Papi
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Papi

Emma Cline, Inga Pellisa

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  1. 240 pages
  2. Spanish
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Papi

Emma Cline, Inga Pellisa

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Diez relatos de la autora de la triunfante novela Las chicas, que se adentran en los resquicios más oscuros de las relaciones familiares, la sexualidad y la cultura de la fama.

Una aspirante a actriz que trabaja como dependienta de una tienda de ropa descubre un modo alternativo de ganarse la vida vendiendo algo muy íntimo a través de internet; un padre acude al colegio de su hijo a recogerlo tras un incidente violento que puede costarle la expulsión; la niñera de la familia de un actor famoso trata de escabullirse de los paparazzis después de verse envuelta en un escándalo; una chica en rehabilitación se mete en chats de internet donde se intercambian fotos obscenas; un editor trabaja para un millonario que está escribiendo sus memorias; una reunión familiar navideña se ve envuelta en una creciente tensión por las sombras del pasado; un padre acude al estreno de la lamentable película de su hijo...

Emma Cline retrata con brillantez situaciones cotidianas de personajes enfrentados a sus demonios, a situaciones que los superan, a realidades que no quisieran tener que afrontar... Estos relatos confirman a la autora como una voz imprescindible de la literatura estadounidense actual.

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Information

Year
2022
ISBN
9788433945747
Subtopic
Domotica
QUÉ SE HACE CON UN GENERAL
Linda estaba dentro, al teléfono. ¿Con quién, tan temprano? Desde el jacuzzi, John la siguió con la vista mientras ella paseaba arriba y abajo en albornoz y bañador, uno viejo con un estampado tropical desvaído que debía de ser de una de las chicas. Era agradable flotar un rato en el agua, deslizarse hasta el borde contrario del jacuzzi, con el café por encima del agua y los chorros dale que dale. La higuera estaba pelada, llevaba ya un mes así, pero los caquis iban cargados de fruta. Los chicos tendrían que hacer galletas cuando llegasen, pensó, galletas de caqui. ¿No era eso lo que preparaba Linda cuando eran pequeños? O ¿qué era?, ¿mermelada, igual? Toda esa fruta echada a perder, era indignante. Le diría al del césped que recogiese unas cuantas cajas de caquis antes de que llegasen los chicos, para que solo tuvieran que preparar algo con ellos. Linda sabría encontrar la receta.
La mosquitera se cerró de un portazo. Su mujer dobló el albornoz, se metió en el jacuzzi.
–El vuelo de Sasha se retrasa.
–¿Cuánto?
–Puede que no aterricen hasta las cuatro o las cinco.
El tráfico navideño sería un horror a esas alturas de la tarde: una hora en el aeropuerto, y luego dos horas para volver, si no más. Sasha no tenía permiso de conducir, no podía alquilar un coche, aunque tampoco se le ocurriría proponerlo.
–Y dice que Andrew no viene –añadió Linda con una mueca. Estaba convencida de que el novio de Sasha era un hombre casado, aunque nunca le había sacado el tema a su hija.
Linda pescó una hoja del agua y la tiró al césped, y luego se puso cómoda con el libro que había traído. Leía un montón: libros de ángeles y de santos y de mujeres blancas y ricas de antaño con excéntricas costumbres. Libros escritos por las madres de autores de tiroteos en escuelas, y libros de curanderos que decían que el cáncer era en realidad un problema de autoestima. Ahora estaba con las memorias de una chica a la que habían secuestrado a los once años. La tuvieron encerrada en el cobertizo del patio durante casi diez.
–Conservó la dentadura en buen estado –dijo Linda–. Dadas las circunstancias. Dice que todas las noches se rascaba los dientes con las uñas. Luego, al final, terminaron dándole un cepillo.
–Dios –dijo John: parecía la respuesta adecuada, pero Linda estaba otra vez metida en el libro, meciéndose plácidamente. Cuando los chorros se pararon, John se acercó vadeando en silencio para encenderlos de nuevo.
Sam fue el primero en llegar. Había venido desde Milpitas en la berlina reacondicionada con garantía del fabricante que se había comprado el verano anterior. Había llamado un sinfín de veces antes de dar el paso para sopesar los pros y los contras –el kilometraje de ese modelo usado respecto a contratar uno más nuevo en alquiler, o la antigüedad a la que los Audi empezaban a necesitar mantenimiento–, y a John lo asombraba que Linda tuviese tiempo para eso, para la comedura de coco de su hijo de treinta años por un coche, pero ella siempre le cogía el teléfono, se iba al cuarto de al lado y dejaba a John ahí, solo con lo que quiera que estuviese haciendo. Últimamente, John había empezado a seguir una serie sobre dos mujeres mayores que vivían juntas: la una muy estirada, la otra un espíritu libre. Lo bueno era que parecía haber un número infinito de episodios, un relato inacabable de sus cuitas en una ciudad costera sin nombre. El tiempo no parecía tener efecto alguno sobre estas mujeres, como si ya estuviesen muertas, pese a que se suponía que la serie transcurría en Santa Bárbara.
Chloe llegó la siguiente, desde Sacramento y, según dijo, había conducido al menos media hora con la luz de reserva. Puede que más. Estaba de prácticas en una empresa. Sin cobrar, por supuesto. Le seguían pagando el alquiler, era la pequeña.
–¿Dónde has llenado el depósito?
–No lo he llenado aún –dijo–. Ya iré luego.
–Tendrías que haber parado –dijo John–. Es peligroso conducir con el depósito vacío. Y llevas la rueda de delante prácticamente deshinchada –siguió diciendo, pero Chloe ya no lo escuchaba. Estaba de rodillas en la gravilla del camino de entrada, achuchando al perro.
–Ay, mi cariñito –decía, con las gafas empañadas, estrechando a Zero contra el pecho–. Cosita.
Zero estaba siempre temblando. Uno de los chicos había buscado en internet y había dicho que era normal en los Jack Russells, pero a John le ponía de los nervios igualmente.
Linda fue a recoger a Sasha porque John no tenía la espalda como para conducir mucha distancia –sentado le daban espasmos– y, además, Linda había dicho que le apetecía ir ella. Que le apetecía pasar un rato a solas con Sasha. Zero intentó seguirla hasta el coche, lanzándose contra sus piernas.
–No puede salir sin correa –dijo Linda–. Trátalo con cariño, ¿vale?
John cogió la correa y la abrochó con cuidado al arnés, para evitar tocar los puntos hinchados de Zero. Tenían un aspecto siniestro, parecían arañas. El perro resollaba. Durante cinco semanas más, debían asegurarse de que no se revolcara, no saltase, no corriera. Había que atarlo siempre que saliese, acompañarlo a todas horas. Si no, se le podía soltar el marcapasos. John no tenía ni idea de que a los perros les ponían marcapasos, ni siquiera le gustaba que los perros anduvieran por dentro de casa. Y ahora, aquí estaba, arrastrando los pies detrás de Zero mientras él olisqueaba un árbol, luego otro.
Zero cojeó despacio hasta el borde de la valla, y luego siguió andando. Tenía casi una hectárea, el patio trasero: era lo bastante grande para sentirse aislado de los vecinos, pese a que uno de ellos había llamado a la policía una vez quejándose de los ladridos. Esta gente, siempre metiendo las narices en la vida de los demás, intentando controlar a los perros que ladraban. Zero se detuvo a examinar una pelota de fútbol deshinchada, tan vieja que parecía un fósil, y luego siguió adelante. Al final se puso en cuclillas, abatido, mirando a John por encima del hombro mientras soltaba una cagadita pastosa. Era de un color alarmantemente verde, antinatural.
El animal llevaba dentro una maquinaria invisible que lo mantenía con vida, que hacía que su corazón canino siguiera latiendo. Perro robot, canturreó John para sí, echando tierra encima de la cagada con el pie.
Las cuatro. El avión de Sasha estaría aterrizando en ese momento; Linda esperaría dando vueltas por la zona de llegadas. No era demasiado pronto para una copa de vino.
–¿Chloe? ¿Te apuntas?
No se apuntó.
–Me estoy inscribiendo en ofertas de trabajo –dijo, sentada con las piernas cruzadas encima de su cama–. ¿Ves? –Giró el portátil hacia él un momento, con un documento abierto en la pantalla, pese a que John oyó una serie sonando de fondo.
Chloe parecía aún una adolescente, aunque se había licenciado hacía casi dos años. A su edad, John ya había estado trabajando para Mike; tenía su propia cuadrilla cuando cumplió los treinta, que fue también cuando nació Sam. Ahora los chicos se pasaban toda una década extra haciendo... ¿qué? Pajareando por ahí, haciendo prácticas de esas.
Lo volvió a intentar.
–¿Estás segura? Nos podemos sentar fuera, no se está mal.
Chloe no levantó la vista del portátil.
–¿Podrás cerrar la puerta? –dijo ella, con tono monocorde.
A veces, a John la grosería de sus hijos lo dejaba sin aliento.
Se preparó un picoteo para él solo. Taquitos de queso, que cortó bordeando el moho. Salami. Las últimas olivas, arrugadas en la salmuera. Se llevó el plato de papel afuera y se sentó en una de las sillas del patio. Los cojines estaban húmedos, seguramente se estarían pudriendo por dentro. Llevaba puestos los vaqueros, los calcetines blancos, las zapatillas blancas y un jersey de punto –de Linda– que se veía obvia y risiblemente de mujer. A él ya no le preocupaban esas cosas, lo ridículas que fuesen sus pintas. ¿A quién le iba a importar? Zero se acercó a olisquearle la mano; John le dio una loncha de salami. Así, tranquilo, callado, el perro no estaba tan mal. Debería ponerle la correa, pero la tenía dentro, y además parecía relajado, no había peligro de que se fuese corriendo. El patio estaba verde, un verde invernal. Había un fogón en el suelo, al pie de un gran roble, que uno de los chicos había cavado cuando aún iba al instituto y había cercado con un corro de piedras, que ahora tapaban las hojas y los desperdicios. Seguramente Sam, pensó, ¿y no debería limpiarlo él, limpiar todo eso?
Le subió de pronto un ramalazo de ira, que luego desapareció igual de rápido. ¿Qué iba a hacer, pegarle un grito? Los chicos ahora se reían de él si se enfadada. Otra loncha de salami para Zero, una para él. Estaba fría y sabía a nevera, al envase de plástico en el que venía. Zero lo miró con esos ojos suyos de canica, exhalando un aliento denso y hambriento hasta que John lo ahuyentó.
Aun contando con el tráfico navideño, Linda y Sasha volvieron más tarde de lo que esperaba. Salió al porche cuando oyó el motor. Le había dicho al del césped que colgara unas guirnaldas de luces a lo largo de la valla, del tejado, alrededor de las ventanas. Eran unas LED de esas nuevas, ristras frías de luces blancas goteando de los aleros. Se veían bonitas, ahora, en el crepúsculo azulado, pero echaba de menos las luces de colores de su infancia, aquellas bombillas como de dibujos animados. Rojo, azul, naranja, verde. Seguro que eran tóxicas.
Sasha abrió la puerta del pasajero con un bolso y una botella de agua vacía en el regazo.
–La compañía me ha perdido la maleta –dijo–. Perdón, solo estoy enfadada. Hola, papá.
Lo abrazó con un solo brazo. Se la ...

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