Joan Fuster: escritos de crítica cultural
eBook - ePub

Joan Fuster: escritos de crítica cultural

  1. 396 pages
  2. English
  3. ePUB (mobile friendly)
  4. Available on iOS & Android
eBook - ePub

Joan Fuster: escritos de crítica cultural

About this book

Joan Fuster (Sueca, 1922-1992) ejerció la crítica cultural de manera continuada a lo largo de su intensa trayectoria literaria, y en ella desplegó su gran sagacidad y su pensamiento "hipercrítico" –en palabras de J. M. Castellet– para opinar y reflexionar sobre cuestiones relacionadas con la literatura, las artes plásticas, la música, la filosofía, la historia... Este volumen recoge una selección representativa de estos escritos de "estética cultural" –en los que destacan su prosa incisiva, su perspicacia para observar la realidad y su amplio bagaje cultural–, que hasta ahora se encontraban dispersos en revistas o periódicos publicados entre la segunda parte de la década de 1940 y la primera de 1980, etapas clave en el panorama cultural contemporáneo, tanto en España como en el resto del mundo occidental. En este sentido, la presente antología es una auténtica operación de rescate intelectual hecha a partir de los fondos documentales, hemerográficos y bibliográficos del escritor.

Frequently asked questions

Yes, you can cancel anytime from the Subscription tab in your account settings on the Perlego website. Your subscription will stay active until the end of your current billing period. Learn how to cancel your subscription.
At the moment all of our mobile-responsive ePub books are available to download via the app. Most of our PDFs are also available to download and we're working on making the final remaining ones downloadable now. Learn more here.
Perlego offers two plans: Essential and Complete
  • Essential is ideal for learners and professionals who enjoy exploring a wide range of subjects. Access the Essential Library with 800,000+ trusted titles and best-sellers across business, personal growth, and the humanities. Includes unlimited reading time and Standard Read Aloud voice.
  • Complete: Perfect for advanced learners and researchers needing full, unrestricted access. Unlock 1.4M+ books across hundreds of subjects, including academic and specialized titles. The Complete Plan also includes advanced features like Premium Read Aloud and Research Assistant.
Both plans are available with monthly, semester, or annual billing cycles.
We are an online textbook subscription service, where you can get access to an entire online library for less than the price of a single book per month. With over 1 million books across 1000+ topics, we’ve got you covered! Learn more here.
Look out for the read-aloud symbol on your next book to see if you can listen to it. The read-aloud tool reads text aloud for you, highlighting the text as it is being read. You can pause it, speed it up and slow it down. Learn more here.
Yes! You can use the Perlego app on both iOS or Android devices to read anytime, anywhere — even offline. Perfect for commutes or when you’re on the go.
Please note we cannot support devices running on iOS 13 and Android 7 or earlier. Learn more about using the app.
Yes, you can access Joan Fuster: escritos de crítica cultural by Joan Fuster, Francisco Pérez Moragón, Salvador Ortells in PDF and/or ePUB format, as well as other popular books in Politics & International Relations & Cultural Policy. We have over one million books available in our catalogue for you to explore.
JOAN FUSTER:
ESCRITOS DE CRÍTICA CULTURAL
1.
La «cultura de masas»:
una aproximación conceptual
de Joan Fuster
Memoria del proyecto de libro Técnica, cultura y masa [1959]
El trabajo que me propongo realizar, y para el cual solicito una pensión beca de estudios en el extranjero a la Fundación March, será un largo ensayo sobre el tema que provisionalmente podría enunciarse así: «Técnica, cultura y masa». No sería este, sin embargo, el título que yo le pondría al libro una vez escrito: tal vez diese la impresión de presentar un estudio sociológico más bien que un ensayo propiamente dicho. En realidad, lo que yo deseo y puedo escribir sobre tales cuestiones viene después del estudio sociológico, lo presupone como dato, y a los análisis y a las constataciones de los especialistas en esta materia me he de referir como punto de partida insoslayable. Creo que al margen de lo estrictamente sociológico existe una posibilidad de especulación, en un terreno más o menos definido donde cabe tenerse en cuenta el problema de la valoración moral, cultural y social –social «tout court»– de los fenómenos de que se trata, y creo, además, que esa posibilidad admite su versión literaria en el ensayo. No hará falta que, ahora y aquí, haga yo recensión de estas pretensiones temáticas del ensayismo contemporáneo. Aparte de que en la obra aparentemente solo científica de muchos sociólogos hay, camuflada, una buena dosis de ensayismo, bastaría dar una ojeada a la bibliografía de muchos escritores contemporáneos para comprobar hasta qué punto el ensayo, como género literario, se orienta en tal sentido. Temas afines al que yo me he acotado se encuentran en textos básicos de Sartre y de Huxley, de Gabriel Marcel y de Ortega, de Malraux, de Silone, de Russell, de tantos otros, filósofos o simples literatos y no sociólogos. Digo esto con la intención de que quede bien claro el límite de mi propósito y, en consecuencia, su concreta filiación como trabajo literario.
Quizá, en último término, el tema aludido no es sino una derivación especial del gran tema de la técnica, que tan hondamente ha interesado al intelectual de nuestro tiempo. Y al menos como situación del problema, como «composición de lugar» previa, será imprescindible detallar con cierto escrúpulo las líneas generales de este fabuloso acontecimiento del mundo actual. Importará, para empezar, exponer algunas particularidades del alcance de la técnica en la sociedad en que vivimos, y sobre todo la previsible proyección que sus tendencias tendrán en el futuro. Con el bien entendido, claro está, de que la técnica a que he de referirme es, por decirlo así, maquinista: la técnica industrial e industrializada, en sus repercusiones inmediatas sobre la vida del hombre civilizado de nuestros días. Esta vida, como la misma experiencia cotidiana nos hace ver, no solo se halla mediatizada por la técnica, cosa ya de por sí sin precedentes en la historia, sino que su mediatización, cada vez más absorbente, revoluciona todas las seguridades morales básicas en que se apoya la tradición occidental. Tras el cigarrillo que fumamos, la aspirina que nos atenúa un dolor o la camiseta que nos ponemos, existe una impresionante cadena de complicidades científicas y económicas en las que apenas nos fijamos, y que adivinamos aún más intricadas detrás de un televisor, de un viaje aéreo o un aparato electrónico. Podrá pensarse que entre el estado de cosas de hoy y el que conoció el hombre de la antigua Atenas o de la Europa del Renacimiento, solo hay, por lo que hace a tal punto, una diferencia de grado: un aumento de complicaciones, sencillamente, porque incluso en las civilizaciones más rudimentarias la «técnica» juega su papel. Sin embargo, esa diferencia cuantitativa acaba por serlo también cualitativa, en tanto que las formas de vida cambian esencialmente por su causa. Aunque solo fuera por la índole específicamente «industrial» de la técnica contemporánea.
Pero hay algo más que eso. En la cuenta de la técnica moderna cabe apuntar, en efecto, una serie de descubrimientos y de posibles realizaciones que tergiversan ya directamente los esquemas axiológicos de nuestra cultura. Es el caso de algunos fármacos amenazadores, de que se habla con insistencia. El suero de la verdad nos impondría una abdicación de libertades íntimas que hasta ahora creíamos inviolables; unas drogas podrían curarnos de las angustias que consideramos nuestro destino personal; un combinado de hormonas haría que un tonto se convirtiese en genio o un malvado en santo, con lo que el mérito intelectual y el mérito moral se desvanecerían por completo… Ya sé que tales riesgos solo se presentan, de momento, en una perspectiva hipotética. Pero tal perspectiva no es injustificada: está ahí y exige que la aceptemos. Visiones como la de Orwell en 1989 o la de Huxley en Un mundo feliz no son sino exageraciones o caricaturas, pero exageraciones y caricaturas de «algo» que existe ya, en potencia al menos. En otro plano menos dramático, chismes en apariencia inocentes no dejan de tener sus consecuencias peligrosas para las clásicas concepciones éticas de nuestra sociedad. La baratura de los coches, la difusión de las vespas, por ejemplo, ¿no están alterando radicalmente nuestras costumbres sexuales, al introducir en ellas una forma de «celestinaje» fácil y deportiva? Recuerdo el mono de un chiste, en el cual se representaba a una señora casada en brazos de su amante y hablando cariñosamente por teléfono con su marido: el pie del grabado era, naturalmente, una frase sarcástica a propósito de las ventajas del invento de Bell. Creo sinceramente que estas últimas observaciones, irrisorias en su superficie, tienen mucha miga. El conjunto, pues, no está exento de escollos inquietantes, si se le mira con la óptica tradicional.
No entraría en mi pretensión hacer el proceso de la técnica, a la manera en que lo han hecho tantos «espectadores» intelectuales de nuestra época. Sostengo que el aspaviento y el temor ante la inminencia de un mundo tecnificado es un rasgo deprimente y deprimido de los viejos y nobles reductos de las ideologías en ruinas. La técnica es irreversible: cualquiera de sus conquistas, nos parezca positiva o negativa, queda añadida a nuestro horizonte vital ya para siempre, y se la ha de tener en cuenta para seguir viviendo. Solo una catástrofe absoluta, provocable con los medios destructores de la misma técnica, nos libraría de ella; pero esto equivaldría a volver al tiempo de las cavernas. Ni cabe pensar tampoco que la técnica –esto es, la ciencia que la sustenta– se detenga. La técnica ha cambiado las condiciones objetivas de nuestra vida. Lo que no ha cambiado simultáneamente son nuestras concepciones del mundo. Desde que la palabra «progreso» se coló en nuestro léxico habitual, se ha venido hablando de «progreso material» y «progreso moral» como una doble vía siempre desfasada. Todas las lamentaciones acerca de «la decadencia de Occidente», acerca de «la rebelión de las masas», acerca del «hombre contra lo humano», tienen su arranque en estas cuestiones. El mundo tecnificado que se arrastra nos parece deplorable porque atenta contra el patrimonio ético acumulado durante siglos y siglos por los pensadores de Occidente. Uno puede preguntarse con justificada inquietud qué interés podrán tener para un lector de dentro de dos o trescientos años, si las cosas siguen el curso que llevan, las obras del Petrarca, de Shakespeare, de Hegel, de Dostoievski, de Paul Valéry, de Kafka. El apólogo de Un mundo feliz de Huxley acude a sugerirnos una respuesta, una temible respuesta. Sea como sea, nada de esto habría de significar una renuncia a nuestro mundo de valores como ante una fatalidad. La capacidad de invención del hombre, ¿tendría que ser precisamente mayor en el campo de la técnica –de la ciencia– que en el de la ética?
Pero mi ensayo, tras este planteamiento introductorio, se ceñirá a un punto más concreto: las repercusiones que los avances técnicos tienen en el campo de la cultura stricto sensu. Determinadas creaciones de la técnica actual afectan de manera especial a la práctica de la difusión de la cultura, inician unas posibilidades de acción intelectual nuevas o desplazan formas de una y de otras que estimábamos esenciales e insuperables. La imprenta y la radio, la televisión y el cine, el pic-up o el fotograbado a colores, y tantas y tantas cosas más, vienen a desconcertar el statu quo secular de nuestros hábitos culturales. Lo de la imprenta viene de lejos, y puede parecer que se trata de una innovación revolucionaria ya reabsorbida y asimilada por la sociedad culta de Occidente. Tal vez sea así, pero no hay que descartar que otros progresos de la tipografía vuelvan a poner sobre el tapete el problema de la imprenta en términos parejos a los que ahora ofrecen los restantes inventos aludidos. De todos modos, el caso de la imprenta ya es aleccionador, por lo que revela acerca de la envergadura de las consecuencias que pueden tener, mutatis mutandis, los demás recursos técnicos. Convendrá detenerse un poco, por tanto, en la reflexión de este aspecto. Lo que la imprenta ha significado en la evolución cultural del Occidente es algo que casi nunca se tiene en cuenta a la hora de redactar las historias literarias, y resulta evidente que su efecto ha sido determinante en la concreción de ciertos fenómenos literarios. Su influencia sobre la concepción misma de la literatura y de su misión ha sido inmensa; su influencia en la promoción de públicos nuevos para la lectura, mucho mayor aún. Si durante los siglos XVIII y XIX se aprecia una progresiva democratización de la cultura, los recursos de la imprenta no son ajenos a ello. Víctor Hugo o Dostoievski no tenían ante sí la misma «clientela» que el abate Prévost, ni este que Cervantes; no tuvieron los mismos lectores Renan y Nietzsche que Voltaire, ni Voltaire que Erasmo. La imprenta, con sus progresos, dilataba el ámbito de público virtual del escritor. Y no digamos ya el salto que la imprenta significa respecto de la situación anterior a Gutenberg. La cultura, patrimonio clerical y cortesano durante la Edad Media –y generalizo, claro está–, se extiende a la burguesía a partir del Renacimiento: el Ochocientos presenta ya la oportunidad de una «cultura popular», de divulgación y de folletín, así, pero con fecundas posibilidades de crecimiento.
Para indicar una sola de las cuestiones que el desarrollo del tema me obligará a analizar, recordaré aquí que la imprenta, pese a todo su poder rectificador de la producción y la distribución de la cultura, todavía mantiene a esta dentro de la vereda tradicional, mientras que la radio, el cine, la televisión, incluso algunas facilidades tipográficas particulares, la desvían de ella. Muchos son los síntomas que nuestra sociedad ofrece de la crisis de lo que cabría llamar cultura libresca. Hasta ahora, la escritura –y la lectura– constituían el fundamento de nuestra vida cultural, el vehículo tradicional de trasmisión de la cultura. En cambio, la mayoría de los dispositivos técnicos que surgen cada día, en cuanto su uso afecta a este aspecto, desplazan el primado de la letra: la imagen o la palabra «dicha» la sustituyen. La gente prefiere asimilar o gozar de las creaciones culturales «viendo» y «oyendo», más que «leyendo», si puedo hacer tales distinciones. Naturalmente, no es de prever un regreso a la analfabetización global de la sociedad –cuando asistimos, más bien, al máximo esfuerzo por «alfabetizar» a las multitudes a través de la instrucción primaria obligatoria–: sin embargo, resulta indiscutible que la lectura perderá su hegemonía, sobre todo lo que pudiéramos calificar de «literatura», la lectura desinteresada que el lector asume como un placer. Las revistas con más grabados que texto, los «cómics», las novelitas gráficas, y desde luego el cine y la televisión, y la «literatura» radiofónica, se imponen materialmente al hombre urbanizado de nuestro tiempo. No importa que estas formas de expresión sean, desde el punto de vista cultural, mediocres o estúpidas en su contenido. Lo que pesa y cuenta es el fenómeno total que ellas comportan.
Al lado de esta faceta, tal vez reprochable, deberíase destacar la contrapartida positiva. Muchos de los artefactos que suscitan las consideraciones anteriores son, incontestablemente, unos instrumentos de difusión cultural de extraordinaria potencia. Prensas, cine, radio, televisión, pic-up, en tanto que eso, en tanto que medios de difusión, ¿qué han de ser, sino beneficiosos? Nunca como hoy las obras maestras de cualquier literatura estuvieron tan a la mano del bolsillo más modesto. El cine puede proporcionarnos, a precios potables, espectáculos antes inasequibles a la mayoría o imposibles para todos: Shakespeare, en una versión cinematográfica de Lawrence Olivier o de Orson Welles, ha tenido más espectadores en un solo año que los tuvo en tres siglos y medio sobre las tablas de los escenarios. Los conciertos no eran antaño sino patrimonio de unos pocos: hoy podemos oír las mejores piezas de Vivaldi o de Schoenberg, de Corelli o de Stravinsky, las más severas interpretaciones de Casals o de Oistrakh, sin salir de casa, por la radio o con un tocadiscos. Algunas editoras de arte han llegado a tal extremo de perfección en sus reproducciones de cuadros, que algunos libros-álbum nos eximen de visitar museos distantes. Como es lógico, el disfrute de estas oportunidades no está en todos los casos al mismo nivel, ni todas las sociedades ofrecen a sus individuos la misma opción a acceder a ellas. Pero esto no altera nada de esencial, puesto que lo importante es que la técnica ponga todo eso a nuestra disposición y que potencialmente se dirija a todos. Esto último merece ser subrayado. Porque, como todo lo que produce la técnica moderna, también aquellos medios de difusión cultural, en sí o en sus productos, son objeto de una explotación industrial. Y explotación industrial implica fabricación en serie, mercado ilimitado, tendencia a las ventas máximas, etc. Quiere decirse, en fin, que, como ocurrió con la imprenta, pero ahora en otras esferas y con mayor brío tal vez, la técnica «desamortiza» a la cultura, la saca de los estancos sociales que hasta hoy la monopolizaban, y la derrama, virtualmente al menos, sobre un público más amplio, sobre un público universal.
¿Cuál es este público, cómo es, qué es? Tales preguntas abren un nuevo camino de análisis en mi libro. Los sociólogos norteamericanos de los últimos veinte o treinta años, al enfrentarse con los fenómenos a que me vengo refiriendo –más patentes en su país que en sitio alguno–, empezaron a hablar de «cultura de masas». Antes que ellos, la terminología de muchos pensadores europeos había dado al mismo término de «masa» una actualidad muy explicable. En un caso y en otro, la palabra «masa» tendía a designar una realidad social nueva, y aunque la mayoría de los autores que la emplean no suelen delimitar su concepto con demasiada pulcritud, es lo cierto que palabra, concepto y realidad han de servirnos como arranque para el estudio de las cuestiones que nos interesan. De todos modos, creo que el uso corriente del vocablo «masa», entre filósofos y escritores, viene tarado por una especie de repugnancia que conviene evitar. Casi todos ellos, al escribir sobre el fenómeno de las masas, han escrito contra las masas, en una posición militante de desdén: hombres que se sienten «élite» no se conciben ellos mismos más que en antagonismo, casi en guerra, con la «masa». Será más útil adoptar una actitud objetiva. Y si desechamos los prejuicios aristocratoides, tipo Spengler, Ortega y Marcel, nos encontraremos además en situación de fijar con mejor pureza los contornos del hecho que vamos a considerar. Por mi parte, creo que es un error querer equiparar el fenómeno actual de las masas a otros fenómenos de multitudes inconexas que recuerda la historia –el del Bajo Imperio, por ejemplo, como hace Ortega y Gasset–. El esquema minoría-masa de hoy, tal vez equivocado en sí, y equívoco, induce a establecer paralelismos con acontecimientos del pasado donde se reproduce la tensión entre unos pocos y los muchos. A mi entender, la «masa» es un producto rigurosamente original de nuestra época: la masa es una multitud, sí, pero no una multitud cualquiera; es una multitud con caracteres propios, que la diferencian justamente, de manera esencial, de todas las multitudes anteriores. Si esta masa es «rebelde», o es «una degradación de lo humano», etc., es otro cantar. Lo que ahora nos debe importar más es el juicio de existencia y no el juicio de valor. Aunque en materia de valoraciones también habría mucho que decir.
La masa –si vale una definición de urgencia– es la multitud de la época tecnificada. Alargaría excesivamente esta memoria si me parase ahora a perfilar el contenido implícito de la fórmula. Presupone una caracterización preliminar de la sociedad dominada por la técnica, y esto, pertinente en el libro, sería engorroso aquí. Me reduciré a improvisar ahora una rápida síntesis. La expansión de la técnica ha supuesto (a) un crecimiento del mundo como ámbito espacial (casi no queda un rincón de la Tierra por conocer, los aislamientos «tibetanos» se desmoronan, las comunicaciones son cada vez más fáciles entre los lugares más apartados, los planteamientos de la política y de la economía son ya prácticamente universales, etc.) y también (b) como humanidad (ascenso demográfico, mayor duración de la vida humana, etc.) y (c) como unidad de convivencia (el mundo ya no es solo Europa, ni solo el hombre blanco; la homogeneización de costumbres y usos es general; la propensión a la uniformidad palmaria; etc.). Junto a este crecimiento del mundo, habría que señalar otros datos decisivos. Por ejemplo, (d) la aparición de las grandes aglomeraciones urbanas y la conversión del hombre actual en hombre de ciudad, en contraste con lo que ocurrió hasta ahora (dicen los especialistas que el 90 por 100 o más de los hombres que han desfilado por el mundo consumieron sus años en aldeas inhóspitas, mal alimentados, trabajando rudamente el campo). Esta multitud tendencialmente urbana (e) vive de la industria y de los servicios, con lo cual se ha creado un tipo sociológico distinto a la vez del campesino eterno y del burgués europeo tal como se da entre el siglo XIV y el XIX. Y, por último, añadiría (f ) que esta multitud crecida y urbana es, en general, una multitud «alfabetizada»: no culta, pero sometida a la instrucción pública obligatoria. De lo dicho se desprende, pues, mi concepto del hombre-masa: es, en tanto que hom...

Table of contents

  1. Cubierta
  2. Anteportada
  3. Portada
  4. Página de derechos de autor
  5. Índice
  6. JOAN FUSTER: UN APUNTE BIOGRÁFICO
  7. INTRODUCCIÓN: JOAN FUSTER O LA HABILIDAD INQUISITIVA
  8. NOTA A LA PRESENTE EDICIÓN
  9. JOAN FUSTER: ESCRITOS DE CRÍTICA CULTURA
  10. ÍNDICE ONOMÁSTICO