Telefónica
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Telefónica

Ilsa Barea-Kulcsar, Pilar Mantilla

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Telefónica

Ilsa Barea-Kulcsar, Pilar Mantilla

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El edificio de la Telefónica, en la Gran Vía madrileña, es el primer rascacielos del país. Los aviadores alemanes tratan a diario de bombardearlo para cortar las comunicaciones de la República.Allí entra a trabajar un buen día la voluntaria alemana Anita Adam, pequeña, rolliza y muy independiente. Su modo de ser choca con el machismo de los españoles y con el rol subordinado que se otorgaba a las mujeres. En aquel enorme edificio, que tiembla bajo las bombas de los junkers y los obuses del quince y medio, Anita permanecerá inalterable, trabajando a la débil luz de la lamparilla de su escritorio. Ilsa Barea cuenta una historia polifónica basada en su propia experiencia en el Madrid sitiado. El texto, escrito hace ochenta años, es uno de los últimos testimonios de la Guerra Civil.

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Information

Year
2022
ISBN
9788418918346

SEGUNDA PARTE

I

André es la única persona que está en la sala de prensa. Las seis de la mañana. Tiene dos horas para redactar su artículo para París. La habitación es grande y fría. Papel carbón y copias arrugadas de despachos de corresponsales están tirados por los escritorios y las sillas. Los restos del trabajo de prensa de ayer. Detrás de un biombo hay cinco catres de campaña revueltos. Los reporteros de noche de los periódicos españoles y el hombre de Havas que han dormido ahí ya están arriba en la sala de teléfonos, donde hace más calor porque aún se conservan íntegros los cristales de las ventanas. Aquí en uno de los cristales hay un agujerito redondo rodeado de una corona de rayos con restos muy finos de metralla: ha sido un trozo diminuto de obús que les ha costado esfuerzo encontrar bajo el polvo del suelo sucio.
Por ese agujerito tan pequeño entra el frío. También podrían abrir las ventanas, así por lo menos respirarían aire fresco. El humo frío de los cigarrillos de ayer se agarra a la ropa. En la lengua, una sensación de asco. André abre las ventanas de par en par, las ventanas del lado de la habitación que no da al frente. Los restos de nubes se han disipado y el cielo está rosado e infinitamente luminoso. Si se dibuja en él una mancha oscura, está claro que solo puede ser el humo de una explosión, de una mina o de un cañonazo. Los blancos rascacielos de mal gusto del Madrid moderno son como alabastro, el verdor del Parque del Retiro es un islote de color amable, las montañas del horizonte son de un azul intenso.
Los rebeldes no entrarán desde ese lado, piensa André. Pero entrarán, no puede ser de otro modo. Merde!, maldice en voz baja. Qué putada, todo. La gente de aquí no se va a rendir, por supuesto, pero ¿por qué? Está claro. Se lucha porque no se puede hacer otra cosa; mientras se pueda. Pero la mujer de ayer, la de la tripa rajada, el niño de la mancha oscura junto al ojo, la mano amarilla de dedos largos en la cuneta: más vale no pensar mucho en ello, de lo contrario no se puede escribir.
André se sienta a una de las grandes máquinas de escribir antiguas. No puede teclear; tiene que ver sus frases delante escritas a mano, solo así cobran vida. Pero la censura exige tres copias a máquina. Que se vayan al diablo, aunque hay que llevarse bien con esos tipejos. Los españoles llaman a la censura «la tía Anastasia», igual que los franceses. Empieza a atizar las teclas con la punta de los dedos, pero no encuentra las letras, la cinta se enreda, ya no funciona nada. Necesita a alguien que le ayude, eso está claro. Una secretaria. Pero aquí no hay mujeres cualificadas. La alemana, la nueva funcionaria de la censura sabe bastante francés; ella misma es periodista, a lo mejor le ayuda. André intenta imaginarse a Anita: hacia fuera, la clase de persona auténticamente política, muy sensible, pero vista de cerca, una mujer difícil. Y a él qué le importa. Se decide a llamar al Hotel Gran Vía, donde pernoctan todos los periodistas que no viven en su embajada.
Anita responde, completamente despierta. Hace unos minutos que se ha despertado sobresaltada porque la explosión aislada de una mina ha roto el silencio del amanecer. Sí, por supuesto que va enseguida a la Telefónica. Se alegra de tener ocasión de abandonar su habitación de hotel fría como una tumba, de tener trabajo, de ir al edificio de enfrente. Se viste rápidamente. De todos modos ha dormido con la ropa interior, en parte por el frío y en parte por precaución, para poder arreglarse lo más rápido posible en caso de alerta aérea. De su ropa se pone lo que más se parece a un uniforme. Y por supuesto ningún sombrero, ese error solo lo cometió el primer día de su estancia en España. Llevarse todos los papeles y todo el dinero, meter jabón y varios pañuelos en la cartera, porque nunca se sabe si uno va a volver. Los zapatos más cómodos y más anchos, planos, porque el día va a ser largo. Y sí, va a tener una pinta un poco tosca.
Anita piensa en las miradas de las españolas y siente una ligera punzada. Sabe que se ha vestido de la manera más sensata. Ha calculado todo para parecer lo más neutra y poco coqueta posible. Pero eso tiene sus desventajas. Por cierto, ¿puede trabajar con un periodista siendo censora? Probablemente no se lo tomen bien. Pero qué absurdo, no se puede considerar enemigos a los reporteros a priori. Al final, Sánchez ayer lo entendió. Lo que no es poco para un español. Alto ahí, ese es otra vez uno de los prejuicios arrogantes de los que hablaba Sánchez. Exactamente igual de falso que la idea que tienen los españoles de los extranjeros. Tiene que conseguir ser una mediadora. André es importante, tanto como su antipático periódico. Es un hombre vivaz, ayer se vio que era capaz de exaltarse. Tiene imaginación. Ve a las personas, no solo la noticia para su periódico. Le gusta ayudarle.
Mientras Anita desciende por la oscura escalera del hotel y atraviesa el vestíbulo sin luz y lleno de sombras, tiene una sensación de irrealidad. Todo se difumina, su pensamiento no funciona bien, le gustaría gritar algo para volver a tomar contacto con la realidad. Los soldados de guardia del hotel están acostados en los profundos sillones, milicia anarquista. Siluetas airadas y ridículas anoche, cuando miraban a los extranjeros de arriba abajo, pero ahora, a la débil luz grisácea, caras de jóvenes campesinos desvalidas, sin afeitar. Afuera la calle está en silencio, vacía y gris. Desaparece entre la fina niebla.
En el vestíbulo de la Telefónica, Moreno —una vez más— sigue de guardia. Ha dormido dos horas. Nunca duerme más de un par de horas, pero a veces tiene la cabeza muy confusa y febril. Anita le saluda diciendo «¡Salud!». Él gruñe la respuesta y hace el propósito de interrogar a fondo a Pepe sobre esa mujer. Él fue quien la acompañó al hotel. Qué raro, ha estado hablando con Sánchez hasta las cuatro y ahora está otra vez ahí. No debe de haber dormido casi nada. Se implica mucho. Habría que saber por qué. En ese mismo momento Anita piensa que apenas ha pasado dos horas en la cama y se sorprende de lo fresca que se siente. Ojalá aguante ese día y esa noche igual. Está convencida de tener por delante veinticuatro horas intensas de trabajo importante, aunque su turno en la censura solo dure ocho horas.
El manco tiene que acompañar a Anita a la sala de prensa, todavía no conoce bien el edificio. Por eso se da cuenta de que ha quedado con André, y cuando vuelve a bajar se lo comunica a Moreno. Bueno, pues si ese es su amigo, es mejor que cualquiera de los americanos. Pero ¿qué hace la censora con los periodistas? ¿Qué está pasando?
André le da a Anita una hoja con la letra muy apretada. Él seguirá trabajando mientras ella lo pasa a máquina. Echa una mirada a los tejados rosados y se sienta a la máquina menos deteriorada. Apenas ha introducido las hojas cuando se desencadena la lucha en la Casa de Campo. No sabe que es la Casa de Campo, aún no ha aprendido a distinguir los ruidos de la guerra, pero suena a batalla, como en las películas. Retumba, atruena, traquetea. No se oye a los hombres que están ahí metidos, pero uno se los imagina. André se ha sobresaltado, aguza el oído y dice:
—Ciudad Universitaria, Casa de Campo o Parque del Oeste. Tengo que subir a ver, luego seguimos trabajando, venga conmigo.
—¿Adónde?
—Al piso once. Desde allí se ve bien. No nos dejan subir al doce o al trece. Venga, dese prisa.
André se envuelve en su bufanda roja e incluso se pone el sombrero, ella se echa el abrigo por encima y caminan, casi corren, por el pasillo, llaman al ascensor, que llega enseguida. El manco les sube a la planta once en silencio; hay instrucciones que permiten a los señores periodistas ir allí.
La planta once está en la parte superior de la torre. Desde la gran sala, que ahora está vacía, se puede divisar Madrid en tres direcciones. Anita ve la sierra, las colinas verdes de la Casa de Campo, los campos yermos de la meseta, tal y como los pudo contemplar por primera vez desde el avión. Ve Madrid, lo ve de una forma distinta que antes porque empieza a sentir la vida de la ciudad. Los colores puros y nítidos del paisaje son tan apacibles que se le hace un nudo en la garganta. Sobre la Casa de Campo, nubecillas blancas de humo que se disipan. Por encima, en el cielo, puntos negros. Puede ver las líneas del frente. Oye todo casi sin asimilarlo. Los cañones, las ametralladoras, los fusiles. ¿Quién está atacando? André le pasa los prismáticos. Distingue figuras que corren, cree entender que los nuestros están contraatacando y que la artillería enemiga les dispara. Pero en realidad no lo comprende. Ve granadas que impactan en las casas de la ciudad, le molesta no saber muy bien cómo se llaman los diferentes barrios. André le quita los prismáticos:
—Este combate no es muy importante. Pero observe los preparativos de la artillería a lo largo de la línea. Hablan de un ataque generalizado. Quieren intentar romper las defensas. —Ahora es el reportero: corre escaleras abajo sin dar ninguna explicación y gira en el pasillo para entrar en comandancia. Anita le sigue sin decir palabra, se encuentra un poco fuera de lugar. André le espeta una frase—: Tal vez Sánchez me diga algo.
Y ella siente que ahí no pinta nada.
—Le espero en la sala de prensa, André —dice, y se va.
La escalera ya no está vacía; la gente se precipita de un piso a otro y todos miran a Anita escudriñándola. Vuelve a la sala de prensa y se sienta a la máquina de escribir. Hay que hacer algo. Tiene que escribir un artículo. Con el correo postal llegará tarde con toda seguridad; esos periódicos socialistas son de una tacañería ridícula en el lugar menos apropiado. Pero va a ser un reportaje desde Madrid sin falsedades. Sin embargo, ¿cómo escribir sin falsear la realidad? Ha visto mucho y nada. No quiere inventarse una historieta bienintencionada de libro. Heroísmo: qué palabra más tonta y errónea. Revolución: no es del todo cierta, lo de aquí es una guerra defensiva para hacer posible una revolución.
Ay, Dios, ojalá no estuviera presa de esas expresiones tan manoseadas. Es demasiado fácil. No puedo escribir. Tendría que censurar mi propio artículo. Estos españoles no permiten que se escriba la verdad. Y la verdad, ¿qué es? Nosotros tampoco entendemos su verdad. Aquí hace un frío tremendo. Y todo tan desordenado. Apesta a tabaco americano. Prefiero quedarme en este lado de la sala; si estalla un obús ahí fuera no tengo por qué ponerme precisamente en su camino. O una granada en esta sala. Ni siquiera llevo puesta ropa interior limpia.
Se queda mirando fijamente al cielo y sus pensamientos son tan volátiles o tan difíciles que no pueden convertirse en frases enteras. Huele el humo frío y el aire invernal, ve una única columna de humo azul, a veces oye un silbido y constantemente un zumbido —¿el ventilador o un avión?— y tiene hambre. Pero entonces se dice que no puede ver nada y que es mejor quedarse quieta.
El reportero de noche de la Press Agency —PA— entra en la sala, saluda rápidamente y teclea veinte líneas sobre el ataque en el Parque del Oeste en su máquina portátil: «... La intensa actividad artillera hace suponer más ataques durante las próximas horas». André sigue sin aparecer y ella sobra allí.
Dos mujeres de la limpieza entran en la habitación y empiezan a recoger los trozos de papel. Una de ellas no está mal, pasa de los cuarenta, muy maquillada, alegres ojos negros, bella trenza corona negra. La otra es vieja y gorda, se mueve como si tuviera las piernas hinchadas.
La morena saluda a Anita gritando «¡Salud!» —hay que hablar muy alto a los extranjeros, porque si no, no entienden— y recibe por respuesta un esmerado «¡Buenos días!».
—¡Pero si habla usted español, señorita!
Muestra unos dientes afilados y blancos y empieza a hablar mucho y en voz muy alta, del frío, de los obuses, de la escasez de alimentos. Anita entiende una de cada veinte palabras.
Pero mira a la mujer con ojos atentos y compasivos y sonríe. Un truco que ya utilizaba en el colegio con gran éxito. Cualquiera que ve este gesto cree que entiende todo.
—Es usted extranjera —dice Carmen—, seguro que viene de muy lejos. ¡Qué valiente! Nosotros tenemos que estar aquí, pero usted... ¿No tiene marido? ¿Sabes? —le dice rápido a su compañera en voz baja—, a lo mejor no tiene marido y se siente desgraciada, la pobre, tiene los ojos tan tristes… ¿Tiene usted frío? Hay que poner cartón en las ventanas; en ese lado ni siquiera hay una cortina, no puede ser. ¿Habla español? ¿Español?
Anita quiere hacer algo en favor de su autoridad y aclara que no habla español, pero sí francés, inglés, alemán e italiano; estas expresiones son fáciles y su español es suficiente. Carmen entiende todo, mueve los labios con cada palabra que pronuncia Anita, como si quisiera ayudarla.
—Caramba, ¿cómo puede hablar una mujer tantas lenguas? Tiene que ser muy difícil y usted debe de ser tremendamente inteligente. ¿Tiene hijos? ¿Hijos?
Con las manos describe a un niño de pecho y lo acuna en sus brazos. Anita niega con la cabeza, pero enseña su anillo de casada y dice:
—Marido sí tengo. ¿Y usted? —Y ahora es ella la que hace alusión a los niños.
—Cuatro —dice Carmen—, así, así, así y así. El mayor de unos nueve años.
—Y ¿dónde están?
—En Madrid, naturalmente. No los voy a entregar. Nunca se sabe dónde van ni lo que aprenden con gente extraña.
Anita entiende prácticamente todo.
—Pero ¿y bombas?, ¿fascistas?
Carmen la mira divertida.
—Mejor que estén conmigo, no va a pasar nada. Y todos tenemos que morir.
En ese momento corre hacia la ventana. Desde el frente llegan seis explosiones atronadoras casi seguidas que solo pueden proceder de bombarderos.
—¡Bombarderos, ay! —grita Carmen.
—¡Vamos abajo! —dice la otra mujer, y deja la escoba en el rincón—. Vámonos.
—¿Para qué? Carmen se encoge de hombros.
La otra sale despacio y torpemente de la habitación. Baja lenta por la escalera: no se fía de los ascensores durante un bombardeo, aunque las chicas quieran mantener el servicio.
—Imagínate que te quedas colgada en el hueco y te cae una bomba en la cabeza.
Anita y Carmen se miran. De repente, la española abraza a la extranjera y dice:
—Voy con mi niño. Qué putada, ¿verdad?
Tiene lágrimas en los ojos, se ríe y desaparece por el pasillo.
Anita se queda sentada. No le apetece bajar al sótano. En este momento está en su puesto. ¿Escribir un artículo? ¿Esperar a André? Carmen le ha calentado el alma. Empieza a escribir un reportaje sobre sus impresiones con las palabras de Carmen, entendidas a medias, pero resonando en sus oídos tan nítidamente comprensibles: Todos tenemos que morir.
Sí, así es mejor. Trabajar con alegría y ser irónica con...

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