El gatopardo educativo
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El gatopardo educativo

¿Qué hay de neo en las pedagogías alternativas?

Miguel Martín Sánchez

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El gatopardo educativo

¿Qué hay de neo en las pedagogías alternativas?

Miguel Martín Sánchez

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¿Qué hay de neo en las pedagogías alternativas? Vivimos un cambio educativo constante, en el cual surgen decenas de propuestas que aspiran a reemplazar la educación formal institucionalizada, que se autoproclaman innovadoras y alternativas, contrarias a lo que denominan pedagogía tradicional. Lo que se plantea en este libro es un recorrido por las distintas formas de entender el proceder y la intervención pedagógica sobre la Educación en los últimos doscientos años, en cuyo transcurso han proliferado diversas corrientes, teorías, modelos y enfoques educativos. Obviamente, como verá el lector, cada intervención se justifica y fundamenta en una filosofía de vida y educación, algunas con muchos años de vida.Sustentado en la investigación y aportando datos e información sobre las principales pedagogías alternativas y su impacto educativo, la obra pretende valorar la actualidad y relevancia de estas corrientes. La pregunta que subyace es si tenemos algo neo en estas pedagogías alternativas que se dicen innovadoras, o acaso vivimos una especie de gatopardo educativo, como Tancredi en la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, con su idea sui géneris de transformación, en una suerte de vuelta a lo mismo, cambiándolo todo para que parezca nuevo, pero conservando en el fondo las mismas ideas. Se han llevado a cabo iniciativas, reformas y contrarreformas, modificaciones y vueltas, supuestas innovaciones que tienen… ¿más de retro o de neo? ¿Es todo novedoso y revolucionario? ¿Tenemos nuevos escenarios, pero los mismos problemas? De esto trata este libro.

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Information

Year
2022
ISBN
9788419023766

1.¿Pedagogía para qué? La escuela en la encrucijada

La pedagogía tiene que llegar a ser un estudio; de lo contrario no se puede esperar nada de ella, y el que ha sido echado a perder por la educación, educa no más a los otros. El mecanismo en el arte de educar tiene que transformarse en ciencia; pues si no nunca llegará a ser un esfuerzo coordinado; y cada generación va a querer demoler lo que haya erigido la otra.
INMANUEL KANT

1.1. Pedagogía y antipedagogía

No corren buenos tiempos para la Pedagogía, ni siquiera para la Educación en general. Pero en concreto los pedagogos y su ciencia no caen especialmente simpáticos. Las causas son muchas y los sentimientos, enfrentados. Hace casi cuarenta años, Joaquín García Carrasco (1983) publicaba un libro titulado La Ciencia de la Educación. Pedagogos ¿para qué?, en el que con atinado juicio reflexionaba sobre la importancia de la Pedagogía, sus debilidades y dificultades, así como sobre cuestiones relacionadas con la identidad profesional y el sentido y utilidad del conocimiento pedagógico. En pleno siglo XXI las ideas del autor siguen siendo relevantes y de actualidad, especialmente en un momento delicado para los pedagogos y su ciencia, porque están de moda, pero para convertirlos en diana, causa y efecto de todos los males educativos.
Los cambios políticos, sociales, económicos y filosóficos de los últimos cincuenta años, acrecentados por el fácil acceso a la información y la pérdida de grandes referentes culturales que caracterizan la sociedad actual, han generado un desencanto educativo y una pérdida de fe en la escuela y la educación como motor de cambio. Si a esto le añadimos el auge de la libre opinión, del menosprecio de la Pedagogía y la pervivencia contumaz de pensar que se puede enseñar solamente con práctica y con el conocimiento de la materia, despreciando (por inútil) el conocimiento que ofrece la Pedagogía (Prats, 2015), tenemos el terreno abonado para perseguir, por heréticos, a los pedagogos. En muchas ocasiones se considera el conocimiento pedagógico como algo parasitario y entonces, los antipedagogos, con aire autosuficiente proclaman como innecesario, en una suerte de realismo ingenuo, todo conocimiento pedagógico. La contemporaneidad muestra que existe una parte de la sociedad, e incluso del profesorado, que aboga por erradicar todo rastro pedagógico en la escuela, pues lo consideran delirios.
Cuando nos preguntamos qué es la Pedagogía y para qué sirve, en realidad buscamos una justificación práctica en términos de utilidad, de relevancia para la Educación y, también, de estatus científico y de reconocimiento social que justifique la razón de ser de la Pedagogía y de los pedagogos, qué hacen y para qué sirve lo que hacen, a lo que yo añadiría también por qué y para qué lo hacen. Tampoco, por lo inabarcable del término y la complejidad del objeto de estudio, parece claro saber a dónde va la Pedagogía.
A pesar de los designios más pesimistas, los ataques más feroces desde las trincheras antipedagógicas, la realidad se muestra terca e insultantemente explícita: los modelos tradicionales de enseñanza directiva no solo muestran signos de agotamiento (desde hace décadas), sino que resultan insuficientes en los tiempos actuales. Me atrevería a decir que no solo insuficientes, sino también injustificables.
En Pedagogía, como ciencia de la educación, hablamos de un campo de conocimiento concreto y delimitado, que aborda los procesos educativos generales con la intención de facilitar la acción profesional y mejorar la intervención educativa. La Pedagogía no es solo normativa o para, es una meta en sí misma, al establecer condiciones y efectos y desarrollar secuencias de intervención, entendiendo que los educadores desarrollan actitudes y destrezas en sus educandos, no solo conocimientos, sino también construyendo capacidades para proyectar una vida digna en los estudiantes, en una suerte de Pedagogía como interacción social y producción de sentidos (Pallarés-Piquer y Lozano-Estivalis, 2020).
La Pedagogía es ciencia y acción, y a pesar de los embates y feroces ataques desde múltiples aproches antipedagógicos, está muy viva, tiene presente y tiene futuro, porque «juega un papel necesario respecto de la relación constante con la calidad por medio del eje conocimiento-educacióninnovación-desarrollo» (Touriñán, 2018, p. 47). Y también es arte, porque nutre la creatividad y la sensibilidad (Santos, 2020a). Pero sobre todo es realidad humana, terriblemente terca, con una ontología relacional que la obliga a construir pensamiento propio y compartido (März, 2009). Desde esta perspectiva, la escuela pedagógicamente construida enseña a aprender a pensar por sí mismo y con los otros, construyendo los saberes y aprendizajes mediante la seducción o provocación, nunca por imposición ni repetición acrítica. Y abierta al progreso, reconociendo los firmes cimientos del pasado, pero mirando al futuro mientras construye el presente.
La Pedagogía en cuanto que ciencia de la educación, y la escuela como institución, se encuentran en una encrucijada, en una crisis perpetua abonada por el desencanto educativo y aderezada por un creciente antipedagogismo que no hacen otra cosa que enmarañar aún más el trabajo en educación.
La imagen social de la Pedagogía no es buena precisamente, porque se abusa de ella y se proclaman soflamas pseudopedagógicas como si fueran certezas, de una manera espuria que tanto daña su imagen, alimentada por la «opinionitis pedagógica», la «ceguera paradigmática» y el daño al prestigio y estatus académico de la Pedagogía y sus profesionales (Touriñán, 2018). Precisamente, una mayor formación pedagógica, seria, aplicada, completa y holística, contribuirá a un mayor empoderamiento profesional del profesorado y a una mejora de la reputación y prestigio de la función docente. Una lucha por la defensa profesional que viene de hace décadas, en un intento de construir una identidad social profesional que combinaba la lucha social activista y la vida profesional del profesorado (Groves, 2020).
Si no se clarifica y se dignifica la función pedagógica y la importancia (utilidad) del conocimiento científico en educación, «se abona la tierra para que en ella se siembre y crezcan exuberantes las grandes razones por las que la Pedagogía se convierte en ciencia imposible» (García Carrasco, 1983, p. 148) y seguiremos contribuyendo al antipedagogismo que lleva años creciendo en la escuela y la sociedad actual.
La escuela del futuro (del presente) requiere de profesionales educativos que atiendan (y que previamente sepan identificar) las necesidades educativas de sus alumnos y que respondan a las competencias profesionales que se precisan. Tal y como he mencionado anteriormente, el profesor no es solo un transmisor de conocimientos, sino que es un agente de cambio. Saber algo no es garantía de saber transmitirlo ni de saber despertar en el otro el interés por aprenderlo. ¿Qué tipo de escuela queremos? ¿Para qué la queremos? ¿Qué profesionales se precisan y cómo deben formarse? En este sentido, es preciso recibir una buena formación inicial del profesorado que responda a las demandas y características propias que la sociedad actual exige a la escuela. La educación no es inconmovible, es un proceso constante de cambio. ¿Por qué la institución escolar a menudo parece inerte? ¿Por qué en la formación del profesorado prevalece el modelo academicista?
Así, con relación a la identidad del profesorado, este no se limita a enseñar, sino también a educar, por cuanto enseñar y educar no son lo mismo, dado que saber no es garantía de hacer saber a otro y porque hay enseñanzas que no educan (Touriñán, 2013a); por lo tanto, entre las cualidades necesarias para un buen docente, ha de estar el absoluto convencimiento de que su labor es más educativa que instructiva, porque interviene en la dimensión individual del educando, sobre su personalidad y junto a la dimensión comunitaria de la educación en tanto de la construcción del binomio Individuo-Sociedad, por lo que debe orientar, planificar, socializar, dinamizar, organizar, seleccionar, elaborar recursos, evaluar, mediar… conjuntando los conocimientos teóricos, técnicos y prácticos, desde una reflexión sobre su acción pedagógica, con una mentalidad pedagógica autónoma y sustantiva, cuyo objetivo es aumentar y mejorar la formación del profesorado, incrementando su saber pedagógico general y aplicativo, normativo, tecnológico y axiológico en cuanto a la mejora de su intervención pedagógica en los procesos de enseñanza y educativos (Gil, 2011).
Los buenos educadores se construyen y disponen de experiencias y de un corpus teórico e investigador para fundamentar esas acciones pedagógicas: «“sé hacer algo” y “sé por qué haciendo de ese modo, se logra ese algo y sé qué otros modos hay de lograrlo y sé qué habría que hacer para reconducir el proceso adecuadamente”» (Touriñán, 2019, p. 19). Además, la mera formación inicial resulta insuficiente para un desempeño correcto de la práctica profesional. Hace falta una formación permanente durante todo el ejercicio de la función docente, máxime cuando se ha demostrado que la formación en ejercicio realiza un importante y significativo impacto positivo en la mejora de la competencia profesional del profesorado (Hargreaves, 1996).
Por otro lado, resulta también muy relevante en la búsqueda de ese perfil la construcción de una identidad profesional, entendida como la forma en que los docentes se definen a sí mismos y a los demás, como una construcción del yo profesional, que incluye un compromiso personal, una voluntad de aprender constantemente sobre la instrucción y ver el aprendizaje como algo continuo y con conocimiento pedagógico sustantivo sobre la educación, además del bienestar emocional (Lasky, 2005).
También es preciso analizar y delimitar cuáles son las competencias y destrezas necesarias para el profesorado. Pero antes, sería preciso hacer una reflexión en relación con su competencia técnica, es decir, sobre la base de que al docente se le debe exigir conocimiento teórico, técnico y práctico suficiente para elegir técnicamente el método de enseñanza más acertado, las destrezas, hábitos y actitudes necesarios para desarrollarlo, los conocimientos y competencias que se pueden llegar a alcanzar, el dominio de los conocimientos teóricos, tecnológicos y prácticos del área cultural que va a enseñar; pero, sobre todo, se le ha de exigir la capacidad de saber mirar pedagógicamente y dominar los conocimientos pedagógicos que le permitan tener la competencia pedagógica, es decir, justificar y explicar la conversión de los conocimientos culturales en intervención pedagógica, porque la competencia educativa del profesorado no está solo en conocer las áreas culturales, sino que se manifiesta en una competencia pedagógica que lo capacita para transformar el conocimiento cultural en un instrumento para desarrollar el carácter propio de la educación (Touriñán, 2013b).
Creo que las competencias y cualidades que la sociedad actual y la escuela deseada le exigen al buen docente las encontramos hace ya más de veinte años en las recomendaciones del famoso informe Delors (1996) y sus cuatro pilares de la educación: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a ser y aprender a vivir juntos. Teniendo en cuenta estos cuatro pilares, la construcción de la identidad profesional, la formación inicial y el conocimiento pedagógico, considero que las competencias y cualidades del buen docente que construiría su perfil profesional competente en la escuela del siglo XXI son: el compromiso con su función; el conocimiento de la Pedagogía en cuanto que ciencia de la Educación; la reflexión sobre su práctica; el conocimiento, respeto y empatía hacia sus educandos; el dominio de diferentes estrategias de enseñanza-aprendizaje; el trabajo en equipo, con la familia y con el centro; permitir e impulsar el desarrollo emocional, físico, personal y social del educando; promover transferencias de aprendizaje; desarrollar actitudes positivas en los educandos. Creo necesario que, entre las características del profesorado competente del siglo XXI, esté la capacidad de alteridad de la relación educativa (Vila, 2006; 2019), de ponerse en el lugar del otro, desde el respeto al discente, de generar expectativas de aprendizaje en sus estudiantes desde la humildad académica, pero con el absoluto convencimiento de que el conocimiento se construye de unos con otros, en un giro comunitario, entendiendo la escuela y la función docente como una manifestación social de una dimensión constitutiva de la realidad humana, porque el ser humano se desarrolla en comunidad y porque la escuela y la práctica docente, en cuanto que resultado del pensamiento humano, no puede hacerse si no es de unos con otros, de otros entre otros (Zorroza, 2015). La socialización sirve para entender al otro, la educación sirve para entendernos a nosotros mismos y la escuela sirve para ambos propósitos.
En conclusión, el docente competente para los tiempos actuales domina las competencias técnicas relacionadas con las áreas culturales, las competencias pedagógicas y metodológicas que le permiten justificar sus acciones y las competencias participativas que favorecen la comunicación y el desarrollo de los educandos (Cano, 2006) desde una pedagogía mesoaxiológica (Touriñán, 2015).

1.2. Cambio e incertidumbres

La crisis de la escuela (de cierto modelo de escuela) es evidente, pero de la escuela moderna que ya no se entiende en la era posmoderna. La posmodernidad es distinta, es otra, y los lenguajes y planteamientos de la escuela surgen de una modalidad cultural totalmente diferente, a veces insignificante en la globalidad y conocimiento universal; no dicen nada, no se entienden, para los jóvenes estudiantes están en otro idioma. Esto es muy importante, pues hay que empezar a hablar de otra manera, a presentar en clase problemas reales, pues muchas veces lo que se presenta nada tiene que ver con lo que los estudiantes hablan, conversan, viven. Resulta relevante tener claro que la crisis en la Educación no ataca y acelera la desaparición de la tradición y la cultura, es precisamente un reflejo de esta desaparición (Snir, 2018).
La escuela y la Educación están en crisis, ¿seguro? Pero ¿qué escuela?, ¿qué modelo pedagógico? Puede que la escuela como institución social, a grandes rasgos, esté en crisis, pero no las escuelas que, a pesar de todo, siguen funcionando y desempeñando bien su trabajo. Y funcionan porque cuentan con grandes maestros profesionales, implicados y convencidos de su trabajo, a pesar de los ataques de todo tipo que sufren a diario. El problema está en identificar qué modelo de escuela no funciona, y aquí tenemos que seleccionar y ser prudentes, porque no todas las escuelas son iguales ni todos los maestros son idénticos. Entonces, ¿de qué crisis hablamos, de qué encrucijada? La respuesta la hallamos en las prácticas pedagógicas tradicionales, directivas, instruccionales y homogeneizadoras que, aunque cada vez son menos y cada vez más aisladas, siguen adoptándose en algunos centros educativos. Para ello, esta encrucijada nos invita a abandonar estas prácticas y adoptar modelos democráticos en los que, desde una perspectiva crítica, fomenten entre el alumnado la capacidad de enfrentarse a retos y buscar novedades, formar al estudiante para que sea autónomo y capaz de afrontar problemas por sí mismo, que sepa tomar decisiones para su futuro. Desde la escuela primaria hasta la universidad, el sistema educativo debe fortalecerse, para educar desde las necesidades básicas de ciudadanía, participación, estabilidad democrática y compromiso ético-cívico, desarrollando el capital social de los estudiantes (Santos, 2020).
La escuela está en la encrucijada, quizás más que nunca, ante los avances de un mundo globalizado e interconectado que precisa nuevos aprendizajes. Los sistemas educativos deben abandonar toda pretensión de homogeneización y abanderar el principio de inclusión, equidad, participación, democracia y justicia social. La realidad actual acecha y amenaza el futuro sostenible, con una gran incertidumbre sustentada en la desigualdad social y la brecha educativa. Aquí es donde se hace más evidente la necesidad de contar con maestros y profesores comprometidos, activistas educativos, pese a la gran paradoja educativa que nos muestra que, en algunos casos, la educación puede ser generadora de desigualdad, pero que a la vez es la mejor y más efectiva herramienta de la que disponemos como sociedad para reducirla y promover el cambio social (Murillo y Hernández, 2014).
Pero ¿qué es la escuela?, ¿es un servicio público o un bien de consumo? ¿Está al servicio del mercado y el capital o debe promover el empoderamiento, la ciudadanía crítica, ser participativa y equitativa? No son preguntas baladíes, sino que en ellas reside el modelo pedagógico de la escuela. La escuela es un prisma que, dependiendo desde donde lo observemos, nos dará una visión diferente, en ocasiones convergente, pero en otras divergente. La visión del prisma puede ser una dimensión social, moral y humanista de la escuela; o podemos verla desde el prisma económico, utilitarista y mercantilista de la educación. Es evidente que la escuela del presente-pasado, que muchos, desde una posición reaccionaria y nostálgica, reivindican como la mejor posible, idealizan el pasado y acusan a la Pedagogía de todos los males (Trilla,...

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