La marquesa de R… no poseía demasiado talento, aunque se dé por sentado en literatura que todas las mujeres mayores deben chispear de ingenio. Su ignorancia era absoluta respecto a los temas que las relaciones sociales no le habían enseñado. Tampoco poseía la excesiva delicadeza de expresión, la penetración exquisita o el maravilloso tacto que distinguen, según dicen, a las mujeres que han vivido mucho. Al contrario, era atolondrada, brusca, franca e incluso a veces cínica. Invalidaba por completo todas las ideas que yo me había forjado respecto a una marquesa de los buenos tiempos. Sin embargo, era marquesa y había frecuentado la corte de Luis XV; pero como, desde entonces, había tenido un carácter excepcional, les ruego que no busquen en su historia un estudio serio de las costumbres de la época. La sociedad me parece tan difícil de conocer bien y de describir en cualquier época, que no quiero intentarlo en absoluto. Me limitaré a contarles los hechos particulares que establecen relaciones de simpatía irrefragable entre los hombres de todas las sociedades y de todos los siglos.
Nunca había encontrado gran encanto en relacionarme con esta marquesa. Sólo me parecía interesante por la prodigiosa memoria que había conservado de los tiempos de su juventud, y por la viril lucidez con la que sus recuerdos se expresaban. Por lo demás era, como todos los ancianos, olvidadiza con las cosas que habían sucedido la víspera y despreocupada respecto a los acontecimientos que no tenían una influencia directa sobre su destino. No había tenido una de esas bellezas excitantes que, al carecer de brillo y regularidad, no pueden carecer de inteligencia. Una mujer de este tipo adquiría chispa para resultar más atractiva que las que lo eran de verdad. La marquesa, por el contrario, había tenido la desgracia de ser incuestionablemente bella. Sólo vi de ella un retrato que, como todas las mujeres viejas, tenía la coquetería de exhibir ante todas las miradas en su habitación. Aparecía representada como una ninfa cazadora, con un corpiño de raso estampado imitando la piel de tigre, mangas de encaje, un arco de madera de sándalo y una diadema de perlas que lucía sobre sus cabellos rizados. Era, pese a todo, una admirable pintura y, sobre todo, una admirable mujer; alta, esbelta, morena, de ojos negros, facciones severas y nobles, una boca bermeja que no sonreía y unas manos que, según dicen, habían causado desesperación a la princesa de Lamballe. Sin el encaje, el raso y los polvos, habría sido de verdad una de esas ninfas altivas y ágiles que los mortales vislumbran al fondo de los bosques o sobre las laderas de las montañas para enloquecer de amor y pesar.
Sin embargo, la marquesa no había protagonizado muchas aventuras. Según su propia confesión, había pasado por carecer de talento. Los hombres hastiados de entonces apreciaban menos la belleza por sí misma que por sus arrumacos coquetos. Otras mujeres, infinitamente menos admiradas, le habían quitado a todos sus adoradores, y lo más extraño es que ella no había parecido preocuparse demasiado por ello. Lo que me había contado de su vida, a intervalos, me hacía pensar que aquel corazón no había tenido juventud, y que la frialdad del egoísmo había prevalecido sobre cualquier otra facultad. Sin embargo, yo veía a su alrededor amistades bastante vivas para la vejez; sus nietos la adoraban y hacía el bien sin ostentación; pero como ella no presumía de principios y confesaba no haber amado nunca a su amante, el vizconde de Larrieux, yo no podía encontrar otra explicación a su carácter.
Una noche la encontré más comunicativa que de costumbre. Había tristeza en sus pensamientos. «Mi querido joven -me dijo-, el vizconde de Larrieux acaba de morir de gota; es un gran dolor para mí, que fui su amiga durante sesenta años. ¡Además es horrible ver cómo se muere uno! No es sorprendente ¡era ya tan viejo!
-¿Qué edad tenía? -pregunté.
-Ochenta y cuatro años. Yo tengo ochenta, pero no estoy tan impedida como él estaba, y espero vivir más que él. ¡No importa!, muchos de mis amigos se han marchado este año, y de nada sirve decirse a sí misma que es más joven y más robusta, no puede impedir sentir miedo cuando una ve marcharse así a sus contemporáneos.
-¿Así que ésos son todos los sentimientos que le dedica a ese pobre Larrieux, que la adoró durante sesenta años, que no dejó de quejarse de su rigor, y que no se desalentó por él jamás? -le dije-. ¡Era un modelo de amantes! ¡Ya no existen hombres semejantes!
-No lo crea -dijo la marquesa con una fría sonrisa- ese hombre tenía la manía de lamentarse y de considerarse desgraciado. No lo era en absoluto y todo el mundo la sabía.
Al ver a la marquesa con ganas de hablar, le hice varias preguntas acerca de ese vizconde de Larrieux y de ella misma; y ésta es la singular respuesta que obtuve:
-Mi querido joven, veo bien que me considera una persona de carácter fastidioso y desigual. Es posible que así sea. Juzgue por sí mismo, voy a contarle toda mi historia y a confesarle defectos que no he desvelado jamás a nadie. Usted que pertenece a una época sin prejuicios, tal vez me encuentre menos culpable de lo que yo misma me considero; pero, sea cual fuere la opinión que se forme de mí, no moriré sin haberme dado a conocer a alguien. Tal vez me ofrezca usted alguna prueba de compasión que mitigue la tristeza de mis recuerdos.
Me eduqué en Saint-Cyr. La brillante educación que allí se recibía producía efectivamente muy poca cosa. Salí de allí a los dieciséis años para casarme con el marqués de R… , que tenía cincuenta, y no me atreví a quejarme por ello, pues todo el mundo me felicitaba por aquel hermoso matrimonio, y todas las jóvenes sin fortuna envidiaban mi suerte. Siempre he tenido poca inteligencia, pero en aquellos momentos era completamente boba. Aquella educación claustral había acabado de entumecer mis facultades ya de por sí muy lentas. Salí del colegio con una de esas simples inocencias, que se consideran erróneamente como un mérito y que, con frecuencia, perjudican la felicidad de toda nuestra vida.
Efectivamente, la experiencia que adquirí en seis meses de matrimonio encontró una mente tan limitada para recibirla que no me sirvió de nada. Aprendí, no a conocer la vida, sino a dudar de mí misma. Entré en el mundo con ideas completamente erróneas y con prevenciones cuyo efecto no he podido destruir a lo largo de toda mi vida.
A los dieciséis años y medio ya era viuda; y mi suegra, que me había tomado afecto por la nulidad de mi carácter, me animó a volver a casarme. Es verdad que estaba embarazada, y que la reducida viudedad que me concedían debería volver a la familia de mi esposo en caso de que yo le diera un padrastro a su heredero. Por lo que, tan pronto como pasó mi duelo, me reintrodujeron en sociedad y me rodearon de admiradores. Yo me encontraba entonces en todo el esplendor de la belleza y, según confesión de todas las mujeres, no había rostro ni figura que se me pudieran comparar.
Pero mi esposo, aquel libertino viejo y degenerado que no había sentido jamás por mí sino un desdén irónico, y que se había casado conmigo para obtener un puesto prometido a mi consideración, me había dejado tanta aversión por el matrimonio que jamás quise consentir en contraer nuevos vínculos. En mi ignorancia de la vida, pensaba que todos los hombres eran iguales, que todos tenían la misma sequedad de corazón, la despiadada ironía, las caricias frías e insultantes que tanto me habían humillado. Pese a lo torpe que era, había comprendido perfectamente que los escasos arrebatos amorosos de mi marido sólo iban dirigidos a una bella mujer y que no ponía en el...
