existían las computadoras personales), si utilizaba alguna clase especial de papel o trabajaba a alguna hora del día en particular. No sabía cuál sería su respuesta.
La corazonada dio resultado. Casi sin darse cuenta, Louise relató en detalle una compleja rutina que debía cumplir paso a paso. Aunque su relato no le causaba la mínima vergüenza, algunos de los presentes se mostraron un tanto incómodos mientras ella explicaba que solo podía escribir en páginas amarillas de tamaño oficio, con renglones, y utilizando una pluma estilográfica verde; que primero debía limpiar toda la casa (esta resultó ser una actividad preliminar común a casi todas las mujeres pero no a los hombres, quienes en cambio tenían mayor propensión a sacarles punta a veinte lápices); que solo podía escribir entre tal y cual hora, etc.
Supe que había dado en el clavo y proseguí con la siguiente víctima, quien, con un poco más de renuencia, describió sus hábitos igual de peculiares. El tercero dijo que lo lamentaba, pero que prefería no responder. No se lo permití. Resultó que tenía un buen motivo para no querer contestar. Todos lo tenían; para entonces ya habían advertido que lo que sus compañeros relataban era algo sumamente vergonzoso, algo que nadie querría compartir con otras veinte personas. Pero me mostré implacable: hice que todos contaran todo y no di el brazo a torcer.
El ejercicio produjo mucha tensión pero también muchas bromas, un enorme interés y, en última instancia, una sorprendente distensión. Señalé que todos se sentían aliviados, y que lógicamente debían estarlo porque, si bien sus peores miedos eran una locura –y doy fe de que lo eran–, los miedos ajenos no les iban en zaga. Era un malestar común a todos. Así como algunas personas se sienten aliviadas al descubrir que los aterradores síntomas físicos que han estado ocultando son “algo que les ocurre a muchos”, saber que otros tenían hábitos de escritura extravagantes debía ser (y, evidentemente, era) bueno.
Proseguí con mi interpretación. Desde cierto punto de vista, mis discípulos estaban describiendo síntomas neuróticos. Sin embargo, desde una perspectiva sociológica esos síntomas eran rituales mágicos. Según el antropólogo Bronislaw Malinowski (1948: 25-36), las personas realizan esa clase de rituales para influir sobre el resultado de algún proceso que no creen poder controlar racionalmente. Describió así el fenómeno, tras observarlo entre los isleños de Trobriand:
Para la construcción de canoas, el conocimiento empírico del material, de la tecnología y de ciertos principios de estabilidad e hidrodinámica funciona conjunta y estrechamente asociado con la magia, sin que ninguno de estos dos ámbitos se deje contaminar por el otro.
Por ejemplo, [los isleños] comprenden perfectamente bien que cuanto más ancha sea la apertura de la escora, mayor será la estabilidad y menor la resistencia al esfuerzo. Pueden explicar con precisión por qué deben darle un ancho tradicional a esa apertura, medido en fracciones de la longitud total de la canoa. También pueden explicar, en términos rudimentarios pero claramente mecánicos, qué deben hacer si se levanta un temporal, por qué la escora debe estar siempre del lado del tiempo, por qué cierto tipo de canoa funciona y otro no. De hecho, poseen un sistema completo de principios de navegación, con una terminología compleja y rica, transmitido por tradición y obedecido con tanta racionalidad y coherencia como los marineros modernos obedecen la ciencia moderna.
Pero más allá de todo conocimiento sistemático y metódicamente aplicado, [los isleños] todavía están a merced de mareas poderosas e incalculables, de ventarrones súbitos durante la estación de los monzones, y de arrecifes desconocidos. Y es entonces cuando aparece la magia, realizada por primera vez durante la construcción de la canoa, repetida al comienzo y durante el transcurso de las expediciones, y convocada nuevamente en momentos de verdadero peligro (1948: 30-31).
Al igual que los marineros de Trobriand, los sociólogos que no podían encarar de modo racional los peligros de la escritura utilizaban encantamientos mágicos para contrarrestar la angustia, sin afectar realmente el resultado.
De modo que les pregunté a mis alumnos: “¿Qué es lo que tienen tanto miedo de no poder controlar racionalmente para verse obligados a utilizar todos estos hechizos y rituales mágicos?”. No soy freudiano, pero estaba convencido de que se resistirían a responder la pregunta. No se resistieron. Por el contrario, contestaron sin prejuicios y exhaustivamente. Para resumir el prolongado debate que siguió a mi pregunta, temían dos cosas. Tenían miedo de no poder organizar sus pensamientos, de que escribir fuera un gigantesco y confuso caos que los llevara a la locura. Y hablaron sentidamente de un segundo resquemor: temían escribir algo que estuviera “mal” y que los otros (sin especificar quiénes) se rieran de ellos. Esa parecía la justificación principal del ritual. Otra persona, que también escribía sobre papel amarillo de tamaño carta, siempre comenzaba en la segunda página. Le pregunté por qué. “Bueno –respondió–, porque si alguien aparece de repente, siempre puedo cubrir lo que he escrito con la página en blanco para que el otro no lo vea” (de haber estado escribiendo en una computadora, habría podido obtener el mismo resultado cambiando de pantalla).
Muchos de los rituales garantizaban que lo escrito no pudiera tomarse por un producto “terminado”, de modo que nadie pudiera reírse del resultado. Era un pretexto muy arraigado. Creo que, precisamente por eso, incluso los escritores que pueden escribir sin dificultad en la computadora todavía emplean, a veces, métodos que implican una enorme pérdida de tiempo (entre ellos, el recurso al manuscrito). Se da por sentado que cualquier cosa escrita a mano no está terminada, y por lo tanto no es pasible de ser criticada como si efectivamente lo estuviera. Sin embargo, la mejor manera de impedir que el prójimo considere nuestra escritura como una expresión seria y confiable de nuestras capacidades es no escribir absolutamente cosa alguna. Es imposible leer lo que jamás se ha trazado en una forma accesible a la vista.
Algo importante había ocurrido en esa clase. Como les advertí aquel primer día, todos los estudiantes habían dicho algo que en cierto modo los avergonzaba y nadie se había muerto por eso. (Lo ocurrido se parecía mucho a lo que podría haber ocurrido en ciertos tipos de terapia grupal basados en que las personas desnudaran su psique o su cuerpo en público y descubrieran que la desnudez no mata). Me sorprendió que los integrantes de la clase –muchos de los cuales se conocían bastante bien– no tuvieran siquiera un atisbo sobre los hábitos de trabajo de sus compañeros y, de hecho, jamás hubieran visto sus escritos. Y decidí hacer algo al respecto.
En un principio les había anunciado a los futuros integrantes de la clase que, antes que en la escritura, pensaba concentrarme en la edición y la reescritura. Por lo tanto, establecí que, para ser admitidos en la clase, debían presentar un artículo ya escrito sobre el cual practicarían técnicas de reescritura. Pero antes de arremeter con los mencionados artículos, decidí mostrarles qué significaba reescribir y editar. Una colega me prestó el segundo borrador de un texto que estaba redactando. Distribuí su apartado sobre “Métodos”, de tres o cuatro páginas, al comienzo de la segunda clase, y dedicamos tres horas a reescribirlo.
Dado que los sociólogos tienen la mala costumbre de emplear veinte palabras allí donde bastaría emplear dos, pasamos la mayor parte de la tarde eliminando las palabras que estaban de más. Para orientarlos, recurrí a un truco que solía utilizar en mis clases particulares. Apoyaba la punta del lápiz sobre una palabra o una oración y preguntaba: “¿Es necesario que esto esté aquí? En caso de que no, voy a eliminarlo”. Insistí en que, al hacer un cambio, bajo ningún concepto debíamos perder los matices –por levísimos que fueran– del pensamiento del autor. (Tenía en mente las reglas que siguió C. Wright Mills en su magistral “traducción” de fragmentos de Talcott Parsons; me refiero a Mills, 1959: 27-31). Cuando nadie defendía la palabra o la frase, yo las eliminaba. Cambié las construcciones pasivas por construcciones activas, combiné oraciones, dividí oraciones largas… En fin, hice todas las cosas que esos estudiantes bien podrían haber aprendido a hacer en primer año de composición. Al cabo de tres horas, habíamos reducido las cuatro páginas a tres cuartos de página sin perder matices ni tampoco ningún detalle esencial.
Trabajamos sobre una sola oración larga –que abarcaba las posibles implicaciones de lo expresado hasta el momento– durante un buen rato; eliminamos palabras y frases hasta que el artículo quedó reducido a una cuarta parte de su extensión original. Por último, sugerí (con malicia; pero mis alumnos no estaban seguros de que así fuera) que elimináramos toda la oración y la remplazáramos por un parco y escueto “¿Y qué?”. Por fin, alguien se atrevió a romper el perplejo silencio. “Usted podría arreglárselas así, pero nosotros no”. Entonces hablamos del tono y llegamos a la conclusión de que yo tampoco podría “arreglármelas así”, a menos que hubiera preparado adecuadamente al lector para ese tipo de tono y que el tono fuera, además, apropiado para la ocasión.
Los estudiantes sintieron mucha lástima por mi colega, que generosamente había donado las páginas que sometimos a intervención quirúrgica. Pensaban que la habíamos humillado, y que era una suerte que no estuviera presente pues de lo contrario podría haberse muerto de vergüenza. Esa clase de empatía era una clara expresión de sus sentimientos no profesionales; no se daban cuenta de que quienes escriben de manera profesional –y además escriben mucho– siempre reescriben sus textos… tal como nosotros acabábamos de hacer. Yo quería que creyeran que esa práctica era habitual y que debían estar preparados para reescribir muchísimo, de modo que les dije (con absoluta sinceridad) que por lo general reescribo mis manuscritos entre ocho y diez veces antes de que sean publicados (pero no antes de dárselos a leer a mis amigos). Dado que, como explicaré más adelante, mis discípulos pensaban que a los “buenos escritores” (es decir, a sus profesores) las cosas les salían bien en el primer intento, mi confesión los dejó atónitos.
El ejercicio tuvo varios resultados. Los estudiantes quedaron exhaustos; jamás habían dedicado tanto tiempo ni tanta atención a un texto escrito, jamás habían imaginado que alguien pudiera ocupar tantas horas con esa tarea. Habían visto y experimentado una cantidad de artificios comunes de edición. El trofeo llegó a mis manos al final de la tarde cuando, exhausto, un estudiante –ese estudiante maravilloso que dice lo que todos están pensando pero saben que no les conviene decir– comentó: “Pero, Howie, si dice las cosas de esa manera, da la impresión de que cualquiera podría decir lo que usted dice”. Por supuesto que sí.
Hablamos sobre eso. ¿Lo que yo había dicho era sociológico per se, o lo sociológico era mi manera de decirlo? Téngase en cuenta que no habíamos reemplazado ningún término técnico sociológico. El problema no era ese (casi nunca lo es). Habíamos reemplazado las redundancias, la “escritura caprichosa”, las frases pomposas (entre otras mi bête noire personal, “la manera en que”, usualmente fácil de sustituir por un sencillo “como” sin perder otra cosa que la pretenciosidad)… en fin, todo lo que pudiera simplificarse sin perjudicar las ideas. Llegamos a la conclusión de que los autores intentaban dar sustancia y peso a lo que escribían sonando académicos, incluso a expensas de lo que en realidad querían decir.
Descubrimos varias otras cosas en aquella tarde interminable. Algunas de esas expresiones largas y redundantes eran irreemplazables porque no ocupaban el lugar de ningún sentido subyacente. Eran marcadores de posición: indicaban el lugar donde el autor tendría que haber dicho algo más sencillo, aunque en su momento no había tenido nada más sencillo que decir. Sin embargo, esos huecos debían ser llenados porque, de lo contrario, el autor se quedaba con una oración a medias. Los escritores no utilizaban al azar aquellas frases y oraciones carentes de sentido, ni tampoco por sus malos hábitos de escritura. Algunas situaciones evocaban marcadores de posición sin sentido.
Los escritores suelen usar esas expresiones sin sentido para encubrir dos clases de problemas, que reflejan serios dilemas de la teoría sociológica. Un problema está relacionado con lo que usualmente llamamos “agentividad”: ¿quién lo hizo? ¿Quién hizo las cosas que, según alega el texto, se hicieron? Los sociólogos a menudo prefieren los enunciados que dejan en una nebulosa la respuesta a esa pregunta, principalmente porque muchas de sus teorías no informan quién está haciendo qué. En muchas teorías sociológicas, las cosas simplemente ocurren sin que nadie las haga. Es difícil encontrar un sujeto para la oración cuando están en marcha “fuerzas sociales más grandes” o “procesos sociales inexorables”. Evitar decir quién hizo algo produce dos fallas características de la escritura sociológica: el uso habitual de construcciones pasivas y de sustantivos abstractos.
Si decimos, por ejemplo, que “los desviados fueron etiquetados como tales”, no tenemos necesidad de decir quién los calificó. Eso es un error teórico, no solo producto de la mala escritura. Uno de los hitos de la teoría del etiquetado de la desviación (Becker, 2018 [1963]) es, precisamente, que alguien etiqueta a la persona desviada; alguien con el poder de hacerlo y con buenos motivos para querer hacerlo. Si dejamos afuera a estos actores, malinterpretamos la teoría, tanto en la letra como en su espíritu. Sin embargo, es un postulado común. Los sociólogos cometen errores teóricos similares cuando dicen que la sociedad hace esto o aquello, o que la cultura obliga a hacer cosas a la gente… y los sociólogos escriben así todo el tiempo.
La incapacidad o la falta de voluntad de los sociólogos para formular postulados causales conduce a escribir mal. El Ensayo sobre el entendimiento humano, de David Hume, nos pone nerviosos a todos a la hora de demostrar conexiones causales. Y si bien pocos sociólogos son tan escépticos como Hume, la mayoría entiende que, a pesar de los esfuerzos de John Stuart Mill, el Círculo de Viena y todo el resto, corren graves riesgos académicos cuando alegan que “A causa B”. Los sociólogos tienen innumerables maneras de describir la covariación de los elementos, en su mayoría expresiones vacuas que insinúan aquello que nos gustaría (pero no nos atrevemos a) decir. Como tememos decir que A causa B, decimos: “Tienen tendencia a covariar” o “Parecen estar asociados”.
Los motivos para hacerlo nos conducen, una vez más, a los rituales de la escritura. Escribimos así porque tememos que, si escribimos de otra manera, otros nos pesquen cometiendo errores obvios y se rían de nosotros. Es mejor decir algo inocuo pero seguro que algo audaz que tal vez no podríamos defender de las críticas. No sería objetable decir “A varía con B” si eso fuera lo que realmente queremos decir; y es por cierto razonable afirmar “Creo que A causa B y mi información me respalda al mostrar que covarían”. Pero muchas personas utilizan esas expresiones para insinuar aseveraciones más fuertes, que no tienen la valentía de hacer. Quieren descubrir causas, porque las causas son interesantes en el plano científico, pero no quieren la responsabilidad filosófica que eso conlleva.
Todos los profesores de composición en lengua inglesa y todos los manuales de escritura critican el uso de las construcciones pasivas y los sustantivos abstractos, así como la mayoría de las otras faltas que mencioné. Yo no inventé esos estándares. De hecho, los aprendí tomando clases de composición. Si bien los estándares son independientes de cualquier escuela de pensamiento en particular, creo que mi preferencia por la claridad y el estilo directo también arraiga en la tradición interaccionista simbólica de la sociología. Un colega brasileño, el antropólogo Gilberto Velho, solía insistir en que estos son estándares etnocéntricos notablemente favorecidos por la tradición...

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