KEW GARDENS
Del arriate ovalado brotaban cientos de tallos que a media altura se abrían en hojas acorazonadas o lanceoladas y desplegaban en lo alto pétalos rojos, azules o amarillos con motas de colores; de la penumbra roja, azul o amarilla de su garganta surgía una barra recta, impregnada de áspero polvo dorado y algo abombada en su extremo. Los pétalos eran lo bastante grandes para mecerse en la brisa estival y, cuando se movían, las luces rojas, azules y amarillas se superponían y teñían un pedacito de la tierra parda del color más abigarrado. La luz caía sobre el liso lomo gris de un guijarro, o bien en la concha de vetas marrones y circulares de un caracol, o bien se proyectaba en una gota y dilataba sus finas paredes de agua con tal intensidad de rojos, azules y amarillos que parecía que iban a estallar y desaparecer. Pero en cuestión de segundos la gota recobraba su gris plateado y la luz se desplazaba a la carne de una hoja, revelando el entramado de fibras de su superficie, y de nuevo se movía para desplegar su luminosidad en los vastos espacios verdes que había bajo la bóveda de hojas acorazonadas y lanceoladas. Luego la brisa soplaba con más fuerza y el color refulgía en el aire, en los ojos de los hombres y mujeres que paseaban ese julio por los Kew Gardens.
Las figuras de estos hombres y mujeres pasaban ante el arriate con un curioso movimiento irregular que recordaba al vuelo de las mariposas blancas y azules que zigzagueaban de un macizo al siguiente. El hombre paseaba distraído, algo adelantado de la mujer, que avanzaba más decidida y solo volvía la cabeza de vez en cuando para asegurarse de que los niños no se alejaban demasiado. El hombre guardaba esa distancia con la mujer de una forma deliberada aunque quizá inconsciente, pues deseaba seguir absorto en sus pensamientos.
«Hace quince años vine aquí con Lily —pensaba—. Nos sentamos allí, junto a un lago, y me pasé toda la calurosa tarde suplicándole que se casara conmigo. Una libélula revoloteaba a nuestro alrededor. Con qué claridad recuerdo aquella libélula y el zapato de Lily, con una hebilla plateada en la punta… No dejé de mirarle el zapato mientras le hablaba y, cuando lo movía impaciente, yo sabía sin alzar la vista lo que me iba a responder: toda ella parecía estar en ese zapato, y todo mi amor y mi deseo estaban en la libélula. Pensé, a saber por qué, que si la libélula se posaba allí, sobre aquella hoja ancha con la flor roja en el centro…; pensé que si la libélula se posaba en esa hoja, Lily respondería “Sí” de inmediato. Pero la libélula siguió revoloteando sin posarse en ningún sitio; afortunadamente, desde luego, pues de lo contrario no estaría aquí paseando con Eleanor y los niños».
—Dime, Eleanor, ¿piensas alguna vez en el pasado?
—¿Por qué lo preguntas, Simon?
—Porque estaba pensando en el pasado. Recordaba a Lily, la mujer con quien podría haberme casado… ¿Por qué estás tan callada? ¿Te molesta que piense en el pasado?
—¿Por qué iba a molestarme? ¿Quién no piensa en el pasado en un jardín con hombres y mujeres tumbados bajo los árboles? ¿Acaso estos hombres y mujeres, estos fantasmas tumbados bajo los árboles, no son nuestro pasado, todo lo que queda de él…, nuestra felicidad, nuestra realidad?
—Para mí, la hebilla plateada de un zapato y una libélula.
—Para mí, un beso. Imagina a seis niñitas sentadas ante sus caballetes hace veinte años, a la orilla de un lago, pintando los nenúfares, los primeros nenúfares rojos que yo había visto. Y de pronto un beso, aquí, en la nuca. Me tembló la mano toda la tarde y no pude pintar. Saqué el reloj y fijé la hora en que me permitiría pensar en aquel beso tan solo durante cinco minutos, tan precioso era, el beso de una anciana de cabello cano con una verruga en la nariz, la esencia de todos los besos de mi vida. ¡Ven, Caroline! ¡Ven, Hubert!
Dejaron atrás el arriate, andando ahora los cuatro juntos, y pronto se encogieron entre los árboles hasta volverse casi transparentes mientras el sol y la penumbra discurrían por sus espaldas en forma de unas manchas irregulares, largas y trémulas.
En el arriate ovalado, el caracol, cuya concha se había teñido de rojo, azul y amarillo durante un par de minutos, pareció revolverse levemente dentro de la concha y empezó a arrastrarse sobre las migajas de tierra suelta que se desmenuzaban y bajaban rodando ...