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About this book

Quince escritores (narradores, poetas, ensayistas) menores de cuarenta años hurgan entre las huellas que han marcado su memoria y ejercen su oficio: escribir, construir, acosar, narrar, recrear, acaso inventar para ofrecernos este mosaico que se llama Trazos en el espejo. Rápidos esbozos narrativos de momentos clave, pasiones, dramas, pobrezas, aventuras librescas, escenas de lo cotidiano y lo singular.

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Information

Publisher
Ediciones Era
Year
2013
eBook ISBN
9786074451030
Alberto Chimal
Image
El señor Perdurabo
Escribo esto tendido boca abajo. Es una posición muy incómoda. La hace peor el hecho de que, para evitar que el dolor se agudice, tampoco estoy exactamente en decúbito ventral; además de que me apoyo en los codos, para poder usar las manos y alcanzar el teclado de la portátil, necesito inclinar un poco el torso de manera que mi costado izquierdo no toque, o toque apenas, la superficie del sofá cama.
Si el costaºdo toca la superficie con demasiada fuerza, más dolor. Si me muevo bruscamente, más dolor. Si intento levantarme, más dolor.
El párrafo anterior es un tricolon: este tipo de bagatelas intangibles, de vanidades inútiles, son las únicas que me quedan por el momento. Y debo continuar así. Raquel, mi esposa, duerme en el cuarto, a una puerta de distancia, y no deseo despertarla. Otra vanidad inútil: soy un tipo difícil a ratos pero no a sabiendas, y trato de no ser malévolo aunque sea inútil y hasta perjudicial.1 Si esta actitud es aprendida (y según las ideas actuales debe serlo), no lo fue a mediados de los años setenta: no lo fue cuando yo era niño y mi mamá María del Carmen sacaba, del cajón de la cocina, la pala de madera.
Mi mamá Gema, quien se encargaba de cocinar y mantener la casa, hacía con esa pala la mezcla de los hot cakes y otros platos. Pero el utensilio existía, sobre todo, como amenaza. Se le invocaba con frecuencia para mantenernos en nuestro sitio, y la mención surtía efecto porque a veces sucedía: a veces alguna de las mamás tomaba en efecto la pala, en efecto sacaba al patio de la casa a alguno de nosotros y en efecto nos daba una paliza.
A mí siempre me golpeaba María del Carmen: me tomaba de la muñeca izquierda, para que no escapara, pero yo intentaba huir de todas formas y terminaba girando alrededor de ella mientras ella me golpeaba: un carrusel de un solo caballo con gritos y reproches en vez de música.
No debo haber aprendido la bondad entonces porque recuerdo las ofensas que ocasionaban los golpes, y eran triviales: desobediencias, descuidos. Ninguna provocó verdaderos daños: jamás causé la ruina ni mucho menos la muerte.2 Y en descargo de María del Carmen, debo decir que tenía reglas claras y que las cumplía: las mismas causas producían los mismos efectos. Pero tal vez (pienso ahora) los castigos tenían lugar por algo más importante que mis actos; tal vez ella sólo deseaba mantener su poder sobre mí. Lo tenía sobre todos en la casa, porque siempre fue la más fuerte, pero yo era su blanco: su objeto especial.
Todo esto lo entendí después, mucho después. Yo crecí sin saber que era un ser extraño: que no es habitual tener dos madres sustitutas, un padre-madre y una familia apretada y movediza.
Paso ya de los cuarenta años si se cuentan los meses de mi concepción. De un viaje, hace cosa de un mes, regresé con fiebre y con muchos dolores. La fiebre ha continuado, yendo y viniendo, y los dolores han disminuido pero –para hacerse fuertes– se han reunido y se han convertido en uno solo: el de la región lumbar, un poco a la izquierda, donde está mi riñón. La doctora solicitó análisis y dijo que las infecciones de las vías urinarias altas son para tomarse en serio.
Me sentí un poco abochornado en la consulta y me siento un poco abochornado ahora, pero en este momento no es por las palabras “vías urinarias”3 sino por esto: ya entiendo la famosa rebelión del cuerpo. Ya sé cómo serán los años por venir, cuando estos desperfectos se vuelvan más y más frecuentes. Ya sé también, por esta muestra pequeñísima, cuánto pueden lograr la prolongación del dolor y la debilidad.
Y ésta es la primera noche en una semana, por lo menos, que no paso en perfecto decúbito ventral: como en ésta, en todas las otras la fiebre y el dolor me han despertado y me he tenido que quedar así, boca abajo, los brazos paralelos al torso, como para ser utilizado en una práctica de disección, abandonado a las imágenes y las palabras negras.
Más vanidad: conozco el término decúbito ventral desde los ocho años.
Las tres mamás, por supuesto, eran hermanas: las Chimal,4 que vivían juntas en la misma casa de tres habitaciones en Toluca, la capital del estado de México, la del corredor industrial y los clanes de políticos. Las tres vivían con Adrián, el hermano de ellas, y con sus padres: Adrián primero, herrero venido de Temascalcingo,5 e Isabel, su esposa. Ésta era una matriarca todavía más formidable que María del Carmen –me dicen–, pero ya declinaba. Murió en 1977, de cáncer. Todos estábamos juntos en esa misma casa, tan cerca del estadio de la Bombonera que no es necesario encender la televisión para enterarse de cómo van los partidos. Mi hermano Jorge Adrián nació en 1973, mi hermana Moncerrat dos años más tarde, y ha habido muchos otros: tíos y primos en visitas prolongadas. En la casa han llegado a dormir hasta once personas, aprovechando literas, camas dobles o matrimoniales y algunas veces los sillones de la sala. Los cuartos se asignan y se traspasan según va haciendo falta: según llegan y se van las personas y las generaciones.6
En mi infancia y mi adolescencia no pensaba en la soledad, pero éste fue el primer aprendizaje que hice sin ayuda: el rasgo central del carácter de los Chimal era –sigue siendo– la dejadez, y ésta se manifestaba en que las puertas de los dormitorios de la casa no tenían cerraduras: cuando mucho, se atoraban con un mueble o un trozo de cartón entre el marco y la hoja, y así podían ser abiertas en cualquier momento. Entrar o salir a deshoras implicaba siempre el riesgo de despertar a alguien; cuando –tarde– comencé a rebelarme, y volvía de madrugada a la casa, María del Carmen me esperaba sentada en la sala, con una luz encendida y la disposición de hacer que todo el mundo escuchara lo que quería decirme.
El abuelo Adrián mantuvo, hasta pocos años antes de su muerte, una costumbre que él y su esposa7 tenían incluso cuando sus hijos eran pequeños: el paseo familiar nocturno, diario, obligado, todos en el coche, o tantos como fuera posible, durante una media hora, a vuelta de rueda por el centro de la ciudad. Para ver las luces: las farolas, los aparadores y el anuncio de Corona en donde hoy está el Museo de la Cerveza. Mis primeros recuerdos del exterior más allá de la casa están siempre salpicados de voces de otros y reflejos sobre cristal.
Sólo había un modo de estar solo: nadie más que yo leía los libros guardados en la casa, puestos en los estantes y dejados allí, o amontonados sobre los muebles o debajo de ellos.8 Mis comentarios sobre lo que leía nunca interesaban; mis búsquedas en esas páginas, tampoco. Y en 1978, entre muchos otros hallazgos, di con un tratado de disección bajo una de las camas en el cuarto de mi tío Adrián,9 quien es médico como lo fue María del Carmen. Nadie me acompañó a ver las ilustraciones de los cuerpos hendidos, de los diferentes órganos, músculos y nervios y de los métodos para sondear en los cadáveres, pero a todos les hizo mucha gracia que me aprendiera las descripciones y los términos. Para mí –pero eso, como las otras impresiones profundas, no se podía decir– eran conjuros: el cadáver en decúbito ventral; el miembro superior en abducción; hágase una incisión del tercer al segundo espacio intercostal…
No tengo sueño ahora. Es una suerte: el dolor nunca es peor que cuando no deja dormir. Entonces vienen los malos viajes, como se decía en otro tiempo: las imágenes que son mitad sueños y mitad fantasías masoquistas. El malestar en la cabeza, que no se va nunca, me ayuda a perderme en esas visiones con la impotencia de quien sueña pero con un ánimo activo, despierto, que puede ver más claramente los detalles y extraer de ellos las conclusiones más espantosas. Todo era mucho peor en los días de la fiebre, que me duró unas dos semanas y subía hasta los cuarenta grados y bajaba sólo tras horas y horas y horas, pero en esos días no podía pensar.
Ahora puedo hasta escribir de las imágenes, y de mi vergüenza: en estas horas que hacen pensar en pruebas y límites, todo lo que se me aparece –todas las destrucciones y los desastres– tiene que ver estrictamente conmigo10 y no con el mundo ni con la humanidad.
La muerte, la podredumbre del cuerpo y el hundimiento de la conciencia son lo más homogéneo: todos se basan en el mismo cuento de Aleister Crowley. “El testamento de Magdalen Blair” cuenta la historia de una mujer con tal poder telepático que puede mantener el contacto con su marido incluso después de que éste ha fallecido, y por lo tanto puede “ver” cómo es realmente la muerte: cómo no hay más allá, no hay cielo ni infierno ni dios, y la conciencia se extingue poco a poco en el cerebro que se descompone, prisionera del cuerpo al que ya no rige. La extinción definitiva viene acompañada de alucinaciones espantosas: la impresión de una tortura eterna acompañada de aullidos, y tanto el dolor como el sonido llenan un espacio que se vuelve más grande que el universo entero.
Muchas personas dicen temer más al dolor que a la muerte. En este caso, lo que debo pensar es que mi peor temor es más bien a lo inevitable del fin, y a la posibilidad de que sea, a fin de cuentas, el infierno para todos: algún texto que leí hace tiempo insiste en el humor negro del cuento de Crowley, pero para mí, desde la primera vez que lo leí hace varios años, es una representación insuperable de la crueldad divina, o –incluso mejor– de su reverso: la malevolencia de un mundo sin sentido, que es estrictamente producto del azar y de la percepción humana, engañada por su necesidad de encontrar patrones y propósitos.
En cuanto a las otras imágenes: las que se refieren a la ruina durante la vida, son más variadas, pero tienen que ver sobre todo con libros y escritura. Es natural: hay un librero junto al sofá-cama, otro delante y otro detrás, todos repletos; además, me dedico a esto, y además desde hace mucho tiempo tengo claro que, al contrario de otros colegas más afortunados, para mí todo descansa en esto.
En realidad (pienso, mientras escribo y trato de no moverme, y de vez en cuando mis dedos se tropiezan en el teclado porque no tengo luces encendidas), los momentos oscuros vienen de mucho antes de las fiebres de ahora y tienen que ver siempre con lo mismo: con la misma tarea luminosa y la misma tarea horrible. De las tres hermanas, María del Carmen era quien tenía el derecho de castigar con la pala porque era –el término siempre me ha parecido rarísimo– mi madre biológica. Mi padre, de quien ella no se separó porque no se casaron ni vivieron juntos, es un médico que vive en otra ciudad; los dos se conocieron, creo, mientras hacían su residencia en el Distrito Federal. Por años y años, esto fue lo único que supe, pues el patrón de nuestro conocimiento –el mío y el de mis hermanos– fue siempre igual. Primero tuvimos que aprender que yo no era hermano de ellos (pues Jorge y Monce son hijos de Gema) aunque nos criáramos como tales; luego, que el abuelo Adrián no era nuestro papá aunque todos lo llamáramos así y que Adrián segundo, a quien todos llamábamos “Tito”, tampoco; y por último, que nuestros padres no habían hecho más que engendrarnos y hasta allí se podía hablar del asunto. No se mencionaban ni sus nombres. No tuvimos que aprender el silencio porque crecimos con él entre las tareas de la escuela, las salidas a la tienda y el mercado, la televisión por las tardes, las canciones de Sandro de América y Rocío Dúrcal.11 Así como los asuntos urgentes se aplazaban hasta que dejaran de molestar o nos acostumbráramos a la molestia, así ciertas cosas no se preguntaban: hacerlo hubiera sido traicionar una confianza profunda, someter a la otra persona a una prueba injusta; mejor no decir nada y mantenerlo todo tranquilo, fijo en las necesidades y los deberes del momento.
Por esto tardé mucho en saber, por ejemplo, la leyenda de mi propia concepción, según la cual mi madre fue con su mejor amiga en el hospital, le dijo que estaba embarazada y, cuando la amiga se negó a hacerle un legrado, ella dijo que no, que cómo, que por supuesto que lo iba a tener. Ella siempre te quiso, me dijeron.
Y también por eso tardé en saber la otra leyenda: que a pocos meses de mi nacimiento, mi abuela paterna llegó a pedir que me entregaran a mi padre, para que él me criara, y hubo una escena de melodrama con tirones, amenazas, expulsiones amargas y, por fin, la profecía de la abuela, quien ya con un pie en el coche que la sacaría para siempre de mi vida se dio vuelta, me dijeron, y aseguró que mi madre jamás podría hacer de mí una persona de provecho. No lo va a criar bien, dijo; le va a salir torcido. O así me dijeron. Por eso, me dijeron también, tu mamá es como es: porque quiere demostrarles que sí va a poder.
Lo primero que yo supe de todo esto fue el rigor: la necesidad de esforzarme constantemente y de hacerlo todo bien. Siempre ser justo y bondadoso y poner la otra mejilla; siempre obedecer; siempre sacar la mejor calificación en la escuela. Esto en especial era lo que más le importaba a mi madre cuando estaba en casa:12 la pala era el castigo de las faltas menores, pero las calificaciones eran la medida del éxito futuro y la prueba de que (además) María del Carmen no había engendrado a un tonto.13 Yo tenía la capacidad para hacerlo todo bien y cualquier otro resultado era indigno.
Y yo tenía, es cierto, alguna capacidad: sacaba dieces, resolvía los problemas de los libros de matemáticas, recordaba las fechas y los nombres. Todavía recuerdo muchos. Pero tenía prohibido cualquier orgullo y cualquier sensación de logro. Esto tuvo consecuencias: jamás me alegraron los fallos de los otros, pero me aterraban las posibles deficiencias que yo pudiera tener a pesar de todo;14 la fe no me falta, cuando la necesito de veras, pero hasta hoy una sola cosa que me salga mal pesa mucho más –en mi conciencia desprevenida– que muchas que salgan bien.
Cuando María del Carmen se enfurecía de veras, declaraba que no iba a verme llegar con una batea de babas; tardé años en saber qué significaba la palabra batea y terminar de figurarme la imagen repugnante. Y sólo acabé de comprender hasta 1981. Yo hice la primaria en una escuela pública, la “Justo Sierra”, que entonces ocupaba una cuadra completa15 y en la que mi mamá Meche era maestra de sexto año. En esta escuela se acostumbraba entregar diplomas y boletas de calificación en una ceremonia anual. Cuando pasé de cuarto a quinto de primaria, en mi boleta final de calificaciones aparecieron, en vez de los dieces uniformes de otros años, dos nueves y dos ochos.
Se me ha borrado ahora la cara de rabia (¿de odio?, ¿podría decir que de odio?, ¿pensé eso en aquel momento?) de María del Carmen, pero en cambio recuerdo el frío en el bajo vientre, la sensación de calambre en los brazos y las piernas cuando yo mismo vi los números por primera vez y que no desapareció cuando fui a decirle, cuando me miró como lo hizo, cuando empezó a decirme todo aquello en lo que estaba fracasando y las lágrimas me brotaron heladas…
Meche pudo corregir el error antes de que la ceremonia terminara y cambiar la boleta ofensiva por otra con los dieces correctos. Trece años después, cuando María del Carmen estaba a punto de morir, sostuve mi última conversación larga con ella, le hice algún reclamo, mencioné a Meche y ella me respondió que Meche siempre había sido blanda y complaciente:16 por ejemplo, dijo, aquella vez que falsificó la boleta para que yo no viera lo que te habías sacado. Para taparte. Entonces me aguanté, no dije nada para no hacerla más grande, pero a mí no me engañan.
No se me olvida su cara (¿de alegría?, ¿podría decir que de alegría?). Ahora escribo que...

Table of contents

  1. Cubrir
  2. Título
  3. Derechos de autor
  4. Índice
  5. María Rivera
  6. Alberto Chimal
  7. Hernán Bravo Varela
  8. Julián Herbert
  9. Luis Felipe Fabre
  10. Socorro Venegas
  11. José Ramón Ruisánchez
  12. Guadalupe Nettel
  13. Brenda Lozano
  14. Agustín Goenaga
  15. Juan José Rodríguez
  16. Martín Solares
  17. Antonio Ramos Revillas
  18. Daniela Tarazona
  19. Luis Jorge Boone
  20. Colaboradores