En la antigua ciudad de Londres, un cierto día de otoño del
segundo cuarto del siglo XVI, le nació un niño a una familia pobre,
de apellido Canty, que no lo deseaba. El mismo día otro niño inglés
le nació a una familia rica, de apellido Tudor, que sí lo deseaba.
Toda Inglaterra también lo deseaba. Inglaterra lo había deseado
tanto tiempo, y lo había esperado, y había rogado tanto a Dios para
que lo enviara, que, ahora que había llegado, el pueblo se volvió
casi loco de alegría. Meros conocidos se abrazaban y besaban y
lloraban. Todo el mundo se tomó un día de fiesta; encumbrados y
humildes, ricos y pobres, festejaron, bailaron, cantaron y se
hicieron más cordiales durante días y noches. De día Londres era un
espectáculo digno de verse, con sus alegres banderas ondeando en
cada balcón y en cada tejado y con vistosos desfiles por las
calles. De noche era de nuevo otro espectáculo, con sus grandes
fogatas en todas las esquinas y sus grupos de parrandistas alegres
alborotando en,torno de ellas. En toda Inglaterra no se hablaba
sino del nuevo niño, Eduardo Tudor, Príncipe de Gales, que dormía
arropado en sedas y rasos, ignorante, de todo este bullicio, sin
saber que lo servían y lo cuidaban grandes lores y excelsas damas,
y, sin importarle, además. Pera no se hablaba del otro niño, Tom
Canty, envuelto en andrajos, excepto entre la familia de mendigos a
quienes justo había venido a importunar con su presencia.

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El príncipe y el mendigo
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El príncipe y el mendigo, también traducida como Príncipe y mendigo es una novela escrita por Mark Twain. Fue publicada por primera vez en Canadá en 1881 antes de ser publicada en los Estados Unidos en 1882. Es la primera novela histórica del autor. Ambientada en 1547, cuenta la historia de dos ninos de apariencia física idéntica: Tom Canty, un mendigo que vive con su padre cruel en Offal Court, Londres, y el príncipe Eduardo, hijo de Enrique VIII de Inglaterra.
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Information
Subtopic
Literature GeneralIndex
LiteratureCapítulo 1 Nacimiento del príncipe y del mendigo
Capítulo 2 La infancia de Tom
Saltemos unos cuantos años. Londres tenía mil quinientos años de
edad, y era una gran ciudad… para entonces. Tenía cien mil
habitantes algunos piensan que el doble.
Las calles eran muy angostas y sinuosas y sucias, especialmente
en la parte en que vivía Tom Canty, no lejos del Puente de Londres.
Las casas eran de madera, con el segundo piso proyectándose sobre
el primero, y el tercero hincando sus codos más allá del segundo.
Cuanto más altas las casas tanto más se ensanchaban. Eran
esqueletos de gruesas vigas entrecruzadas, con sólidos materiales
intermedios, revestidos de yeso. Las vigas estaban pintadas de
rojo, o de azul o de negro, de acuerdo al gusto del dueño, y esto
prestaba a las casas un aspecto muy pintoresco. Las ventanas eran
chicas, con cristales pequeños en forma de diamante, y se abrían
hacia afuera, con bisagras, como puertas.
La casa en que vivía el padre de Tom se alzaba en un inmundo
callejón sin salida, llamado Offal Court, mas allá de Pudding Lane.
Era pequeña, destartalada y casi ruinosa, pero estaba atestada de
familias miserables. La tribu de Canty ocupaba una habitación en el
tercer piso. El padre y la madre tenían una especie de cama en un
rincón, pero Tom, su abuela y sus dos hermanas, Bet y Nan, eran
libres: tenían todo el suelo para ellos y podían dormir donde
quisieran. Había restos de una o dos mantas y algunos haces de paja
vieja y sucia, que no se podían llamar con propiedad camas, pues no
estaban acomodados, y a puntapiés se les mandaba a formar un gran
montón, en la mañana, y de ese montón se hacían apartijos para el
uso nocturno.
Bet y Nan, gemelas, tenían quince años. Eran niñas de buen
corazón, sucias, harapientas y de profunda ignorancia. Su madre era
como ellas. Mas el padre y la abuela eran un par de demonios. Se
emborrachaban siempre que podían, luego se peleaban entre sí o con
cualquiera que se les pusiera delante; maldecían y juraban siempre,
ebrios o sobrios. John Canty era ladrón, y su madre pordiosera.
Hicieron pordioseros a los niños, mas no lograron hacerlos
ladrones. Entre la desgraciada ralea pero sin formar parte de ella
que habitaba la casa, había un buen sacerdote viejo, a quien el rey
había deudo sin casa ni hogar con sólo una pensión de unas cuantas
monedas de cobre, que acostumbraba llamar a los niños y enseñarles
secretamente el buen camino. El padre Andrés también enseñó a Tom
un poco de latín, y a leer y escribir; y habría hecho otro tanto
con las niñas, pero éstas temían las burlas de sus amigas, que no
habrían sufrido en ellas una educación tan especial.
Todo Offal Court era una colmena igual que la casa de Canty. Las
borracheras, las riñas y los alborotos eran lo normal cada noche, y
casi toda la noche. Los descalabros eran tan comunes como el hambre
en aquel lugar. Sin embargo, el pequeño Tom no era infeliz. Lo
pasaba bastante mal, pero no lo sabía. Le pasaba enteramente lo
mismo que todos los muchachos de Offal Court, y por consiguiente
suponía que aquella vida era la verdadera y cómoda. Cuando por las
noches volvía a casa con las manos vacías, sabía que su padre lo
maldeciría y golpearía primero, y que cuando el hubiera terminado,
la detestable abuela lo haría de nuevo, mejorado; y que entrada la
noche, su famélica madre se deslizaría furtivamente hasta él con
cualquier miserable mendrugo de corteza que hubiera podido
guardarle, quedándose ella misma con hambre, a despecho de que
frecuentemente era sorprendida en aquella especie de traición y
golpeada por su marido.
No. La vida de Tom transcurría bastante bien, especialmente en
verano. Mendigaba sólo lo necesario para salvarse, pues las leyes
contra la mendicidad eran estrictas, y graves las penas, y
reservaba buena parte de su tiempo para escuchar los encantadores
viejos cuentos y leyendas del buen padre Andrés acerca de gigantes
y hadas, enanos, y genios, y castillos encantados y magníficos
reyes y príncipes. Llenósele la cabeza de todas estas cosas
maravillosas, y más de una noche, cuando yacía en la oscuridad,
sobre su mezquina y hedionda paja, cansado, hambriento y dolorido
de una paliza, daba rienda suelta a la imaginación y pronto
olvidaba sus penas y dolores, representándose deliciosamente la
espléndida vida de un mimado príncipe en un palacio real. Con el
tiempo un deseo vino a cautivarlo día y noche: ver a un príncipe de
verdad, con sus propios ojos. Una vez les habló de ello a sus
camaradas de Offal Court; pero se burlaron y escarnecieron tan
despiadamente, que después de aquello guardó, gustosamente para sí
su sueño.
A menudo leía los viejos libros del sacerdote y le hacía
explicárselos y explayarse. Poco a poco, sus sueños y lecturas
operaron ciertos cambios en él. Sus personas ensoñadas eran tan
refinadas, que él empezó a lamentar sus andrajos y su suciedad, y a
desear ser limpio y mejor vestido. De todos modos siguió jugando en
el lodo y divirtiéndose con ello, pero en vez de chapotear en el
Támesis sólo por diversión, empezó a encontrar un nuevo valor en él
por el lavado y la limpieza que le procuraba.
Tom encontraba siempre algún suceso en torno del Mayo de
Cheapside y en las ferias, y de cuando en cuando, él y el resto de
Londres tenían oportunidad de presenciar una parada militar cuando
algún famoso infortunado era llevado prisionero a la Torre, por
tierra o en bote. Un día de verano vio quemar en la pira de
Smithfield a la pobre Ana Askew y a tres hombres, y oyó a un
ex-obispo predicarles un sermón, que no le interesó. Sí, la vida de
Tom era variada, y, en conjunto, bastante agradable.
Poco a poco, las lecturas y los sueños de Tom sobre la vida
principesca le produjeron un efecto tan fuerte que empezó
a hacer el príncipe, inconscientemente. Su
discurso y sus modales se volvieron singularmente ceremoniosos y
cortesanos, para gran admiración y diversión de sus íntimos. Pero
la influencia de Tom entre aquellos muchachos empezó a crecer,
ahora, de día en día, y con el tiempo vino a ser mirado por ellos
con una especie de temor reverente, como a un ser superior.
¡Parecía saber tanto, y sabía hacer y decir tantas cosas
maravillosas, y además era tan profundo y tan sabio!
Las observaciones de Tom y los actos de Tom eran reportados por
los niños a sus mayores, y éstos también empezaron a hablar de Tom
Canty y a considerarlo como una criatura extraordinaria y de
grandes dotes. Gente madura le llevaba sus dudas a Tom para que se
las solucionara, y a menudo quedaba pasmada ante el ingenio y la
sabiduría de sus decisiones. De hecho se tornó un verdadero héroe
para todos cuantos le conocían, excepto para su propia familia;
ésta, en realidad, no veía nada en él.
Poco después, privadamente Tom organizó una corte real. Él era
el príncipe; sus más cercanos camaradas eran guardas, chambelanes,
escuderos, lores, damas de la corte y familia real. A diario el
príncipe fingido era recibido con elaborados ceremoniales copiados
por Tom de sus lecturas novelescas; a diario, los graves sucesos
del imaginario reino se discutían en el consejo real, y a diario Su
fingida Alteza promulgaba decretos para sus imaginarios ejércitos,
armadas y virreyes. Después de lo cual seguiría adelante con sus
andrajos y mendigaría unos cuantos ardites, comería su pobre
corteza, recibiría sus acostumbradas golpizas e insultos y luego se
tendería en su puñado de sucia paja, y reanudaría en sus sueños sus
vanas grandezas.
Y aun su deseo de ver una sola vez a un príncipe de carne y
hueso crecía en él día con día, semana con semana, hasta que por
fin absorbió todos sus demás deseos y llegó a ser la pasión única
de su vida.
Cierto día de enero, en su habitual recorrido de pordiosero,
vagaba desalentado por el sitio que rodea Mincing Lane, y Little
East Cheap, hora tras hora, descalzo y con frío, mirando los
escaparates de los figones y anhelando las formidables empanadas de
cerdo y otros inventos letales ahí exhibidos, porque, para él,
todas aquellas eran golosinas dignas de ángeles, a juzgar por su
olor, ya que nunca había tenido la buena suerte de comer alguna.
Caía una fría llovizna, la atmósfera estaba sombría, era un día
melancólico. Por la noche llegó Tom a su casa tan mojado, rendido y
hambriento, que su padre y su abuela no pudieron observar su
desamparo sin sentirse conmovidos –a su estilo–; de ahí que le
dieran una bofetada de una vez y lo mandaran a la cama. Largo rato
le mantuvieron despierto el dolor y el hambre, y las blasfemias y
golpes que continuaban en el edificio; mas al fin sus pensamientos
flotaron hacia lejanas tierras imaginarias, y se durmió en compañía
de enjoyados y lustrosos príncipes que vivían en grandes palacios y
tenían criados zalameros ante ellos o volando para ejecutar sus
órdenes. Luego, como de costumbre, soñó que él mismo era príncipe.
Durante toda la noche las glorias de su regio estado brillaron
sobre él. Se movía entre grandes señores y damas, en una atmósfera
de luz, aspirando perfumes, escuchando deliciosa música y
respondiendo a las reverentes cortesías de la resplandeciente
muchedumbre que se separaba para abrirle paso, aquí con una sonrisa
y allá con un movimiento de su principesca cabeza. Y cuando
despertó por la mañana y contempló la miseria que le rodeaba, su
sueño surtió su efecto habitual: había intensificado mil veces la
sordidez de su ambiente. Después vino la amargura, el dolor y las
lágrimas.
Capítulo 3 Encuentro de Tom y el príncipe
Tom se levantó hambriento, y hambriento vagó, pero con el pensamiento ocupado en las sombras esplendorosas de sus sueños nocturnos. Anduvo aquí y allá por la ciudad, casi sin saber a dónde iba o lo que sucedía a su alrededor. La gente lo atropellaba y algunos lo injuriaban, pero todo ello era indiferente para el meditabundo muchacho. De pronto se encontró en Temple Bar, lo más lejos de su casa que había llegado nunca en aquella dirección. Detúvose a reflexionar un momento y en seguida volvió a sus imaginaciones y atravesó las murallas de Londres. El Strand había cesado de ser camino real en aquel entonces y se consideraba como calle, aunque de construcción desigual, pues si bien había una hilera bastante compacta de casas a un lado, al otra sólo se veían unos cuantos edificios grandes desperdigados: palacios de ricos nobles con amplios y hermosos parques que se extendían hasta el río; parques que ahora están encajonados por horrendas fincas de ladrillo y piedra.
Tom descubrió Charing Village y descansó ante la hermosa cruz construida allí por un afligido rey de antaño; luego descendió por un camino hermoso y tranquilo, más allá del magnífico palacio del gran cardenal, hacia otro palacio mucho más grande y majestuoso: el de Westminster. Tom miraba azorado la gran mole de mampostería, las extensas alas, los amenazadores bastiones y torrecillas, la gran entrada de piedra con sus verjas doradas y su magnífico arreo de colosales leones de granito, y los otros signos y emblemas de la realeza inglesa. ¿Iba a satisfacer, al, fin, el anhelo de su alma? Aquí estaba, en efecto, el palacio de un rey. ¿No podría ser que viera a un príncipe –a un príncipe de carne y hueso– si lo quería el cielo?
A cada lado de la dorada verja se levantaba una estatua viviente, es decir, un centinela erguido, imponente e inmóvil, cubierto de pies a cabeza con bruñida armadura de acero. A respetuosa distancia estaban muchos hombres del campo y de la ciudad, esperando cualquier destello de realeza que pudiera ofrecerse. Magníficos carruajes, con principalísimas personas dentro, y no menos espléndidos lacayos fuera, llegaban y partían por otras soberbias puertas que daban paso al real recinto. El pobre pequeño Tom, cubierto de andrajos, se acercó con el corazón palpitante y mayores esperanzas empezaba a escurrirse lenta y cautamente por delante de los centinelas, cuando de pronto divisó, – a través de las doradas verjas, un espectáculo que casi lo hizo gritar de alegría. Dentro se hallaba un apuesto muchacho, curtido y moreno por los ejercicios y juegos al aire libre, cuya ropa era toda de seda y raso, resplandeciente de joyas. Al cinto traía espada y daga ornadas de piedras preciosas, en los pies finos zapatos de tacones rojos y en la cabeza una airosa gorra carmesí con plumas sujetas por un cintillo grande y reluciente. Cerca estaban varios caballeros de elegantes trajes, seguramente sus criados. ¡Oh!, era un príncipe –un príncipe, ¡un príncipe de verdad, un príncipe viviente–, sin sombra de duda! ¡Al fin había respondido el cielo a las preces del corazón del niño mendigo!
El aliento se le aceleraba y entrecortaba de entusiasmo, y se le agrandaban los ojos de pasmo y deleite.
Todo en su mente abrió paso al instante a un deseo, el de acercarse al príncipe y echarle una mirada larga y devoradora. Antes de darse cuenta ya estaba con la cara pegada a las barras de la verja. Al momento, uno de los soldados lo arrancó violentamente de allí y lo mandó dando vueltas contra la muchedumbre de campesinos boquiabiertos y de londinenses ociosas. El soldado dijo:
–¡Cuidado con los modales, tú, pordioserillo!
La multitud, se burló y rompió en carcajadas; mas el joven príncipe saltó hacia la verja, con el rostro encendido, sus ojos fulgurando de indignación, y exclamó:
–¡Cómo osas tratar así a un pobre chico! ¡Cómo osas tratar así aun al más humilde vasallo del rey mi padre! ¡Abre las verjas y déjale entrar!
Deberíais de haber visto entonces a aquella veleidosa muchedumbre arrancarse el sombrero de la cabeza. La deberíais de haber oído aplaudir y gritar: "¡Viva el Príncipe de Gales!"
Los soldados presentaron armas con sus alabardas, abrieron las verjas y volvieron a presentar armas cuando el pequeño Príncipe de la Pobreza entró con sus andrajos ondulando, a estrechar la mano del Príncipe de la Abundancia Ilimitada.
Eduardo Tudor dijo:
–Parécesete cansado y hambriento. Te han tratado injustamente. Ven conmigo.
Media docena de circunstantes se abalanzaron a –no sé qué—… , –sin duda a interferir. Mas fueron apartados mediante regio ademán, y se quedaron clavados inmóviles donde estaban, como otras tantas estatuas. Eduardo se llevó a Tom a una rica estancia en el palacio, que llamaba su gabinete. A su mandato trajeron una colación como Tom no había encontrado jamás, salvo en los libros. El príncipe, con delicadeza y maneras principescas, despidió a los criados para que su humilde huésped no se sintiera cohibido con su presencia criticona; luego se sentó cerca de Tom a hacer preguntas mientras aquél comía:
–¿Cuál es tu nombre, muchacho? Tom Canty, para serviros, señor.
–Raro es. ¿Dónde vives?
–En la ciudad, señor, para serviros. En Offal Court, más allá de Pudding Lane.
–¡En Offal Court! Raro es también este otro. ¿Tienes padres?
–Padres tengo, señor, y una abuela, además, a la que quiero poco, Dios me perdone si es ofensa decirlo, también hermanas gemelas, Nan y Bet.
–De manera que tu abuela no es muy bondadosa contigo.
–Ni con nadie, para que sea servida Vuestra Merced. Tiene un corazón perverso y maquina siempre la maldad.
–¿Te maltrata?
–Hay veces que detiene la mano, estando dormida o vencida por la bebida; pero en cuanto tiene claro el juicio me lo compensa, con buenas palizas.
Una fiera mirada asomó a los ojos del principito, y exclamó:
–¡Cómo! ¿Palizas?
–Por cierto qu...
Table of contents
- Título
- Prefacio
- Capítulo 1 - Nacimiento del príncipe y del mendigo
- Capítulo 2 - La infancia de Tom
- Capítulo 3 - Encuentro de Tom y el príncipe
- Capítulo 4 - Comienzan los problemas del príncipe
- Capítulo 5 - Tom como un patricio
- Capítulo 6 - Tom recibe instrucciones
- Capítulo 7 - La primera comida regia de Tom
- Capítulo 8 - La cuestión del sello
- Capítulo 9 - El espectáculo del río
- Capítulo 10 - Las penas del príncipe
- Capítulo 11 - En el Ayuntamiento
- Capítulo 12 - El príncipe y su salvador
- Capítulo 13 - La desaparición del príncipe
- Capítulo 14 - ¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!
- Capítulo 15 - Tom como rey
- Capítulo 16 - La comida de gala
- Capítulo 17 - Fu-Fu primero
- Capítulo 18 - El príncipe y los vagabundos
- Capítulo 19 - El príncipe con los aldeanos
- Capítulo 20 - El príncipe y el ermitaño
- Capítulo 21 - Hendon, el salvador
- Capítulo 22 - Víctima de la traición
- Capítulo 23 - El príncipe prisionero
- Capítulo 24 - La escapatoria
- Capítulo 25 - Hendon Hall
- Capítulo 26 - Repudiado
- Capítulo 27 - En la cárcel
- Capítulo 28 - El sacrificio
- Capítulo 29 - A Londres
- Capítulo 30 - El progreso de Tom
- Capítulo 31 - La procesión del Reconocimiento
- Capítulo 32 - El Día de la Coronación
- Capítulo 33 - Eduardo como rey
- Capítulo 34 - Conclusión – Justicia y retribución
- Notas al pie