El poder sanador del caos
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El poder sanador del caos

Un diario sobre el tumor que me abrió la mente

Lucas Casanova

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  1. 424 pages
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El poder sanador del caos

Un diario sobre el tumor que me abrió la mente

Lucas Casanova

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En la década de los ochenta Lucas Casanova comenzó a escribir un diario personal para ayudarse a poder transitar una noticia paralizante: el diagnóstico de un tumor cerebral. Lo que comenzó siendo el registro escrito y cotidiano del dolor, la angustia y la incertidumbre, fue convirtiéndose, a medida que los efectos de la enfermedad se hacían notar, en grabaciones espontáneas para acompañar y acompañarse. Producto de aquellas páginas escritas y de las desgrabaciones y anotaciones del autor, nace El poder sanador del caos, un libro que, detrás de su apariencia de diario, es la expresión viva y honesta de una transformación mediante la adversidad. Si recordar es volver a pasar por el corazón, co-recordar es "recordar con otro". Y este es el sentido de estas páginas: trascender las circunstancias particulares de la historia para ofrecer a cada lector la oportunidad de convertir su propio caos en una vivencia poderosa de aceptación y paz.

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Information

Year
2022
ISBN
9789505568611
ATRAVESAR EL UMBRAL
CONVERSACIONES INCÓMODAS
2 DE OCTUBRE DE 2017, A MITAD DE LA NOCHE
NO PUEDO DORMIR, sé que debería hacerlo. Una parte de mí piensa que de todos modos van a dormirme cuando entre en el quirófano, y que tengo que aprovechar este tiempo. Otra parte está intentando dejar de rumiar tantas cosas a la vez, y la primera es la que gana y sigo despierto.
Estos días estuve intentando escribir en el blog, compartiendo cosas en las redes sociales, como una forma de evitar el tener que lidiar con el contacto humano. Parece un contrasentido, lo sé. Cuando uno le habla al vacío, cuando hace públicas sus cosas íntimas, a la larga lo que termina haciendo es evitar el contacto uno a uno, la incomodidad de tener que pasar por la situación de vulnerabilidad decenas o cientos de veces.
No hay relaciones sanas sin conversaciones incómodas. Hay amigos a los que tendría que llamar antes de que lean algo en Facebook. Si fuese a la inversa, ¿cómo me sentiría? Se me cierra la garganta de pensarlo.
Aprovecho la diferencia horaria y hablo con un par de amigos muy cercanos del otro lado del mundo. No únicamente mensajes de texto, si no conversaciones telefónicas estilo vieja escuela: nos contamos detalles, lloramos juntos, nos reímos de tonterías.
Sebastián llama a mi tumor “Mike Wazowski”, porque por la forma que tiene en la imagen de la resonancia que le mandé se parece al personaje de la película de Disney, con los bracitos levantados y todo.
Kitty me dice algo parecido a lo que yo opino sobre mi padre y su cáncer: que toda la vida sana que llevo no puede evitar estas cosas.
Francisco me pregunta cómo será la recuperación, y yo le digo que seguramente será en una habitación a oscuras con tapones en los oídos, sin pantallas, sin anteojos, sin sabores fuertes y le cuento casos similares con los que trabajé como acompañante.
Duele tanto tener que contar que te tienen controlado porque tienes una bomba de tiempo en la cabeza, y que podrías haberte muerto. Nadie se anima a preguntarme cómo voy a quedar o lo que puede llegar a pasar. Yo tampoco quiero hablar de eso.
Estoy con la lágrima fácil, pero no porque me dé pena lo que me pasa, sino porque lloro con ellos cuando les cuento. No sé qué hacer con estas emociones. Yo soy el que les levanta el ánimo a todos, el que hace que se les haga más liviano lo que están pasando. No estoy acostumbrado a ser el portador de malas noticias.
Gabriela me dice: “¿Puedes dejar de preocuparte por los demás y atenderte? ¡Lo único que falta es que nos cuentes que te van a operar de un tumor cerebral y encima nos tengas que contener por lo que nos pasa a nosotros!”.
Después de estas conversaciones difíciles, me doy cuenta de que cuando uno elige no hablar de estas cosas con gente cercana, está evitando sentir. Es como la frase de Rumi, otra vez, crear barreras para separarte del amor. Cuando atraviesas la vergüenza y la incomodidad, el amor fluye.
Como dice Björk: “Todo está lleno de amor, levanta la cabeza y mira”. Y yo tengo todo el amor que necesito, si me animo a recibirlo.
Esto me hace pensar en la cantidad de veces que elegí perderme un gesto de afecto para no pasar por el momento de desilusionar a alguien. También me doy cuenta de que esa expectativa de Superman indestructible la generé yo, que el resto de las personas que quiero me siguen considerando humano y muy capaz de enfermarme. Y que esta vulnerabilidad, en vez de alejarnos, nos acerca aún más.
ME ENTREGO
3 DE OCTUBRE DE 2017, 6.30 A.M.
NO CREO que Andreas haya podido dormir más que yo. Mientras me ducho, me toco la nuca y pienso en que ese es el último champú en mi vida sin cicatriz. Esta mañana no pude hacer mi meditación tampoco. Mientras me visto, no llego a ponerme desodorante en la axila derecha con mi mano izquierda, tuve que apretar fuerte el envase para que no se me cayese de entre los dedos. El médico me dijo que estaría mejor después de la operación y me lo repito cada vez que me pasan cosas como estas. Falta poco.
La sala de espera que nos dieron en Ullevaal es muy pequeña, parece una habitación reacondicionada para que los pacientes puedan estar sentados tomando un té. La televisión noruega me sigue pareciendo rarísima, con anuncios de marcas que no reconozco y un idioma en el que todavía no identifico palabras.
Nos tomamos fuerte de la mano con Andreas cuando se acerca una enfermera y nos dice que mi habitación está lista. Allí hay dos camas separadas con un biombo y un lavabo con un espejo. La enfermera me deja una máquina de afeitar y me explica que, si puedo, tendría que afeitarme para la cirugía; que, si siento que me resulta complicado, puede hacerlo ella.
Empiezo a pasarme la mano por el pelo mirándome al espejo y me pregunto cómo quedará mi cabeza afeitada. La enfermera me toma del brazo y me dice “la barba, es por la máscara de oxígeno, lo decía por la debilidad de tu mano”. Estuve a unos pocos segundos de quedar como el Tío Lucas de los Locos Addams.
Se me hace un nudo en el estómago pensando en afeitarme la barba y al rato me doy cuenta de lo ridículo que es. Andreas le saca una foto a mi nuca, ya que va a ser la última vez que pueda verla así antes de la operación. Empiezo a afeitarme la cara y nos reímos mucho: él no me conocía todavía sin barba.
Cuando terminan las bromas, me doy cuenta en el espejo de lo demacrado que estoy, de mis ojeras, de mi cara hinchada, de mi mandíbula asimétrica. Las cosas habían empeorado en los últimos días, y yo trato de hacer de cuenta que nada cambió. Nos miramos con Andreas y se nos llenan los ojos de lágrimas. Respiramos profundo mirándonos a los ojos y me abraza fuerte.
Me siento en la cama, y al rato llegan los enfermeros. Me piden que me acueste en la camilla. Les pido si Andreas puede acompañarnos y me dicen que sí, que puede venir con nosotros hasta la puerta del quirófano. Suspiro hondo, sonrío y me entrego. Lo que fuese a pasar, va a pasar. Dejo de resistirme.
Les pido que nos den un par de minutos así puedo grabar un audio, ya no puedo escribir, y decirnos un par de cosas antes de entrar. Dan dos pasos para atrás y esperan a que termine con la nota de voz.
“Eres mi faro” me dice. “Eres mi roca”, le contesto. Me quito la alianza y se la doy. Me entrego. Nos vemos del otro lado del espejo.
OPERACIÓN
3 DE OCTUBRE DE 2017, 11.30 A.M.
CUANDO LAS PUERTAS del quirófano se cerraron detrás de mí, una enfermera me preguntó mi nombre completo, mi fecha de nacimiento y si conocía el diagnóstico que tenía, para confirmar que era la persona que debía estar ahí. Por un segundo pienso en cuántas personas pueden haber recibido una craneotomía y no ser los pacientes que debían recibir semejante tipo de operación.
Me pasan a una mesa de metal, y me explican que van a ponerme las vías, monitor cardíaco y que me van a dar un sedante primero. Luego me avisarán cuando venga realmente la anestesia. Si lo hicieron o no, no lo sé.
3 DE OCTUBRE DE 2017, 9.30 P.M.
LO PRÓXIMO QUE recuerdo es estar acostado en una cama, sobre mi costado izquierdo. Andreas está sosteniéndome la mano. Le digo que me raspa la garganta, que siento una amígdala inflamada y que me cuesta tragar, que por qué no me operaron… porque… ¿no me operaron?, ¿no?
Mi voz suena rota, débil, como cascada. No me reconozco al escucharme. Todo me cuesta mucho, tengo que cortar las frases, respirar profundo cada vez. No siento mi cuerpo, puedo moverlo lentamente, pero no siento nada. Miro mi mano derecha con fascinación, y me distraigo con los colores del suéter de Andreas. Veo todo como si fuera una película, como si el que estuviese en la cama de terapia intensiva fuese otro.
Mi marido llama al enfermero. Es un argentino, se llama Jorge y es el jefe de guardia de turno en el área. Hablamos un poco en castellano, me cuenta que hace veintinueve años que vive en Oslo y me dice que le va a avisar al neurocirujano que finalmente estoy despierto, para que pueda hablar conmigo.
Andreas empieza a prepararse para irse a casa a dormir y me cuenta que estuvieron intentando despertarme durante dos horas, por lo largo de la cirugía y la cantidad de anestesia que tuvieron que darme. Intentaron hablarme en inglés y únicamente me salían palabras sin sentido. Al mirar mi ficha se dieron cuenta de que mi idioma nativo era el castellano; probaron con el jefe de guardia y se ve que les respondía a cien palabras por minuto. No recuerdo absolutamente nada de todo eso.
Quizá pasaron un par de minutos; quizá fueron horas. No sé si parpadeé o dormí una pequeña siesta sin sueños. Cuando abro los ojos Vidar, el neurólogo que se parecía a Batman, está parado al pie de la cama con las manos en los bolsillos del guardapolvo, y Andreas todavía sostiene mi mano. Me cuenta que estuve en el quirófano siete horas y media, bastante más de las cuatro horas que había previsto, y que para él la operación fue un éxito, que soy una persona muy resistente, que voy a estar bien. Siento mis labios resecos y cuando intento mojármelos con la lengua me doy cuenta de que toda mi boca está completamente áspera.
Quiero hablar y lo que salen son silbidos muy bajitos y me cuesta encontrar las palabras para armar frases en inglés. Trato de sonreír y poner mis dos manos sobre el pecho en gesto de agradecimiento.
La enfermera se acerca a los monitores y habla algo en noruego con el médico, que le contesta en inglés y le dice que me den todos los analgésicos que yo pudiera pedir. Ajusta un par de reguladores plásticos en la vía y en el oxígeno, y me moja los labios con un gotero. Pido agua. Así, una sola palabra, pero me dice que aún es muy pronto.
Vidar se despide y le pide a Andreas que me deje descansar. Yo empiezo a sentir los párpados pesados y un calor dulce que empieza a envolver mi brazo izquierdo y luego mi garganta y mi pecho.
Andreas me dice que lo primero que le dije cuando lo vi fue jeg elsker deg Andreas,(9) que creo que es la única frase que sé decir de corrido en este idioma. Levanto las cejas con dificultad, asombrándome al advertir mi ocurrencia, sin saber cómo pude hacer semejante proeza.
Al vikingo se le iluminan los ojos y se le caen algunas lágrimas. Mi corazón empieza a latir más rápido y detrás va el monitor cardíaco con sus bips cada vez más rítmicos. Los opiáceos hacen efecto y siento cómo el mundo a mi alrededor se apaga. Ni siquiera llegué a decirle buenas noches.
9. “Te amo Andreas”, en noruego.
TERAPIA INTENSIVA
4 DE OCTUBRE DE 2017, MADRUGADA
ESTOY BOCA ARRIBA, siento un dolor en la sien, como un corte. Cuando trato de acercar mi mano izquierda para tocarme, el brazo me resulta pesado y siento el tirón de la cinta adhesiva que mantiene una cánula dentro de la vena. Respiro profundo.
De a poco mi percepción empieza a ampliarse y siento el eco de mi respiración dentro de la mascarilla plástica que tengo sobre la cara. Quiero tragar y algo en mi garganta se siente duro y seco. No me animo a abrir los ojos. Cierro un puño, luego el otro. Muevo los dedos de los pies, primero el derecho, y el izquierdo “lo tengo que pensar” un poco más. Siento que mi corazón se acelera, y quizá por la misma adrenalina, termina respondiendo.
No puedo mover la cabeza de lado. Siento en el pecho algo que me arde y me quema, es sobre la piel. Acerco mi mano derecha, temblorosa, temiendo por lo que me pueda encontrar. Una caja plástica de unos cinco centímetros de lado, fijada con cintas justo debajo de la clavícula izquierda. Algo que sale de la caja se mete debajo de la piel, debe ser un port-a-cath. En el camino toco un par de sensores del monitor cardíaco. Ahora me doy cuenta de que en el dedo índice de la mano izquierda tengo puesta una pinza plástica, la toco con el pulgar… seguramente es el saturómetro, para medir el oxígeno en sangre.
Siento que mi vejiga se descarga sin ningún esfuerzo, y emp...

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