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Enseñanza y aprendizaje en Educación Ambiental
1.1. Sostenibilidad, calidad de vida y Educación Ambiental como retos educativos del siglo XXI
En los inicios del siglo XXI, la sostenibilidad se ha convertido en un desafío de gran magnitud para las generaciones actuales. En el germen de este fenómeno se encuentra la convergencia de variables tan relevantes como los conflictos bélicos a los que se ven abocados diversos territorios del mundo, el incremento continuo y vertiginoso de los movimientos migratorios, marcados por el desarraigo tras abandonar la cultura de referencia y las situaciones de extrema vulnerabilidad en la que se encuentran millones de personas que habitan nuestro planeta.
A lo largo de los años, hemos ido asumiendo nuevos estilos de vida, en muchos casos calificados como insostenibles, lo que ha llevado a la proliferación de conflictos ambientales que reflejan de una forma muy explícita las relaciones inadecuadas que mantenemos con nuestro entorno. En este sentido, en la comunidad científica tanto nacional como internacional se hace patente la necesidad de modificar nuestros patrones conductuales y nuestras formas de vivir (Benayas et al., 2017; Puig y Casas, 2017), de tal manera que podamos detenernos a escuchar y a observar el mensaje que la naturaleza quiere transmitirnos, buscando siempre un mayor respeto, una mayor comprensión de los ciclos naturales y, en definitiva, un amor auténtico e incondicional hacia nuestro planeta.
Hemos de ser conscientes de que esta no es una labor sencilla, si bien puede verse en gran parte facilitada por la evolución experimentada en los diversos campos de conocimiento, entre los que subrayamos el que corresponde al ámbito educativo, siendo la educación una herramienta poderosa para impulsar el imprescindible cambio de actitudes, valores y procedimientos que reviertan en una mejora del entorno.
Teniendo en cuenta la degradación planetaria que nos envuelve, implementar una educación comprometida con el medioambiente se ha convertido en una de las principales tareas que debe asumir todo profesional perteneciente al ámbito educativo. Se trata, ante todo, de hacer realidad una educación de corte sostenible e inclusivo con la que adquirir verdaderas responsabilidades con el futuro de nuestra sociedad y de nuestro medioambiente, en busca de impulsar relaciones equilibradas, cálidas, armónicas y solidarias con él (Geli de Ciurana et al., 2019).
Al amparo de esta situación, a comienzos del siglo XX Naciones Unidas se encargaría de impulsar todo un elenco de propuestas fundamentadas en el paradigma de una educación respetuosa con el entorno, reflejándose todo ello en investigaciones y documentos que llegaron a convertirse en verdaderos referentes mundiales (Cabalé y Rodríguez, 2016). Entre ellos cabe citar la Carta de Belgrado firmada en 1975, la Conferencia de Tbilisi (1977), el Informe Brundtlland (1987), la Cumbre de Río de Janeiro (1992), la Cumbre de Johannesburgo (2002), la Década de la Educación para el Desarrollo Sostenible 2005-2014 (2005), la Conferencia Río +20 (2012), la Alianza Copernicus (2012), la Conferencia de Aichi-Nagoya y el Plan de Acción Global (2014) y la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible (2015).
En todos estos documentos se advierte la necesidad de asentar la educación en una nueva filosofía, en la que el respeto al medioambiente constituya una prioridad pedagógica a todos los niveles, en el marco de una educación y de un aprendizaje a lo largo de la vida. Nos referimos, en concreto, a favorecer el tratamiento didáctico de la Educación Ambiental.
Desde la celebración de la Cumbre de Río de Janeiro en el año 1992, la Unesco se ha encargado de impulsar un cambio de denominación desde Educación Ambiental a Educación para el Desarrollo Sostenible (Fernández y Gutiérrez, 2015), quizás en un intento por afianzar el compromiso fehaciente que los sistemas educativos actuales han de asumir con el Desarrollo Sostenible, argumentando incluso que este tipo concreto de desarrollo, junto con la atención a los colectivos especialmente frágiles de nuestra sociedad, la apuesta por hacer realidad una educación inclusiva y el esfuerzo por incrementar la calidad de vida de las minorías étnicas, constituyen, entre otros, verdaderos retos para los profesionales de la educación del siglo XXI.
Teniendo en cuenta la relevancia que en los últimos años ha ido cobrando el término educar para el Desarrollo Sostenible, nos parece interesante perfilar algunos de sus rasgos más característicos, que, su vez, nos van a permitir establecer nexos de unión entre la sostenibilidad, la calidad de vida y la Educación Ambiental, que, además de sustentar los argumentos de este apartado, nos va a llevar a constatar los grandes desafíos que, al respecto, deben asumir nuestros sistemas educativos en este escenario que venimos describiendo.
Cuando nos referimos a la Educación para el Desarrollo Sostenible (en adelante EDS), hacemos referencia a todo aquel proceso de enseñanza y de aprendizaje que se sustenta en principios relacionados directamente con la sostenibilidad, a partir de una amplia variedad de propuestas pedagógicas que buscan, ante todo, ofrecer una educación de calidad y de excelencia, al tiempo que un aprendizaje global con el que desarrollar una identidad personal y contribuir a la transformación de la realidad.
En la figura 1 se ilustran de forma gráfica los principales aprendizajes en los que la EDS concentra sus esfuerzos.
Figura 1. Aprendizajes fundamentales hacia los que se dirige la Educación para el Desarrollo Sostenible. Fuente: elaboración propia a partir de Unesco (2012).
Se trata de una propuesta educativa ambiciosa que busca facilitar el abordaje transversal de temas tan necesarios como el cambio climático, la igualdad de género, las formas de vida sostenibles, la reducción de la extrema pobreza, la protección de las culturas indígenas y la responsabilidad social corporativa, a los que se considera un pretexto educativo para fomentar una educación sostenible e inclusiva con la que llevar a los educandos a asumir compromisos en la mejora del medioambiente, a tomar conciencia de sus actos en orden a hacerlos más sostenibles, y a situar en un lugar prioritario de las intenciones pedagógicas todo aquello que guarde relación con el empoderamiento y la formación, tanto cognitiva como afectivo-emocional, como ingredientes esenciales al servicio de una educación y un aprendizaje de calidad (Murga-Menoyo, 2015).
De la misma forma, podemos definir este tipo de enseñanza como una educación global y transformadora que busca configurar contextos de enseñanza-aprendizaje centrados en el alumno, pero a la vez de carácter interactivo (Alcalá del Olmo, 2003), fundamentándose, así, en los parámetros de una pedagogía de cambio destinada a la acción, en la que el aprendizaje autónomo, el desarrollo de experiencias de aprendizaje compartido y el rol mediador del profesorado, la convierten en una excelente oportunidad para transmitir y promover valores ambientales en contextos de educación formal e informal y para promover competencias clave indispensables para el Desarrollo Sostenible (Murga-Menoyo, 2015).
Aun así, es importante poner de relieve que, tanto en nuestro país como en la mayor parte de países latinoamericanos, la Educación Ambiental sigue siendo el término por excelencia que se emplea para mencionar aquellos programas educativos que buscan incitar a la comprensión de nuestra realidad ambiental en términos de respeto y de amor, para llegar a mitigar las afecciones más significativas que azotan a nuestro planeta.
La Agenda 2030 y los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) han generado un nuevo marco de referencia para esta enseñanza, puesto que ha subrayado la necesidad de reflexionar acerca de su trayectoria y de perfilar nuevas propuestas de intervención futuras (Sotillo, 2015). De hecho, al analizar la mayor parte de programas de Educación Ambiental que se han ido diseñando e implementando a lo largo de los últimos años y que guardan una cierta relación con dichos objetivos, ha podido vislumbrarse que en ellos apenas se han abordado cuestiones relacionadas con la pobreza, la equidad, la salud o la justicia social, mientras que se ha prestado una mayor atención a asuntos de índole exclusivamente ambiental, en detrimento de otras cuestiones sociales en las que el medioambiente tiene también una incidencia significativa (González-Escobar, 2017).
Desde esta perspectiva, la Agenda 2030 constituye un marco de referencia esencial con el que valorar la necesidad de incorporar en los programas de Educación Ambiental contenidos ambientales directamente relacionados con los ODS, tales como los referentes al cambio climático, la escasez de agua, el deterioro y la pérdida progresiva de la biodiversidad, en tanto que todos ellos guardan una estrecha relación con la calidad de vida, la sostenibilidad y la delimitación de cuantas medidas educativas puedan contribuir al progreso de la humanidad en términos pedagógicos. De esta manera, la Educación Ambiental y el Desarrollo Sostenible formarían parte de una misma filosofía educativa, que nos permite tomar conciencia de que ambos términos caminan juntos y constituyen dos realidades interdependientes e indisolubles.
Para lograr trascender algunas de las problemáticas más graves que afectan a nuestro planeta, la Unesco impulsó la Década de la Educación para el Desarrollo Sostenible (2005-2014), de la misma forma que, prácticamente en paralelo, la ONU se encargaría de impulsar los llamados Objetivos de Desarrollo del Milenio para el horizonte temporal 2000-2015, siendo ambas acciones complementarias destinadas a erradicar la pobreza y a disminuir las diferencias en las condiciones de vida existentes entre los países pobres y los países ricos (Sanahuja, 2015).
Cuando en el año 2015 se formulan los Objetivos de Desarrollo Sostenible, asistimos a una transformación activa y a una verdadera inquietud por desarrollar todo tipo de acciones que reviertan en una mejora sustancial de nuestro planeta, a partir de una evolución epistemológica de los Objetivos de Desarrollo del Milenio a los de Desarrollo Sostenible, que irían más enfocados a contemplar variables sociales, económicas y ambientales, relacionadas directamente con la mejora de la calidad de vida y el bienestar global de todas las personas que lo habitan.
De igual modo, mientras que la primera de las agendas situaba la atención de forma prioritaria en los países pobres, la Agenda 2030 presenta una concepción global de la sostenibilidad, al mostrar una gran preocupación e inquietud por todos y cada uno de los países, estimando que el abordaje de los problemas ambientales debe ir acompañado de un proceso de análisis y de reflexión crítica de otras situaciones graves que azotan a nuestro planeta, tales como la pobreza extrema, la deforestación y las migraciones masivas y descontroladas entre diferentes regio...