Crónica del puerto de Veracruz
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Crónica del puerto de Veracruz

Pacheco, José Emilio; Benítez, Fernando

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Crónica del puerto de Veracruz

Pacheco, José Emilio; Benítez, Fernando

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En esta Crónica del puerto de Veracruz se suman las voces de dos de nuestros más destacados cronistas: tanto Fernando Benítez como José Emilio Pacheco hicieron de los temas históricos materia de textos amenísimos y vivaces. Se reparten aquí la historia llena de incidentes y hechos ilustres del cuatro veces heroico puerto de Veracruz. Benítez de ocupa de la historia prehispánica y colonial de la ciudad, y Pacheco narra su devenir en el México independiente, frente a las intervenciones extranjeras y a lo largo del Porfiriato y la Revolución, incluidos sus más insignes aportes a la cultura nacional.

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Information

Publisher
Ediciones Era
Year
2020
ISBN
9786074455878
PRIMERA PARTE
De Cortés a Humboldt
Fernando Benítez



El Jueves Santo, 21 de abril de 1519, diez navíos anclan en el pequeño islote de San Juan de Ulúa y, apenas recogidas las velas, dos grandes canoas, llenas de indios ricamente ataviados, parten de la playa y sin vacilación se dirigen a la nave capitana donde flotan los estandartes reales.
¿Por qué se detienen aquellas casas flotantes precisamente frente a un inhóspito arenal del Golfo y por qué, sobre todo, salen a su encuentro como si los estuvieran esperando aquellos extraños señores indígenas?
Todo comenzó el 12 de octubre de 1492 cuando un hombre llamado Cristóbal Colón, después de cruzar el Mare Tenebrosum, desembarcó en la isla Guanahaní del Caribe y tomó posesión de ella a nombre de los Reyes Católicos Isabel y Fernando de Castilla y Aragón.
Decía fray Bartolomé de las Casas que Dios lo movía a empellones. Tuvo Colón una idea muy simple: ir en busca de la India por el camino de Occidente y creyó haber llegado realmente a las Indias, basado en los cálculos del geógrafo Toscanelli.
Había sonado la hora del mundo hispánico. Vasco de Gama, entre el cielo y el mar, se hace traer los instrumentos de navegación y unos grilletes y, ante la tripulación sublevada, arroja al mar compases y astrolabios y grita: “El piloto es Dios” y, señalando los grilletes, añade: “El que no lo obedezca, será encarcelado”. Unos días después descubre la India.
Colón, con la tripulación también a medias sublevada, descubre un nuevo mundo y hasta su muerte cree que es la India. Es inútil que los alquimistas traten de producir oro. Sus retortas hirvientes de nada sirven. El oro nace en las Indias. Con ese oro, piensa, formará un ejército de 100 000 infantes y 10 000 caballos y conquistará Jerusalén. La visión del oro lo enloquece y llega a decir: “El oro es excelentísimo; de oro se hace tesoro y, con él, quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo y echa las ánimas al Paraíso”. Siempre pregunta por el oro: dónde nace el oro, quién tiene oro.
Los indios, acosados a preguntas, responden: “Allá, más allá, en otras islas, allá está el oro”. Colón atisba el vuelo de los pájaros y las señales de las estrellas. De regreso a España, los Reyes Católicos le rinden honores. Se hace célebre, pero en 1500 un tal Bobadilla lo manda a España cargado de cadenas.
En sus cuatro viajes recorre las Antillas, descubre el continente, cree que el Orinoco es el Ganges y lo remonta en busca del Paraíso, sufre huracanes, desafía las tormentas y muere. Otros españoles descubren el Pacífico, recorren las costas desde Canadá hasta el Río de la Plata y sólo encuentran hombres adánicos o pequeños grupos salvajes armados, bosques y selvas, ríos gigantescos, aldeas miserables, oro muy escaso a cambio de muertos, peleas entre españoles, naufragios, codicias, desencantos. La visión de Ofir, de Cipango, de las amazonas, de El Dorado, de las Siete Ciudades, todos los sueños de la Edad Media se desvanecen. El fracaso de Colón ha costado millones, ruinas, hecatombes de indios, pequeños déspotas, crímenes y degüellos.



Francisco Hernández de Córdoba

Es triste y rutinaria la vida en las Antillas. Los dueños de los pueblos ven morir a sus indios y organizan expediciones en busca de nuevos esclavos. Cuidan sus piaras de cerdos, sus cultivos. Esperan inútilmente que Diego Velázquez, gobernador de Cuba, les otorgue minas o encomiendas.
Había muchos –ciento diez hombres– vagabundos, aventureros de profesión, deseosos de armar una flota “para ir a nuestra ventura –dice Bernal– a buscar y descubrir tierras nuevas y emplear nuestras personas”.
Finalmente reúnen un poco de dinero y logran interesar a Francisco Hernández de Córdoba, un hidalgo rico dueño de un pueblo de indios. Compran dos barcos mal equipados y el gobernador les fía una tercera nave “a condición de que se la pagaran con indios esclavos de las islas Guanajes”. Antón de Alaminos, antiguo compañero de Colón, es su piloto.
Alaminos recuerda algo sucedido en 1502, es decir, quince años atrás. Hallaron una gran barca entoldada que llevaba indios vestidos lujosamente, cacao, mantas, hachas de cobre. Hablaron de grandes ciudades, pero el almirante creía estar cerca del Ganges y siguió adelante. Alaminos, al recordar el encuentro, señala que hacia el poniente quizá descubrirán los imperios que Colón buscó inútilmente en cuatro viajes tormentosos. Hernández de Córdoba estuvo de acuerdo. De un modo o de otro iban sin rumbo fijo, al azar, guiados por la misericordia divina.
El 8 de febrero zarparon los tres barcos y veintiún días después de navegar de día, por temor a los bajos, avistaron cerca de una playa pirámides y palacios levantados sobre un blanco caserío.
Cuando “todo ocurre por primera vez”, toma un sentido de creación trascendente. Antes no había nada, y de esa nada surge la novedad, lo cual es, en este caso, lo presentido, lo intuido, lo señalado. La pirámide, el templo y el caserío se ven como pagodas, como mezquitas, como relatos de Marco Polo. Colón no estaba equivocado. Por el Occidente ha surgido el Oriente. Es el reino del Gran Kan, es Egipto, es el Nuevo Cairo y así se le bautiza antes de desembarcar y tomar posesión de la tierra.
Sin embargo, ¿quién sabe? Parece que esos indios, de algún modo inexplicable, conocen su existencia porque diez barcas salen a su encuentro y vocean, hacen señas, les dan la bienvenida. ¿Cómo no trajeron a un conocedor de lenguas orientales? ¿Cómo saber lo que quieren, lo que hablan?
Los indios no abordan las naves. Regresan y cae la noche. Al día siguiente vuelven las barcas y Bernal oye que dicen: “Conex c'toch”, y traduce lo que él desea traducir: “Andad acá a mis casas”.
Hay muchos indios, demasiados indios, y el capitán receloso decide bajar en plan de guerra, apoyado en quince ballestas y diez escopetas. Los mayas atacan, relucen los aceros, zumban las ballestas. En el furor de la batalla, el clérigo de la expedición, un tal Íñiguez, invade los santuarios y se lleva algún oro, unos cuchillos de pedernal, unos ídolos con caras de demonios. Hernández de Córdoba ordena la retirada, no sin cautivar a dos indios que están bizcos, pues la bizquera provocada es signo de belleza entre los mayas. Se les llamaba Melchorejo y Julianillo y sobre ellos recaerá la gloria de ser los primeros traductores. Abandonan el Gran Cairo y continúan el viaje bordeando la península hasta Campeche. Falta agua. Los viejos toneles la dejan escapar y los navegantes se mueren de sed.
Otra ciudad semejante al Gran Cairo y otros guerreros: Hernández de Córdoba manda pipas y toneles en un esquife. Aparecen cincuenta señores ataviados de mantas coloridas. A señas preguntan qué buscan. Por señas los españoles responden que sólo quieren agua y marcharse. Los indios encienden un fuego de cañas y dan a entender que, cuando terminen de arder, los atacarán. El capitán se lleva el agua y evita otro combate.
El encuentro olvidado de aquella barca, la historia confusa de unos náufragos blancos, a la que aluden Melchorejo y Julianillo, se ha difundido a lo largo de las selvas y los indios están alertados. Hernández de Córdoba ha salido para hacerse de esclavos, para rescatar un poco de oro, y se topa con un viejo refrán: “Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos”. El cazabe amarga, falta el agua, enfrentan derrotas. Así llegan a Champotón que Bernal oye como Potonchán, el lugar donde Quetzalcóatl se embarcó en una balsa de serpientes prometiendo volver. El capitán ya no desea oro, sino agua y volverse a Cuba, para regresar mejor pertrechado y tomar venganza.
Descienden temerosos y pronto los rodean unos guerreros pintarrajeados. A señas preguntan si vienen del Oriente, de donde sale el sol. A la hora del Ave María, se retiran. Hernández de Córdoba no sabe si debe embarcarse o combatirlos. Sus dudas terminan al amanecer, cuando un ejército los ataca. Entonces ocurre algo extraño, un aviso de lo que ocurrirá en México y en el Perú. El jefe, el sacerdote guerrero, es un dios, el que centra la fuerza y el representante de los poderes soberanos, y caído ese dios se asegura la victoria. Se escucha un grito: “Al calachoni, al calachoni”, la orden de ultimar al capitán. Hernández de Córdoba cae atravesado por diez flechas. Muere la mitad de los españoles; la otra mitad está herida. En un esfuerzo desesperado abordan sus esquifes. Hasta el mar se les acosa. Validos de espadas y remos se baten y allí hubieran muerto si los barcos no acuden en su auxilio.
El regreso es atroz. Heridos, agonizantes, deben librar nuevos combates. Al llegar a Cuba muere Hernández de Córdoba. El gobernador Velázquez escribe al Consejo de Indias acerca de su gran descubrimiento y del mucho dinero que ha gastado en honra y provecho de su monarca.



Juan de Grijalva

El ambicioso y poltrón gobernador de Cuba organizó una nueva expedición al mando de Juan de Grijalva, joven pariente suyo de veintiocho años. Esta vez descubren la pequeña isla de Cozumel, circundada del cobalto resplandeciente de sus mares. Llegados a Champotón, la costa de la Mala Pelea, Grijalva tiene una deuda que saldar y dispone el asalto. A pesar de que llevan ropas acolchadas, aun antes de desembarcar la mitad de los españoles son heridos de flechas. Se empeña la batalla. Una manga de langostas cae sobre los combatientes y los españoles, entre la espesa lluvia, no aciertan a distinguir si son insectos o flechas voladoras. Con todo, las espadas, las lanzas y la novedad de los falconetes terminan por derrotar a los indios. Hubo siete españoles muertos, muchos heridos leves y Grijalva salió con dos dientes rotos y tres flechazos.
Dejando atrás las calizas y los chaparrales de Yucatán, entran a la selva costera del Golfo y a sus ríos caudalosos. Surge otra isla que, andando el tiempo, será refugio de piratas: la isla del Carmen, situada entre el mar azul y las aguas cargadas de oscuros limos de un gran río. Como Antón de Alaminos, el piloto de Colón, Grijalva sigue creyendo que Yucatán es una isla que parte términos en el estuario. El lugar se bautiza con el nombre de Boca de Términos. Solo una blanca pirámide se yergue cerca de la plaza deshabitada.

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Juan Grijalva y el cacique maya Tabscoob. Potonchán, 8 de junio de 1518.
Detalle del mural público realizado por Héctor Quintana para el estado de Tabasco.

Ocurre algo extraño. Un marinero cree oír el ladrido de un perro. Se ríen de él, ya que en el Nuevo Mundo no hay perros. No ríen mucho tiempo. Las naves se acercan y va precisándose la figura del robinsón canino. Los saluda con ladridos, retozos y meneos de su cola y, por último, se echa al mar y se adelanta a recibirlos.
Es una lebrela y no presenta el lamentable aspecto de los náufragos, pues Bernal la recuerda “gorda e lucida”. Enloquecida, lame las botas y las manos de los soldados. De pronto parece reflexionar que algo se espera de ella y a la carrera se pierde en el boscaje. Los soldados, después de un largo rato, disponen la marcha cuando irrumpe la lebrela llevando un conejo en la boca. Comprende que un conejo no es nada para el hambre de sus amos, los lobos del mar, vuelve al bosque y trae una nueva presa. En poco tiempo hay conejos para todos.
La lebrela se para de manos sobre el pecho de los soldados, los mira y mira al bosque como invitándolos a proseguir la cacería. Logra despertar la pasión venatoria de los españoles y emprenden la batida. Cuando el resto de la flota se les une, la nave está empavesada con innumerables pieles de conejo y de venado. Tropiezan con iguanas y armadillos, pero no se atreven a cazarlos. Fuera de este episodio, la lebrela no figura en la historia. Ni Bernal la menciona.
Andando las naos de hinchado velamen, descubren un nuevo río de aguas oscuras bordeado de espesa vegetación. De pronto el río se llena de banderas blancas. Las banderas se agitan en altísimas astas. Grijalva teme una celada y envía dos bateles con soldados mientras él permanece a bordo organizando refuerzos. Los soldados descubren en un claro de la selva, tendidos sobre esteras, faisanes y pescados asados, jícaras con chocolate, frutas exóticas y señores amistosos lujosamente ataviados. El intérprete Julianillo oye hablar en náhuatl, una lengua desconocida.
Grijalva, ante las nuevas, se apresura a desembarcar. Los señores, entre reverencias, lo invitan a sentarse y lo sahúman con incienso perfumado. Ordena el capitán les regalen sartales de cuentas y, sacando una pieza de oro, con ademanes elocuentes les da a entender que quiere oro a cambio de sus cuentas de vidrio. No pueden hablar. Al capitán se le dan plumas, comida, cacao y oro... oro en abundancia. De los templos, de las casas sale el oro y entran los sartales de cuentas. Grijalva levanta los brazos en ademanes elocuentes y pretende inq...

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