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Vidas tocadas por Taizé
Conversaciones en torno a la oración, la sencillez, la solidaridad y el ecumenismo
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Vidas tocadas por Taizé
Conversaciones en torno a la oración, la sencillez, la solidaridad y el ecumenismo
About this book
La autora, conocedora de la comunidad de Taizé desde hace años, ha viajado de nuevo allí para intentar reflejar por medio de entrevistas y descripciones qué es exactamente Taizé y cómo cambia la vida a quienes pasan por allí. Taizé es una comunidad ecuménica enclavada en la borgoña francesa, en torno a la cual se reúnen miles de jóvenes cada semana. Pero, ¿qué les lleva hasta allí?, ¿qué buscan? Y, sobre todo, ¿qué encuentran? Para descubrirlo Cristina Ruíz se embarca en un particular road trip que terminará siendo un viaje interior. Un recorrido de ida y vuelta: al encuentro con Dios y al reto de mantenernos en su presencia en la vida cotidiana de la ciudad.
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Information
1
Hermano Charles-Eugène
La colina
«¿Hay realidades que embellecen la vida llenándola de alegría y felicidad interior? Sí, las hay. Y una de ellas es la confianza».
HERMANO ROGER,
Dios solo puede amar
No importa cuál sea el lugar de origen, desde dónde haya empezado el viaje, si se ha ido en avión, en tren, en coche o en autobús. Para llegar a Taizé, hay que hacer la última etapa recorriendo una sinuosa carretera que sube la colina desde Cluny. Una señal de carretera anuncia que ya casi hemos llegado y, un par de curvas más tarde, se atisba la torre de la iglesia románica del pueblo. Más tarde habrá tiempo de bajar hasta allí pero, mientras tanto, el autobús sigue subiendo y, al fin, se divisa el enorme campanario que acoge a todas aquellas personas que quieren pasar bajo él. El sonido de las campanas de Taizé es una melodía desordenada y bella que marca la vida en la colina. Con su repicar metálico que se prolonga durante varios minutos, nos recuerdan tres veces al día que es el tiempo de orar.
Pero el arco de las campanas de Taizé es mucho más que eso, es el signo de que ya hemos llegado, de que todo empieza, de que somos bienvenidos. Bajo ellas y en su entorno se acumulan grupos constantes de jóvenes charlando, esperando, jugando, a veces incluso bailando. Es posible que al llegar alguien nos ofrezca un té y unas sencillas galletas, pero con un riquísimo sabor a mantequilla bretona. Los cuencos de Taizé llenos de té son una especie de sacramento de la acogida, del bienestar. Ya estamos aquí, ya somos de aquí. En la memoria sensorial, Taizé huele a té de limón y galletas de mantequilla.
Junto a las campanas se encuentra La Casa, una pequeña estancia que hace las veces de punto de información. Cada espacio de referencia tiene en Taizé un nombre propio que, en este caso, es en castellano. Lo mismo sucede con otro lugar muy especial a pocos pasos del campanario, La Morada, que es el vínculo directo entre la comunidad y el exterior.
Allí me cita el hermano Jasper para ir a conocer al hermano Charles-Eugène, uno de los primeros hermanos que formaron parte de la comunidad, además secretario personal del fundador, Roger Schutz.
La Morada tiene como primera estancia una especie de recepción o sala de espera donde se pasan avisos a los hermanos. Un punto de encuentro, pero también el lugar al que acudir con cualquier necesidad que se presente durante la estancia en Taizé, ya sea material o espiritual. Mientras espero, ojeo un ejemplar de The New York Times que alguien ha dejado allí. Leo sin leer algunos folletos, estoy un poco nerviosa ante la entrevista, porque soy consciente de que hablar con el hermano Charles-Eugène es un poco como conversar con el archivo histórico de la comunidad, tener enfrente al relato vivo de cómo empezó todo aquí.
Al fin, llega el hermano Jasper y me lleva al interior de La Morada, que se revela como un espacio de paz, lleno de recovecos donde mantener pequeñas o grandes conversaciones. Un espacio dividido en salitas donde pueden juntarse personas de dos en dos o pequeños grupos, lugares de escucha donde los hermanos reciben a aquellos jóvenes que quieren realizar una estancia más larga en la comunidad, o que se están planteando su vocación. Un sitio para hablar con calma. Y, tras las pequeñas salas, un jardín cerrado y tranquilo en el que se ven, dispersos como semillas, pequeños grupos o personas charlando de dos en dos. Es el jardín de la casa de los hermanos.
Allí me espera el hermano Charles-Eugène y dos sillas, comenzamos. En el jardín de La Morada, entre los árboles, se oye el canto de los pájaros. A veces se les oye incluso más fuerte que la voz del hermano, que habla en perfecto español pero bajito, delicadamente. Incluso a la hora de transcribir la entrevista, se oyen en la grabación los pájaros, que me recuerdan que están ahí y me invitan a preguntarme sobre tantos ruidos que hay en mi día a día... ¡Tan diferente a cómo transcurre la vida en Taizé!
—Para mí es un gusto poder hablar con usted y tener la oportunidad de encontrar a alguien que lleva aquí tanto tiempo. ¿Desde qué año?
—Llevo aquí desde 1958, este año cumplo 60 años aquí.
—Increíble.
—Increíble, pero verdadero –dice sonriendo–. Tenía 20 años cuando entré en la comunidad.
—Y, ¿puedo preguntarle por su vocación? ¿Cómo llegó aquí?
—Se pueden decir cosas sobre eso, pero lo más importante no se puede decir con palabras. Es un poco lo mismo que cuando preguntan a alguien por qué te casaste con esta persona. Claro que puedes decir algunas cosas, pero lo más esencial es más hondo, más ancho que las palabras. Es tu corazón que, en un cierto momento, se siente captado por una realidad que te habla, que te atrae y que te convence. Y luego, claro que necesitas también tu cabeza para pensarlo un poco. Y después, con tu cabeza, puedes expresarlo con palabras. Yo puedo decir que me gustó mucho el modo de rezar, me gustó la manera que tenía el hermano Roger de ver las cosas, una manera muy ancha.
Una visión «ancha», ensanchar. Una palabra que me va a acompañar en todas las entrevistas y que está llena de significado y de memoria. La voluntad de ensanchar forma parte de la herencia espiritual del hermano Roger, fundador de la comunidad, que fue asesinado el 16 de agosto de 2005 en la iglesia de la Reconciliación, el templo central de la colina. Cuentan que la tarde antes de morir había llamado al hermano Charles-Eugène para decirle que anotara unas palabras: «En la medida en que nuestra comunidad cree en la familia humana posibilidades para ensanchar...»1. Roger Schutz, que tenía ya 90 años y estaba muy fatigado, no concluyó la frase, pero dejó ese verbo como legado, como leitmotiv para el futuro. Las palabras y escritos del hermano Roger son la argamasa para construir la comunidad.
—Para mi vocación recuerdo que uno de los elementos importantes fue que, cuando tenía 17 o 18 años vivía en Suiza y no había venido a Taizé, escuchaba un disco que se había grabado aquí de la noche de Navidad. Era la Eucaristía de la Nochebuena con una meditación del hermano Roger que reflexionaba sobre la Carta de Tito, en la que Pablo dice que «se manifestó la gracia de Dios, fuente de salvación para toda la humanidad»2. Y el hermano Roger comentaba esto diciendo que, por Jesús, una semilla ha sido depositada en la humanidad, una semilla de catolicidad, de universalidad que es pequeña al comienzo y que llegará a ser un árbol inmenso. Esa imagen del árbol inmenso me hablaba muchísimo y entendía que, aunque Taizé era muy pequeño en aquel tiempo, él se refería en el fondo a lo que saldría de Taizé. Y yo me decía: «¡Ay, quisiera ver ese árbol inmenso!». Y ahora lo veo.
—De aquella pequeña comunidad, han pasado a ser una gran comunidad, un gran árbol. ¿Cómo ha sido este cambio?
—Sí, pero el árbol no es la comunidad como tal, como si fuera el objetivo por sí misma. El objetivo es el Evangelio, que se abre a todo el mundo, a todos los hombres. Y mucho más tarde el hermano Roger decía otra cosa en la misma línea: «Cristo no ha venido para crear una religión más, sino para ofrecer una comunión a toda la humanidad». Y es esa visión, una visión muy ancha.
—¿Es esa la esencia de la comunidad?
—Lo esencial de la vocación de los hermanos está en esta línea. Otra palabra del hermano Roger –hablo mucho de él, pero es quien lo fundó todo–: «Quisiéramos vivir una parábola de comunión». En el sentido de que una parábola es una imagen, una historia, algo visible que enseña una cosa más grande. Lo que quisiéramos vivir es con un grupo pequeño –aunque ahora somos una comunidad más grande, somos 100, ante el número de los hombres de la Tierra sigue siendo muy poco, una comunidad muy pequeñita–, que sea un pequeño signo, una pequeña parábola, una historia visible de lo que quisiéramos para toda la humanidad: vivir la unidad, la reconciliación. A partir de personas muy distintas como somos, de todos los continentes, de diversas culturas, colores, confesiones, edades..., pero intentando reconciliarnos siempre si hay algo que nos opone, vivir siempre la unidad entre nosotros. Y queremos decirlo no tanto con palabras, aunque ahora lo estoy diciendo con palabras, sino con la vida, con nuestra vida: decir que es posible vivir en comunión incluso entre personas muy distintas. Es lo que quisiéramos permitir vivir también a los jóvenes que vienen aquí, pero en su caso no para toda la vida como nosotros, sino durante una semana. Cuando vienen aquí viven esto: una gran diversidad, vienen de todos los continentes, son de muchos colores..., pero todos unidos en la misma oración, en el mismo camino, cada uno a partir de lo que es, del punto donde está, pero caminando hacia una comunión.
—Para lograr esa unidad entre personas tan diferentes, ¿el secreto está en la oración?
—Se puede llegar a la reconciliación también sin la oración, porque hay personas que no son creyentes y que se reconcilian, pero para nosotros la oración es la clave, es el punto central. Por ejemplo, lo veo en los encuentros de jóvenes desde hace muchos años: hubo cambios, muchos cambios, pero el hecho de que la oración esté en el centro tres veces al día, eso nunca cambió. La oración sí cambió un poco para adaptarse a la diversidad, pero el hecho de que la oración esté en el centro, y que los días se organizan en torno a la oración tres veces al día, eso nunca ha cambiado.
—Y, ¿por qué los jóvenes? ¿Por qué poner el foco en ellos?
—Es algo que sucedió así. No es que un día el hermano Roger o nosotros pensáramos: «¡Vamos a acoger a los jóvenes!», no, claro que no. Si hubiera sido esa la idea, el hermano Roger nos lo decía a veces, si hubiera pensado que Taizé sería un lugar de acogida para los jóvenes, habría elegido un sitio más accesible, porque es complicado llegar aquí, hace falta realmente querer para venir aquí. Incluso con que hubiese sido 30 kilómetros más al sur, habría sido más fácil. Pero no, la idea era otra, era vivir una vida de comunidad, un poco retirada, una vida monástica.
Y los jóvenes han ido viniendo, cada vez más numerosos. Y eso es algo que se explica un poco con la historia. El concilio Vaticano II hizo surgir de manera muy fuerte y muy visible la cuestión de la unidad de los cristianos, algo que estaba muy poco presente antes en la conciencia de la gente.
—Era impensable incluso...
—Por eso, obviamente, Taizé era un sitio de búsqueda de la unidad y el papa Juan XXIII invitó al hermano Roger al Concilio. Enseguida hubo una gran crisis entre los jóvenes en los años 68 y 70, por lo que muchos empezaron a venir aquí buscando, buscando... Y nosotros pensamos: «Bueno, vienen, tenemos que acogerles». Y fue así como empezó, de una manera no buscada, sino por los acontecimientos. Lo que nos asombró, y todavía ahora nos asombra, es que todo eso continúa. Porque los jóvenes del año 68 o de los 70 eran completamente distintos de los jóvenes de hoy, o de los jóvenes de los años 80. No podemos explicar por qué todo esto continuó con jóvenes distintos, con búsquedas muy distintas; no tenemos una respuesta. Somos, en el fondo, y fundamentalmente, monjes. Y a los monjes les gusta acoger, forma parte de la realidad fundamental de la vocación monástica. Siguen viniendo y seguimos acogiéndolos –afirma el hermano Charles-Eugène con una sonrisa de complicidad.
—Y usted que ha visto a tantas generaciones de jóvenes pasar por aquí, ¿cuáles diría que son las diferencias entre los de entonces y los de ahora?
—Sí, son muy distintos, pero es difícil definir esto, y es difícil decir cosas generales. Los jóvenes del 68 tenían una crisis fuerte, pero era un periodo bastante fácil económicamente, ellos sabían que su futuro sería más fácil que el de sus padres. Era un tiempo de progreso económico después de la Segunda Guerra Mundial, todo iba hacia arriba y querían rehacer el mundo de otra manera. Era una generación muy viva, muy rica, que tenía muchas ideas... ¡Hablaban mucho! Era interesante y a veces difícil.
Los jóvenes de hoy son casi lo contrario, muchas veces tienen una gran preocupación por su futuro, muchas veces los padres, incluso los abuelos, les tienen que ayudar para vivir, porque el futuro económico no está tan asegurado, no es tan obvio. Por eso es una mentalidad totalmente distinta.
Pero hay una cosa común que se preguntan todos los que vienen aquí: en el ambiente en el que vi...
Table of contents
- Portada
- Portadilla
- Créditos
- Prólogo
- Introducción
- 1. Hermano Charles-Eugène. La colina
- 2. Clémence Deschamps. La oración
- 3. Sister Lorella. Los jóvenes
- 4. Edson García. La sencillez
- 5. Amaya Valcárcel. La solidaridad
- 6. Hermano Alois. La comunión
- 7. Esther Calzada. La Peregrinación de la Confianza
- Epílogo
- Notas