XXVII
Hágase, cúmplase
(1 de enero de 1975)
1 de enero de 1975
Solía escribir, en la primera página del calendario litúrgico del año: In laetitia, nulla dies sine Cruce! (¡Con alegría, ningún día sin Cruz!). Sin embargo, el 1 de enero de 1975 escribió: Fiat, adimpleatur... (Hágase, cúmplase); y comenzó a decir que se le hacía de noche y que desde el Cielo podría ayudar mejor1.
A pesar de encontrarse cada vez más debilitado, quiso realizar un tercer viaje de catequesis por América. Humanamente no le apetecía, por su mala salud y su deteriorado estado físico; pero pensó que esa falta de estímulo humano «era una señal clara de que debía emprenderlo, y de que daría más frutos»2.
Del 4 al 23 de febrero de 1975. Tercer viaje a América
Residió desde el 4 al 23 de febrero de 1975 en Venezuela y Guatemala, pero se vio obligado, de nuevo, a regresar antes de la fecha prevista a Roma a causa de su estado físico.
Estuvo primero en Venezuela y luego en Guatemala –me contaba en junio de 2010 Alejandro Cantero, que le acompañó durante aquellos viajes como médico–, hasta que una leve enfermedad respiratoria hizo que los médicos le recomendásemos que regresara a Europa.
Durante aquellos días, al igual que en el viaje anterior de 1974, fui testigo directo de su entrega a los demás. Le vi en varias ocasiones levantarse muy cansado y fatigado de la cama, con febrícula, para hablar de Dios a las personas que acudían para escucharle.
No daba conferencias, ni participaba en actos públicos, ni concedía ruedas de prensa: eran encuentros cálidos y distendidos, familiares, en los que hablaba con un lenguaje cercano y animante, siempre cordial, de la necesidad de tratar y conocer a Dios, de mejorar en la vida cristiana, de santificar el trabajo, el matrimonio y la vida cotidiana.
El momento político en el que se encontraban algunos de esos países era muy delicado. Por eso, al terminar pedía siempre que se rezara por los gobernantes, fueran del color político que fueran, subrayando que su viaje tenía una finalidad exclusivamente sacerdotal, espiritual, apostólica. Por esa misma razón no aceptó las invitaciones que le hicieron diferentes Jefes de Estado o de gobierno.
Recuerdo, por ejemplo, que en su viaje anterior, los miembros de la Junta militar chilena deseaban invitarle a una recepción oficial. Yo recibí personalmente a la persona que le trajo la invitación: era un Capitán de navío, asesor de la Junta de gobierno. Fue recibido por don Álvaro del Portillo, que declinó con mucha amabilidad aquella invitación.
Al día siguiente envió una carta a la Junta militar en la que expresaba su decisión de no entrevistarse con ninguno de los miembros de la Junta, ni con ninguno de los ministros del gobierno, porque su estancia en ese país tenía una única finalidad apostólica y pastoral.
Y lo mismo hizo con políticos de signos ideológicos diversos, como el general Guillermo Rodríguez Lara, durante su estancia en Quito o con el Presidente de Guatemala. Se confirmaba con esto que era un sacerdote con los brazos abiertos a todos: los de la derecha, los de la izquierda, los del centro. Solo le interesaba la salvación de las almas.
Recuerdo una anécdota menor, pero expresiva. En 1972 le acompañé a la clínica de imagen radiológica de un conocido mío, el doctor Viriato Sales, en Madrid, para que le hiciera una radiografía de tórax. Al colocarle sobre la pantalla de RX, Sales le pidió que se situase un poco más a la derecha, «porque usted, Padre –le dijo– será un sacerdote de derechas».
Reaccionó inmediatamente, con rotundidad: «¡Yo no soy de derechas ni de izquierdas! ¡Soy un sacerdote de Jesucristo!»3.
Eso no significa que su discurso fuera «espiritualista» o que alentara al desentendimiento de las cuestiones temporales. Cuando un padre de familia venezolano le preguntó qué podía hacer para educar a sus hijos en el amor al trabajo, le respondió: «Yo los pasearía un poco... por esos barrios que hay alrededor de la gran ciudad de Caracas [...] para que vieran las chabolas, unas encima de otras. [...] Que sepan que el dinero lo tienen que aprovechar bien; que han de saberlo administrar, de modo que todos participen de alguna manera de los bienes de la tierra. Porque es muy fácil decir: yo soy muy bueno, si no se ha pasado ninguna necesidad».
Un amigo, hombre de mucho dinero, me decía una vez: «yo no sé si soy bueno, porque nunca he tenido a mi mujer enferma, encontrándome sin trabajo y sin un céntimo; no he tenido a mis hijos debilitados por el hambre, estando sin trabajo y sin un céntimo; no me he encontrado en medio de la calle, tendido y sin un cobijo... No sé si soy un hombre honrado: ¿qué habría hecho yo, si me hubiera sucedido todo eso?».
«Mirad, hemos de procurar que no le pase a nadie; hay que habilitar a la gente para que, con su trabajo, pueda asegurarse un bienestar mínimo, estar tranquilos en la vejez y en la enfermedad, cuidar de la educación de los hijos, y tantas otras cosas necesarias. Nada de los demás puede resultarnos indiferente y, desde nuestro sitio, hemos de procurar que se fomente la caridad y la justicia4».
A los pocos días de llegar a Guatemala, cayó enfermo. Tenía mucha fiebre y afonía. Los médicos diagnosticaron los comienzos de una broncopulmonía y el 22 de febrero, tras unos días de reposo, tuvo que interrumpir su catequesis y regresar a Roma.
Marta, una indígena kakchiquel –la primera mujer centroamericana del Opus Dei– me contó en Ciudad de Guatemala la sorpresa que le produjo la personalidad sencilla y cordial de don Josemaría. Lo contó así en el testimonio que recoge en sus memorias Antonio Rodríguez Pedrazuela:
Cuando llegó, le saqué un vaso de agua para que se le quitara el calor del viaje. Entonces me dijo, en voz baja, con mucha delicadeza:
—Gracias, hija mía, que Dios te bendiga.
Ya he dicho que a veces, con una sola palabra, se conoce a fondo a una persona. Eso fue lo que me pasó a mí: ese gracias del Padre lo sentí como el de una persona que agradece de verdad, porque no espera que le sirvan... No era un detalle de educación, sin más. Y sentí entonces como si mis ideas anteriores se desarmaran, porque vi que, por encima de todo, el Padre era un hombre profundamente humilde. No sé cómo explicarlo; pero a mí me llegó al alma lo santo y lo humilde que era5.
El cardenal de Guatemala quiso acompañarle hasta el aeropuerto y, antes de salir, en el oratorio de un centro del Opus Dei, le pidió, de rodillas, la bendición, consciente de que era la bendición de un sacerdote santo. Se la había pedido anteriormente, nada más llegar al país. Entonces había rehusado, de forma amable; pero ahora, ante la reiterada petición del cardenal no tuvo más remedio que dársela. Pocos minutos después partió por última vez de tierras americanas. Permaneció en total, sumando sus tres viajes, con estancias en diversos países, desde México a Chile, ciento veintidós días en aquellas tierras.
28 de marzo de 1975. Bodas de oro sacerdotales
El día de su santo, 19 de marzo de 1975, había perdido una parte notable de la visión del ojo derecho, a causa de una catarata que empezaba a afectarle al ojo izquierdo:
«Señor, ya no puedo más –comentó–, y sin embargo he de ser fortaleza para mis hijos; ya no veo a tres metros de distancia y tengo que atisbar el futuro, para señalar el camino a mis hijos: ayúdame Tú: ¡que vea con tus ojos, Cristo mío!»6.
Un mes antes, una periodista había comenzado a agradecerle el bien que le habían hecho su predicación y sus libros. No la dejó seguir, y le explicó que al único al que debía dar esas gracias era al Señor: «A mí no. Dios escribe una carta, la mete dentro de un sobre. La carta se saca del sobre, y el sobre se tira a la basura»7.
Esta consideración se corresponde con su rechazo a los personalismos. «¡Pues no faltaba más! –decía a los fieles del Opus Dei y a los que le rodeaban– ¡Bonito negocio habríais hecho si, en vez de seguir al Señor, hubierais venido a seguir a este pobre hombre!»8.
Eso explica que no desease ningún tipo de celebración especial para las bodas de oro de su sacerdocio, que se cumplieron el 28 de marzo de aquel año. Aquel día era, además, Viernes Santo. «No quiero que se prepare ninguna solemnidad porque deseo pasar este jubileo de acuerdo con la norma ordinaria de mi conducta de siempre: ocultarme y desaparecer es lo mío, que solo Jesús se luzca»9.
El Jueves Santo hizo una oración en voz alta. Aunque la cita sea extensa, vale la pena reproducirla entera.
«A la vuelta de cincuenta años estoy como un niño que balbucea. Estoy comenzando, recomenzando en cada jornada. Y así hasta el final de los días que queden: siempre recomenzando. El Señor lo quiere así, para que no haya motivos de soberbia en ninguno de nosotros, ni de necia vanidad. Hemos de vivir pendientes de Él, de sus labios: con el oído atento, con la voluntad tensa, dispuesta a seguir las divinas inspiraciones.
Una mirada atrás... Un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora, todo alegrías, todo alegrías... Porque tenemos la experiencia de que el dolor es el martilleo del Artista, que quiere hacer de cada uno, de esa masa informe que somos, un crucifijo, un Cristo, el alter Christus que hemos de ser.
Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! [...] ¿Cómo se ha hecho el Opus Dei? Lo has hecho Tú, Señor, con cuatro chisgarabís [...].
Nos esperas en el Cielo, en el Paraíso. Nos esperas en la H...