La gran venganza
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La gran venganza

De la memoria histórica al derribo de la monarquía

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La gran venganza

De la memoria histórica al derribo de la monarquía

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El último empujón hacia el dominio totalitario de la izquierda consiste en demonizar el franquismo y todas sus consecuencias, incluidos el régimen del 78 y la Monarquía. En eso consiste la llamada "memoria histórica", que presenta la Segunda República como una democracia derribada por el fascismo, el clero y la aristocracia. Pero sin los miles de fraudes, atentados, destrucciones, crímenes y violencias cometidos por los izquierdistas ya desde 1931 no se puede comprender el estallido de la guerra.Frente al proyecto de blanqueamiento histórico e ideológico de la izquierda y de condenación eterna de la derecha, el presente libro pone de manifiesto que la República fue destruida principalmente por los propios republicanos, como confesaron con amargura algunos de los que aplaudieron inicialmente su advenimiento, tales como Ortega, Marañón, Campoamor, Besteiro, Unamuno, Alcalá-Zamora, Lerroux, Sánchez-Albornoz o Madariaga, entre otros.Este volumen recoge los sorprendentes testimonios de muchos de ellos, que acabaron aborreciendo la deriva del régimen republicano y ensalzando a Franco como el restaurador del orden y la civilización.

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Information

Year
2021
eBook ISBN
9788413393995
Edition
1
III. Republicanos contra la República
Marañón, el arrepentido
Quizá la Segunda República nunca hubiera llegado, o hubiera llegado más tarde o de otro modo, sin la aportación de unos pocos personajes de enorme influencia en aquellos días. Uno de los más importantes fue el egregio médico y escritor Gregorio Marañón, figura destacada del liberalismo español de la primera mitad del siglo XX.
Aunque no pudo asistir al Pacto de San Sebastián, firmado el 17 de agosto de 1930 por varias personalidades republicanas para aunar esfuerzos en el derrocamiento de la Monarquía, Marañón envió una entusiasta carta de adhesión. Pocos meses después fundaría, junto a Ortega y Pérez de Ayala, la Agrupación al Servicio de la República, de gran influencia en el cambio de régimen.
Hasta tal punto influyó personalmente Marañón en ello, que la reunión final entre Alcalá-Zamora y el conde de Romanones, el mediodía del 14 de abril, en la que se decidió la claudicación de los monárquicos y el traspaso de poderes tuvo lugar en su casa. Así lo recordaría don Niceto en sus memorias:
«La capitulación de la corona en casa de Marañón fue ofrecida por aquélla sin darnos tiempo a exigirla cual ya habíamos decidido. Reflejóse de ese modo, hasta en los últimos trámites, la honda verdad de que todo régimen muere por el suicidio en que remata y expía sus culpas. Húndense las monarquías por los reyes y sus cortesanos, como hacen perecer las repúblicas sus partidarios más fanáticos».
Efectivamente, no tardarían los fanáticos en desengañar a Marañón y sus compañeros. Así le expresó su desazón a Ortega poco después de las elecciones constituyentes:
«No me deja el pensamiento de que hemos de decir algo al país en estos momentos. Hemos sido una fuerza grande para traer la república y hemos dado un sentido más alto que el que había hasta entonces al movimiento. Ahora se hunde, precisamente, ese sentido de dignidad. Las pequeñas e inofensivas sandeces de los monárquicos sirven de pretexto para justificar la plebeyez de mala ley de los que nunca supieron hacer nada por el progreso de España ni por la república; y ahora quieren que ésta sea un instrumento de su exclusiva pertenencia. Perdone, pero estoy muy inquieto viendo tanta sandez. Nuestro nombre ha sido la garantía para centenares y centenares de votantes: muchos más de los que están en nuestras listas, y no han votado para esto».
Tras dos años de diputado, abandonó la primera línea de la política y se centró en su labor científica. Pero al estallar la guerra, las cosas se le pusieron difíciles. Por su tibieza republicana, tuvo que comparecer dos veces en sendas checas y una ante un tribunal popular. Y el Comité Obrero prohibió la reedición de Raíz y decoro de España porque en una de sus páginas Marañón había escrito: «Yo, que he sido siempre liberal, gracias a Dios». Además, le obligaron con amenazas a firmar un documento de apoyo al gobierno republicano y a emitir una declaración por la radio del Partido Comunista. Así relató al historiador Josep Pijoan lo sufrido a manos de «aquella caterva de asesinos»:
«Yo he estado cinco meses en Madrid, en contacto con ellos, y le aseguro que toda la intransigencia y la pequeñez de espíritu de todos los obispos y todos los izquierdistas del mundo es poca cosa comparada con la suya. Cuando durante cinco meses he tenido que firmar, pistola al pecho, lo que querían cuatro acólitos de don Fernanditísimo; cuando he tenido que decir por la radio lo que querían, a las 12 de la noche, entre fusiles, comprenderá usted que todo lo de los otros me parece una broma. Me acuerdo de aquel Primo de Rivera, dictador, que me encarceló, como de santa Teresita».
Dado que el horizonte empezaba a oscurecerse, se refugió con su familia en la embajada de Polonia, tras lo que consiguió escabullirse y embarcar en Alicante en un buque inglés con destino a Francia. Al poco de llegar a París, el 21 de febrero de 1937, explicó a Le Petit Parisien los motivos por los que había salido de Madrid:
«Me sabía en peligro. Una mañana leí, en el periódico de Largo Caballero, estas líneas destacadas en letras enormes: Si queréis saber los antecedentes de Gregorio Marañón, buscadlos en las listas fascistas. ¡Era una sentencia de muerte! Esta hoja oficial publica, en efecto, bajo esta forma, sus órdenes de ejecución. Los benévolos verdugos, tan pronto como se los alerta, rivalizan en celeridad. Todos aquellos a quienes he visto señalados de este modo han sido asesinados unas horas después de la salida de la edición (…) Los intelectuales que han tenido la suerte de encontrarse en territorio controlado por los nacionales no han visto amenazadas sus vidas ni se han visto obligados a exiliarse. Compruébelo usted mismo: en los hoteles de París y otras ciudades francesas podrá encontrar refugiados políticos españoles. Todos han escapado de la España roja. Ninguno ha tenido que escapar de la España nacional».
Y varios días más tarde tuvo que aclarar ante una asamblea de intelectuales franceses las que a su juicio eran opiniones erróneas sobre lo que estaba sucediendo en España:
«No hay que esforzarse mucho, amigos míos. Escuchen ustedes este argumento: el 88% del profesorado de Madrid, Valencia y Barcelona ha tenido que huir al extranjero, abandonar España, escapar a quien más pueda. ¿Y saben ustedes por qué? Sencillamente porque temían ser asesinados por los rojos, a pesar de que muchos de los intelectuales amenazados eran tenidos por hombres de izquierda. ¿Comprenden ustedes ahora, queridos amigos?».
Y a continuación enumeró una larga lista de intelectuales huidos «de la España roja», entre ellos Menéndez Pidal, Ortega y Gasset, García Morente, Pérez de Ayala, Puig y Cadafalch, Jiménez Díaz, Baroja, Azorín, d’Ors, Madariaga, Juan Ramón Jiménez y Gómez de la Serna, escapados de un régimen a cuyos dirigentes dedicó Marañón todo tipo de adjetivos: crueles, ladrones, infames, cobardes, desleales, podridos.
Pocos días más tarde publicó un artículo en El Pueblo de Montevideo, «Ante la más monstruosa de las pedanterías del crimen», en el que reiteró la presencia en París de huidos de la República, incluidos numerosos izquierdistas que habían preferido mantenerse lejos de los suyos:
«Hoy quedan en la España roja exclusivamente los marxistas y sus prisioneros. Esta verdad es tan patente que cualquiera la puede comprobar sin más que pasearse por las calles de París. Diputados del Frente Popular, ex ministros y altos cargos, periodistas de los diarios de izquierda: apenas falta uno; y a ellos se añade la casi totalidad de la Universidad española. El espectáculo no requiere más comentario que su sola contemplación (…) Los hombres de izquierda no moscovizados están fuera de España. Muchos no se atreven a decir las razones de su destierro. Pero ninguno quiere volver».
En numerosas ocasiones recordó que el estallido de la guerra se había debido a las dos revoluciones provocadas por las izquierdas, como respuesta a la última de las cuales los militares y el pueblo se habían rebelado. Así lo explicó, por ejemplo, en su ensayo Liberalismo y comunismo, publicado en la Revue de Paris el 15 de diciembre de 1937:
«Con el pretexto del triunfo de las derechas en las elecciones, intentaron un golpe de mano revolucionario y netamente comunista para ocupar el poder en octubre de 1934. Esto no lo recuerdan en el extranjero, donde no tienen por qué saber la historia de España al detalle, aun siendo tan reciente. Pero los españoles, que no lo han podido olvidar, se ríen del súbito puritanismo con que los mismos que entonces hicieron la revolución contra algo tan legal como unas elecciones, se cubren hoy el rostro con la toga porque una parte del pueblo y el ejército se sublevó, a su vez, dos años más tarde, ante las violencias del poder, algunas de la magnitud del asesinato del jefe de la oposición por la propia fuerza pública (…) La sublevación de Asturias en octubre de 1934 fue un intento en regla de ejecución del plan comunista de conquistar España (…) El movimiento comunista de Asturias fracasó por puro milagro. Pero dos años después tuvo su segundo y formidable intento».
En el artículo para el periódico uruguayo arriba mencionado lamentó que hubiera quienes seguían identificándole con el régimen republicano, régimen que había sido sustituido por una dictadura marxista:
«La España liberal, cordial y clara que deseamos unos cuantos ha muerto a manos del Frente Popular, más definitivamente aún que la España anquilosada que barrió la dictadura de Primo de Rivera. ¿Qué tengo yo que ver con los que la han matado?».
Una de las ideas que más repitió fue su arrepentimiento por haber colaborado en el advenimiento de la República y la acusación a todos los liberales por haber facilitado el camino hacia la revolución y la guerra debido a su «ceguera para los colores», su «daltonismo», su «incapacidad para ver el despotismo cuando aparece teñido de rojo». Así lo declaró al Petit Parisien:
«Sólo una cosa importa: que España, Europa y la Humanidad se vean liberados de un régimen sanguinario, de una institución de asesinos de cuyo advenimiento, por un trágico error, nos confesamos culpables».
En una carta a Menéndez Pidal de octubre de 1937 reprochó a las democracias occidentales no haber apoyado contundentemente a los alzados debido al mismo error que habían cometido previamente los liberales españoles:
«Gran error ha sido el de las democracias del mundo, entre ellas la americana, de no darse cuenta de que se ponían inconscientemente al lado de lo más antidemocrático que existe actualmente, que es el comunismo. Todas ellas sufrirán el mismo castigo que nosotros, el que ya anunciaba Tácito, con el que estoy tan familiarizado: la dictadura. No tenemos derecho a quejarnos de ella, pues la hemos hecho necesaria por nuestra ayuda estúpida a la barbarie roja».
Y en marzo de 1939, con la guerra a punto de acabar, reiteró su arrepentimiento a Pérez de Ayala:
«Horroriza pensar que esta cuadrilla hubiera podido hacerse dueña de España. Sin quererlo siento que estoy lleno de resquicios por donde me entra el odio, que nunca conocí. Y aún es mayor mi dolor por haber sido amigo de tales escarabajos; y por haber creído en ellos. ¡No merecemos que nos perdonen! Consolémonos con que los hijos parecen ya a salvo de peligro y con que ellos no se han contaminado con la revolución de Caco y caca».
Su apoyo al bando nacional fue inequívoco desde el primer momento. En febrero de 1937, recién llegado a Francia, declaró que «la victoria de Franco es segura, lo que colmará todos mis deseos». Y a Pérez de Ayala le confesó que «tengo tal fe en que la causa nacionalista es la causa de España, que la mantendría con todas sus consecuencias». Pocos meses después, mientras su familia veraneaba en el San Sebastián franquista, le escribió lo siguiente a Menéndez Pidal:
«Yo tengo mi resolución tomada para el porvenir. Si los rojos (ahora y siempre, comunistas, rusos) ganaran, yo no volvería, jamás, a España. Si los otros ganan, con sus defectos y todo, iré. Prefiero la Inquisición a la Inquisición + pedantería + mentira + hipocresía».
Le enorgulleció mucho que su hijo Gregorio, pudiendo quedarse en París con él, hubiese preferido alistarse al ejército de Franco, donde alcanzó el grado de alférez provisional. En años posteriores ejercería, entre otros altos cargos, los de consejero nacional del Movimiento y procurador en Cortes.
El 29 de marzo de 1939, recién disparado el último tiro, escribió a Pérez de Ayala:
«Yo creo que en el espíritu nacionalista, que ha nacido, hay muchas cosas buenas, algunas admirables. Por lo pronto, allí está España. Franco se ha conducido con serenidad, con nobleza. Con pulcritud, con espíritu español».
Y en aquellos mismos días le reprochó a Salvador de Madariaga que creyese las mentiras que la prensa internacional vertía sobre el bando vencedor, entre ellas la de que la victoria de Franco convertía a España en títere de Hitler y Mussolini y base para sus ejércitos:
«Ahora ha visto usted que todo lo que desde hace años se decía en el mundo democrático de la guerra de España y de su problema político era mentira. Esta fase final de la guerra prueba no una superioridad de un ejército sobre otro, sino la fuerza de la realidad contra la mentira (…) Puede usted tener por cierto que no quedará en tierra española un italiano. Los alemanes se han ido ya. Se irán como se fueron los ingleses de Wellington (…) Los judíos que fabrican la opinión pública, infecta, de las putrefactas democracias no saben historia. No tienen más que codicia y bilis en el alma. Le hablo a usted sin pasión. Nadie en Europa ha visto a la España nacional. Nadie sa...

Table of contents

  1. Índice
  2. Introducción
  3. I. Resucitando rencores
  4. II. La realidad de la República
  5. III. Republicanos contra la República
  6. IV. Jaque al rey
  7. Índice onomástico